Garcilaso de la Vega, introductor del endecasílabo en la poesía española.

Cazadores de endecasílabos

Una cuenta de Twitter y sus seguidores se dedican a “cazar” los endecasílabos de la vida cotidiana. Quizá su misión sea detectar los pequeños rastros de nuestro afán de trascendencia.
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Entre los tuits relacionados con el artículo publicado aquí la semana pasada hubo uno diferente: alguien citó su título (“¿Qué nombre le pondrías a tu calle?”) y añadió el hashtag #eurekaunendeca. No tengo el oído tan poéticamente afinado para reconocer un endecasílabo (es decir, una construcción compuesta por once sílabas) con solo escucharlo, ni tampoco voy por la vida, desde luego, contando las sílabas de las frases que se me ocurre pronunciar o escribir. Pero, como hay gente para todo, están quienes sí han desarrollado ese talento. Y lo celebro.

Descubrí, de esa manera, que existe una cuenta de Twitter llamada así, @eurekaunendeca (y también un blog, aunque no se actualiza desde 2013), dedicada a difundir los endecasílabos escuchados o leídos por ahí, tanto por el administrador de ese perfil como por otras personas. Me pareció muy divertida la idea de gente siempre atenta a detectar estas frases y a “cazarlas”, como si fuesen mariposas, para pegarlas después en un tablero de corcho en la pared. Con la ventaja de que, a diferencia de las mariposas, los endecasílabos así coleccionados y expuestos no mueren, sino todo lo contrario: gozan y se reproducen.

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La cuenta de Twitter —que tiene, en el momento en que redacto estas líneas, apenas 71 seguidores: la nada misma en esa red social— tiene como imagen de perfil una especie de ser mitológico con cuerpo de pajarito tuitero y cabeza de Garcilaso de la Vega. Este homenaje se debe a que fue Garcilaso, junto con Juan Boscán, el introductor del endecasílabo en la poesía en nuestro idioma, a comienzos del siglo XVI. Hasta entonces, el arte mayor, destinado a los temas más importantes y solemnes, estaba dominado por los dodecasílabos (versos de doce sílabas).

Insisto en que no soy un especialista, ni mucho menos, en ninguno de estos temas. Pero la cuestión me generó interés y, movido por la curiosidad, seguí leyendo y descubrí que el mío involuntario de la semana pasada era un endecasílabo propio enfático, ya que se acentúa en las sílabas primera, sexta y décima.

Y me enteré también de que el endecasílabo llegó a la poesía española desde Italia. “Porque estando un día en Granada con el Navagero (…) me dijo por qué no probaba en lengua castellana sonetos y otras artes de trovas usadas por los buenos autores de Italia”, escribió el citado Juan Boscán en una carta “a la duquesa de Soma”, reproducida como prefacio al libro segundo de las Obras de Boscán y algunas de Garcilaso, editado en Barcelona en 1534. “El Navagero” era Andrea Navagero, embajador en España de la República de Venecia.

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El endecasílabo italiano había alcanzado su cumbre dos siglos antes, cuando Dante, en su Divina Comedia, encadenó 14 mil de esos versos en tercetos rimados. Una de las tantas geniales anécdotas atribuidas a Borges cuenta que una vez le preguntaron acerca de la verosimilitud en la literatura y que él respondió que no la consideraba imprescindible, porque parece difícil de creer que en el infierno se hable en italiano y en tercetos endecasílabos, y sin embargo eso no reduce la calidad de la Comedia.

Borges era un especialista en la obra de Alighieri. Uno de sus últimos libros, de 1982, se titula (y se compone de) Nueve ensayos dantescos. En uno de esos ensayos, precisamente, titulado “El falso problema de Ugolino”, Borges cita una idea de Robert Louis Stevenson: “Los personajes de un libro son sartas de palabras; a eso, por blasfematorio que nos parezca, se reducen Aquiles y Peer Gynt, Robinson Crusoe y don Quijote. A eso también los poderosos que rigieron la tierra: una serie de palabras es Alejandro y otra es Atila”.

Si tales figuras no son más que “sartas de palabras”, ¿qué queda para nosotros, simples mortales condenados al más puro olvido? Se me ocurre una hipótesis: que nuestro instinto de supervivencia nos motiva, de manera irracional e inconsciente, a tratar de trascender, a procurar que algo de nosotros quede aunque lo nuestro sea pasar. Y si lo único que queda son palabras, pues no puede ser cualquiera, cualquier frase, cualquier expresión. Tiene que ser algo que valga la pena, que haya hecho suficiente mérito. Un endecasílabo, por ejemplo. Más aún: un endecasílabo propio enfático.

En el infierno no sabemos, pero aquí no se habla en endecasílabos, ni en tercetos rimados, ni (salvo una pequeña región del mundo) en italiano. Pero cada tanto se nos escapa alguna frase lejanamente parecida a eso, el eco de un eco de un eco. Y tal vez esa sea la misión secreta de los cazadores de endecasílabos: detectar esos pequeños rastros de nuestro afán de trascendencia. No está mal que, cada vez que lo hagan, digan “eureka”, como en la bañera el griego aquel cuya existencia hoy se reduce a poco más que esa palabrita.

 

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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