Sobre las recomendaciones de libros

Recomendar un libro es difícil, porque para hacerlo hay que arrogarse la capacidad de saber qué libros le gustan a la otra persona. Pero lo hacemos mucho más de lo que creemos, y estamos rodeados de recomendaciones.
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¿Es posible recomendar un libro? Si es posible, es una tarea difícil. Cuando le recomendás un libro a alguien, le estás diciendo: “Este libro te gustará, disfrutarás de él”. ¿Y quién es uno para arrogarse la capacidad de saber si ese libro le gustará a otra persona, si de verdad lo va a disfrutar?

Quizá solo sea posible entre dos personas que se conocen mucho. Dos amigos que leen y que suelen hablar de libros pueden recomendarse mutuamente libros. Pero ni siquiera en ese caso es seguro que las sugerencias sean acertadas. ¿A quién no le ocurrió, en una situación así, recomendar un libro a un amigo con la convicción de que le encantará, y sin embargo enterarse después de que el amigo no pudo pasar de la página diecisiete?

Y es que el disfrute de un libro depende de muchos y muy variados factores, que suelen escapar no solo a la persona que recomienda sino incluso también a quien recibe el consejo.

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En una charla realizada hace algunos días en Buenos Aires, titulada “El autor recomienda” (reseñada aquí), el escritor argentino Juan Sklar arremetió, precisamente, contra las recomendaciones. Propuso, entre otras cosas, dejar de lado etiquetas tan caras al periodismo como “el mejor libro de la década” y limitarnos a calificaciones del tipo “el libro que a mí me gustó más”.

Este llamado a explicitar la propia subjetividad tiene que ver, según Sklar, con el hecho de que “no podemos hablar de los libros, sino que solo podemos hablar de lo que sentimos ante los libros”. Después de reconocer que tal vez pasó “demasiados años” en la Facultad de Filosofía y Letras, el escritor pidió evitar el “salto nouménico” de pretender ver el libro tal cual es, ya que —siempre según su opinión— no podemos verlo: solo podemos percibir nuestra relación con él.

Si no se tiene en cuenta esta subjetividad “se empieza a instalar la idea de canon, la idea de que hay unos gustos que valen más que otros”, dijo Sklar, “y así terminamos todos haciendo esfuerzos por terminar de leer libros que no nos gustan”. Llamó a no prestar atención a quienes recomiendan libros y a “dejarse llevar por la propia intuición”.

Después sí, por fin, recomendó algunos libros.

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Con las recomendaciones de libros, yo suelo comportarme como un productor de vino con la uva: las dejo macerar. Necesito que permanezcan ahí, guardadas, como si me hubiera olvidado de ellas, y que sus componentes —lo que sé de la obra, del autor, cómo podría conseguirlo, si merece la pena lo que debo hacer para obtenerlo, el tiempo que me insumirá, etc.— queden en manos de la química. Si el resultado es bueno, es probable que en algún momento procure hacerme con un ejemplar. Si no, quedará en el olvido.

Me pasa algo parecido incluso cuando compro un libro que no pienso leer de inmediato (y son la gran mayoría): estará en mi biblioteca y seguramente lo hojearé varias veces, leeré la contratapa, la biografía del autor en la solapa, el epígrafe, la dedicatoria, antes de por fin lanzarme a su “verdadera” lectura. Pequeños rituales que me preparan para introducirme en su mundo.

De algún modo, comprarme un libro es recomendármelo a mí mismo para el futuro.

Por todo eso, mi experiencia con ese libro será personal e imposible de reproducir. Después lo podré recomendar, aunque no suponer que otra persona vivirá al leerlo lo mismo que yo. Sí podemos —creo, a diferencia de lo que dice Sklar— hablar de los libros, pero no del efecto que ese libro causará en otra persona, ni de la relación que esta persona establecerá con él. Ningún libro se baña dos veces en el mismo río.

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Y, en realidad, recomendamos libros muchas más veces de lo que creemos. Y estamos rodeados de recomendaciones. Por suerte: sin ellas nuestras lecturas no sabrían qué camino tomar, hacia dónde ir.

La forma más sofisticada y perversa de la recomendación consiste en el marketing y la publicidad. La más tiránica, las lecturas obligatorias de las instituciones educativas. La más cómplice, la del amigo que te conoce bien y sabe qué y cuándo te gustará leer (y qué y cuándo no). La más ilusionada, los gustos de la persona de la que te has enamorado. La más involuntaria, la de quien se sienta al lado tuyo en el transporte público y lee algo con lo que no podés evitar engancharte. La más erudita, la del escritor que décadas o siglos atrás citó a otro y te hace remover cielo y tierra para dar con él. La más incierta, la de quienes no te conocen tanto y, pese a todo, en tu cumpleaños se animan a regalarte un libro. La más secreta, la que te grita en silencio la biblioteca de alguien que admirás. La más azarosa, la que te hace una biblioteca pública cuando vas en busca de un libro y, por el motivo menos pensado, te detenés en otro. La más íntima, esa que te hacés a vos mismo cuando comprás un libro sabiendo que no lo leerás de inmediato, que quizá tenga que esperarte años en un estante hasta que sientas que por fin, ahora sí, le ha llegado el momento.

Dicen por ahí que ver a alguien leyendo un libro que te gusta es ver a un libro recomendándote a una persona. Hay que tener cuidado: a veces, esas recomendaciones son las más peligrosas.

 

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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