La isla desnuda, de Kaneto Shindô

Una reseña de La isla desnuda, de Kaneto Shindo: cinta de 1960 en la que no hay un solo diálogo. : u :
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No dejan de dar un poco de risa, otro tanto de flojera, aquellos que sueñan con “la esencia del cine”. Su mundo, así me parece, es pequeñísimo. Lo dijo Roger Koza, programador invitado del reciente Ficunam, sobre la obra de Artavazd Peleshyan: “en su cine está la esencia del arte cinematográfico: más que contar historias, explora el mundo a través de la cámara".(Hay, por lo menos, dos grandes errores en esa afirmación).

El mundo de dichos críticos es pequeño, pero también anciano, rebasado. Ya en 1928 Gilbert Seldes (“The movies commit suicide”, Harper’s 157) se quejaba, junto a varios de sus contemporáneos –incluido el persinado Aldoux Huxley con su ensayo “Silence is Golden”– , de la introducción de la banda sonora. Sus palabras resuenan todavía. Un ejemplo todavía calientito: los que le negaron el crédito a Fincher y se lo dieron todo a Sorkin tras ver La red social. “Es demasiado diálogo”, dicen, pero hay que checar cómo el gran David Bordwell desmintió de una vez por todasese tipo de argumentos.

Para todos ellos hay una película conciliadora. Es de 1960 y se llama La isla desnuda (Hadaka no shima) (o bueno: 裸の島) (Kaneto Shindô, 1960). La sinopsis no puede ser más fácil: el ciclo agrícola en la isla más dura de cultivar de un archipiélago japonés a cargo de una familia pequeña –mamá, papá y dos niños–, disciplinada y concentradísima; y, hacia el final, la casi fortuita muerte del hijo mayor. Una obra pastoral y un piquito de drama, pues.

La isla desnuda carece de diálogos, pero no de música ni de efectos de sonido. Un sonido inútil, si se quiere, pero tejido con destreza y cariño: el golpeteo de la leña, el roce de las espigas de cereal maduro, los impacientes graznidos de los patos, las olas –todo el tiempo las olas. El relato del año agrícola podría funcionar sin esa dimensión sonora. Eso es normal: una de las prerrogativas del sonido en el cine es trabajar desapercibidamente. Eso no significa que sea lo mismo. Sorprende, por ejemplo, que ciertos momentos sean más inteligibles por vía del sonido que por la imagen. Digamos: en una isla donde el invierno da pocas pistas, sería difícil retratar su llegada –salvo con la dureza de la tierra, tal vez–, por lo que Shindô prefiere hacer soplar un viento helado que sólo es audible. El tipo de soluciones que proporciona el sonido. En cambio, la presencia de la primavera es pura imaginería, y de una dicha imparable, como cuando las niñas hacen malabares entre los cerezos:

Con ese mismo cariño, Kaneto Shindô lleva de la mano a sus personajes. Hay que ver, por ejemplo, cómo se bañan los dos niños amontonados en un tambo:

O cómo la madre, tras arrancar un árbol muerto, disfruta el hallazgo de la tierra húmeda:

En una secuencia entrañable, los dos vástagos capturan un pez y lo mantienen vivo en un estanque entre las rocas. Su padre, contentísimo, encuentra un buen pretexto para viajar al pueblo. Toman el ferry todos juntos y un cubo donde chapucea el animal. Una vez cruzado el mar, nadie da un centavo por él, que, además, muere después de tanta vuelta. Así que sólo queda una solución:

Y luego, para el feliz desempance, el archipiélago en Hi-Fi:

¿Querían neorrealismo? Ahí está, pero en una variante que se ha librado del rigor del drama. No sorprende que Visconti –parte del jurado en el Festival de Moscú del 61– le haya dado su visto bueno: acaso estaba pensando en lo que no se atrevió a hacer con La tierra tiembla (1948).

Sin embargo, las principales atenciones de Hadaka no Shima son para el cuerpo humano. Si la tierra está seca, no importa: hay que ser infalibles y equilibrados para domarla, para que la isla no toque el agua únicamente a través de sus costas. Ayuda, para resaltar la perrísima verticalidad de la colina, el trabajo de la cámara de Kiyomi Kuroda, que a menudo busca al cuerpo con tomas en picada y al sol con tomas en contrapicada:

El cuerpo sirve para arrancar los troncos viejos y las estaciones pasadas:

El cuerpo sirve para pescar:

Y el cuerpo, pero por supuesto, sirve para danzar:

Los cuerpos de La isla desnuda no son los músculos castigados de Jake LaMotta, ni la carne de cristiano sacrificio de Randy “The Ram” Robinson en El luchador. Creo que, si alguien se ha interesado así en el cuerpo, es Claire Denis, en Buen trabajo, obra maestra del ‘99 (chequen del minuto 2.50 en adelante):

http://www.youtube.com/watch?v=zqSHkiUWw6A

Un último apunte: ignoro si existe el oxímoron en el cine. No logro recordar –o siquiera imaginar– un ejemplo en pantalla de la “darkness visible” de Milton, o de los “libros llenos de vacíos” de Monterroso. Hay un sol que irradia oscuridad en el video de “Black Hole Sun”, de Soundgarden, pero es del gusto más bajo, y no quiero volver a verlo en mi vida (fans del grupo, la rola o el video: absténganse). En Hadaka no shima hay, en principio, algunos intentos de oposición o de contraste, como el esfuerzo de mamá para subir el agua en primer plano y la facilidad con que navegan los barcos en segundo:

El título de la película es, tal vez, una ironía: La isla desnuda, donde “desnuda” significa “yerma”: un territorio rodeado de agua, sin agua… Eso nos conduce a una imagen que recurre una y otra vez en la historia: el agua mojando la tierra seca: la tierra que chupa el agua: la tierra que seca el agua: el agua seca. El intento es fallido, pero loable. Miren qué seco está ese chorrito de agua:

Lo vemos de principio a fin, pero al principio es un esfuerzo que despreciamos –“¿apoco eso va a servir?”– y, al final, una disciplina que aplaudimos. Eso, señoras y señores, es querer inspirar.

 

Posdata

La isla desnuda fue famosísima cuando salió en el 60. Hoy no tanto. Si quieres verla, dale clic derecho / descargar aquí

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