Las fuentes anónimas de Esquire y AP

El uso cada vez más recurrente de fuentes anónimas en los medios mexicanos evidencia un fracaso de la profesión en el momento actual.
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El uso cada vez más recurrente de fuentes anónimas en los medios mexicanos evidencia un fracaso de la profesión en el momento actual. Con frecuencia, la agenda y la discusión están marcados por piezas periodísticas que parecen estar reñidas con la disciplina básica de informar sobre la base de la máxima transparencia y el rigor: escenas y diálogos que podrían o no haber sucedido narrados por fuentes que han solicitado el anonimato; pruebas que se agotan en un testimonio cargado de graves implicaciones, reportajes completos fundados en rumores.

La protección de fuentes es un recurso legítimo del ejercicio periodístico cuando se informa de cuestiones delicadas que de otra manera jamás llegarían a la opinión pública; sin embargo, los editores deberían poder explicar a los lectores por qué se protege al informador. La prerrogativa del periodista de no tener que identificar a sus fuentes se ha traducido en trabajos de escaso rigor centrados en la difusión de aquello que el lector “desea saber” y no necesariamente en lo que “debe saber”.

La invención en el periodismo informativo da en el blanco cuando apunta que hoy muy pocos cuestionan las historias que producen las estrellas del periodismo, y si algunas de ellas encuentran eco es porque reafirman los prejuicios que el lector tiene sobre el tema a través de una serie de hechos fácilmente admisibles. El anonimato de las fuentes se usa entonces para disfrazar lo que no ha sido posible corroborar, para manipular declaraciones de modo que encajen con el relato que se quiere publicar.

El 30 de junio de este año, 21 hombres y una joven —presuntos delincuentes según un comunicado de las autoridades— murieron en Tlatlaya, Estado de México, durante un enfrentamiento con elementos. Reporteros de Associated Press (AP) que estuvieron en el lugar tres días después del tiroteo publicaron un reportaje que refutaba la versión oficial en sus puntos más importantes y revelaba hechos que, conectados, sugerían la ejecución extrajudicial de los supuestos delincuentes.

El trabajo periodístico recogía testimonios de funcionarios y testigos en condición de anonimato, pero a cambio presentaba una descripción exhaustiva de las claves que sugerían un ajusticiamiento y complementaba sus observaciones con lo encontrado por personal de la oficina en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.

Semanas más tarde, el 17 de septiembre, la revista Esquire publicó en su sitio web el adelanto de un reportaje que aparecería en su edición de octubre. En este se leía un testimonio nuevo según el cual solo una persona había muerto en el enfrentamiento a tiros. El texto daba crédito y fortalecía la versión difundida por AP: los soldados habían interrogado a los 21 supervivientes para luego asesinarlos, sin darles el derecho a ser juzgados. Su fuente, Julia, una mujer de Arcelia, Guerrero, había sido testigo de cómo los hombres eran puestos en hilera antes de ser fusilados.

Un elemento se volvía determinante en la credibilidad del testimonio y la verosimilitud de la historia. En el pacto implícito entre periodista y lector frente un texto informativo, la denuncia de los hechos en Tlatlaya requería de mucho más que una testigo sin identidad ni filiación que parecía moverse en la escena como si fuese ajena a ella. En la versión final que entregó a sus lectores, Esquire eliminó la duda: aunque no era su nombre real, Julia resultó ser la madre de Érika Gómez González, una joven de 15 años, la única mujer que murió por los disparos de los militares.

El trabajo de AP y Esquire obligó a las autoridades a modificar su versión de los hechos, a iniciar una investigación por homicidio y a reconocer implícitamente que tanto la Sedena como el gobierno del Estado de México mintieron inicialmente respecto a lo sucedido, difundiendo que los militares habían repelido una agresión y disparado en legítima defensa con 22 muertos de un lado y solo un herido del otro.

Quedan dudas, por supuesto, respecto al papel que Julia jugó realmente en Tlatlaya la madrugada en que ocurrió todo, además de que su declaración ministerial presenta diferencias respecto a la historia que narró a Esquire.

No obstante, la exigencia ética de apego a la verdad está ahí; tanto la revista como la agencia AP evitan en sus investigaciones citar información de expedientes filtrados como si fuesen verdades incontrovertibles, no pretenden jugar el papel de la autoridad ministerial y al trabajar con fuentes anónimas no solo contrastan la información con otros actores, sino que presentan evidencia de su presencia en Tlatlaya y Arcelia para recoger datos de primera mano, exponiéndose a la mirada de los vigilantes de la maña.

Sus historias se sustentan en algo más que el testimonio de declarantes anónimos; hay preguntas y dudas que se persiguen, no bandos, ni trincheras.

 

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Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).


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