La crítica contra el arte de las minorías

Glenn Ligon no nos presenta víctimas, sino fugitivos; no nos mueve a la lástima, sino a la organización política.
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A Estefanía Vela, naturalmente.

 

La Bienal del Museo Whitney de 1993 fue la primera en tener una minoría de artistas hombres y blancos. La inclusión mayoritaria de artistas mujeres, gays, lesbianas, afroamericanos y de otras minorías étnicas desató una de las reacciones más conservadoras de la crítica. Varios condenaron el así llamado “arte de la identidad”, aquel que cuestiona el género, la raza y la orientación sexual, por considerar que estas exposiciones son una manera eficaz de ganarse el aplauso del espectador porque las masas —fácilmente movidas al llanto— confunden a la política con la estética. La culpa cultural, sentenciaron, se ha impuesto sobre los criterios artísticos. Robert Hughes, por ejemplo, escribió que la bienal había sido “una saturnal de corrección política” mientras que Harold Bloom declaró que si bien los freaks de los estudios de género son numerosos, los verdaderos poetas, aquellos que hacen el alma humana, todavía dominan la cima de la literatura.[1]

En el año de la bienal, Glenn Ligon –uno de esos artistas que ha incorporado materiales y testimonios históricos sobre la esclavitud y el racismo estadounidenses a la pintura– expuso una serie de 10 litografías, titulada Runaways, que reproduce un género peculiar de documentos: avisos de recompensa por la captura de esclavos que se fugaron de sus amos, publicados en los periódicos estadounidenses de los siglos XVIII y XIX. Contra la opinión de los críticos, la recuperación y la intervención de estos anuncios no es un recurso insulso y conmovedor.

RECOMPENSA. FUGITIVO Escrito en color negro y en mayúsculas, así suelen empezar este tipo de avisos. “Un muchacho Negro, Robert Porter, de 19 años se escapó el día 19”. El texto que continúa se vuelve, sin quererlo, un retrato hablado, pues la palabra “negro” sirve de poco para reconocer y encontrar a una persona. De ahí que los dueños de los esclavos, contra las convenciones visuales de la época, se detuvieran a describir el tono específico de la piel: “del color de las castañas”, “de complexión amarilla”, “más bien, marrón”, “cobrizo”. Con cada oración se alejan del prototipo y se acercan al retrato: “de frente amplia”, “de cara delgada”, “fuerte”, “de postura notablemente erguida”, “lleva el cabello largo”, o bien, “está casi rapado”.

Mejor aún, estos anuncios nos revelan los distintos oficios que se desempeñaban. Si bien es cierto que muchos trabajaban los campos, varios más fueron carpinteros, zapateros, panaderos. En la compilación de 662 avisos de fuga publicados en Nueva York y New Jersey, Graham Russell Hodges y Alan Edward Brown descubrieron que 6% eran violinistas.[2] Y entre las advertencias de los amos sobre los “vicios” de los esclavos, se entreven personalidades específicas —“muy articulado”, “inteligente”, “parlanchín”, “evita mirar a los ojos a quien le habla”, “astuto”— y pistas sobre el lugar de nacimiento —“habla holandés”, “es español pero domina el francés”, “no tiene barba, parece mexicano”, “habla con acento caribeño”.

La típica imagen del esclavo agricultor, analfabeta y “africano” cede y, a cambio, se revelan personas de distintas etnias y culturas, con diferentes experiencias, habilidades, rasgos y actitudes. En vez del sirviente que se incluía en los retratos de los políticos prominentes —ese cuerpo dócil y sin semblante que es más un ejemplar que un individuo— y en lugar de las siluetas negras y trabajadoras que adornan los mapas y los planos de la época, estamos frente a aquellos que ponían en riesgo la organización económica y política de las trece colonias, porque la fuga no era excepcional ni un intento desesperado y solitario por escapar de la esclavitud. Por el contrario, sabemos que los hombres libres de color colaboraban en la huida; que los esclavos desaparecían en las temporadas de más trabajo para sabotear la producción; que con frecuencia formaban parte de revueltas; que se robaban herramientas, máquinas y caballos, destruían las cosechas e incendiaban casas. La fuga misma era ya una subversión contra el mercado: el precio de los esclavos bajaba considerablemente tras su recaptura.[3]

En las litografías de Runaways, Ligon también cuestiona la iconografía de los primeros movimientos de emancipación. La imagen más difundida del periodo, el sello que diseñó la Sociedad para la Abolición del Comercio de Esclavos[4] en 1787 tenía, a pesar de sus buenas intenciones, un discurso visual bastante controvertido: un esclavo africano, encadenado, suplica por su emancipación; a su alrededor, se lee la frase: “Am I not a Man and a Brother?”.

No es casualidad que el hombre de la imagen ruegue, arrodillado, por su libertad; después de todo, los preocupados activistas eran miembros de grupos cristianos (en Estados Unidos, cuáqueros) que inclinaban sus campañas a la caridad y a la piedad, y no a la lucha política o a los actos de vandalismo que destruyen los insumos de la producción y reducen la plusvalía. De ahí que Glenn Ligon tomara los avisos de recompensa por la recaptura de los esclavos y la propaganda cristiana de la emancipación para insistir tanto en las personalidades de los fugitivos como en el carácter subversivo, y no pasivo, de la fuga. Para el pintor, el fin no justifica los medios: la libertad no es el único objetivo, la manera en la que se la consigue es igual de importante. No se trata de concesión sino resistencia.

Con Ligon se equivocaban los críticos del “arte de la identidad”. Él no es un improvisado ni un oportunista que toma el primer material que tiene a la mano para salir del paso y recibir la mirada condescendiente de su público. Su cuidada selección de documentos es, por el contrario, una prueba del rango de una investigación histórica e iconográfica que presenta las contradicciones de la esclavitud y de la emancipación, los peligrosos matices de las alianzas políticas y los riesgos de asumir una esencia afroamericana.

Ejemplo de ello son los lienzos que repiten frases como: “I do not always feel colored”, “I feel most colored when I am thrown against a sharp white background”, “I had expected to see myself disguised but this was something else”. Estas pinturas son el knock-out de Ligon contra los movimientos y el activismo que se inventan una “conciencia negra” y una manera de ser afroamericano, al tiempo que desmienten a los críticos que denuncian la supuesta cultura de la queja y del resentimiento que ha embrutecido al arte. Para desazón de Robert Hughes y Harold Bloom, Ligon no nos presenta víctimas, sino fugitivos; no nos mueve a la lástima, sino a la organización política; no nos manipula para que actuemos como fanáticos de la identidad ni nos invita a celebrar la fiesta democrática y liberal de la diversidad. Así lo demuestra un esténcil que no puede estar más lejos de lo políticamente correcto: “I went to Africa. I went to the Mother land to find my roots! Right? Seven hundred million black people! Not one of those motherfuckers knew me”.



[1] Robert Hughes, “The Whintey Biennial: A Fiesta of Whining”, Time Magazine, 22 de marzo de 1993.

[2] Graham Russell Hodges y Alan Edward Brown, “Pretends to Be Free”. Runaway Slave Advertisements from Colonial and Revolutionary New York and New Jersey, Nueva York, Garland, 1994.

[3] Ibid., pp. XIV-XVI.

[4] Zoe Trodd, “Am I Still Not a Man and a Brother? Protest Memory in Contemporary Antislavery Visual Culture, Slavery & Abolition”, Slavery and Abolition: A Journal of Slave and Post-Slave Studies, vol. 34, no. 2, 2013, p. 340.

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(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.


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