Gógol, en perspectiva

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Ante Nikolai V. Gógol, que nació hace doscientos años un 1º de abril de 1809 (según el calendario gregoriano), se enfrentaron las tres maneras de leer la literatura rusa que imperaron durante un siglo y medio. Los occidentalizantes, incluyendo a los marxistas, festejaron al realista satírico, al inventor de la magia urbana, al testigo de la miseria rural y de sus supersticiones, al notario de una servidumbre agraria según ellos denunciada en Almas muertas (1842). Más tarde, cuando la sombra de Kafka empezó a oscurecer el siglo XX, no fue difícil ver en El inspector (1836), la sátira gogoliana de los funcionarios provincianos, un augurio del universo burocrático cuya alma mecánica habría puesto al descubierto el praguense. El teatro del absurdo, luego, lo hizo suyo. Pero como Gógol, al quemar la continuación de su gran novela y ponerse en manos de los monjes hizo de la crisis de conciencia (o del desdoblamiento religioso, como lo llamó de manera más apropiada Merejkovski) la publicidad por excelencia de la literatura rusa, a los eslavófilos les dio por santificarlo, muerto en 1852, como al primero de sus redentores cristianos.

Gógol y el diablo (1939) se tituló el ensayo de Dimitri Merejkovski (que Sergio Pitol, nuestro gogoliano de cabecera, hizo editar para la UNAM en 1986) que sentó cátedra sobre la lectura religiosa de Gógol. Resalta Merejkovski, en Gógol, a un asceta apocalíptico a quien sólo estiman genuinamente los niños y un mártir cuyo sacrificio fue una advertencia no del todo escuchada por el pueblo ruso y la Iglesia Ortodoxa, con las terribles y conocidas, por desastrosas, consecuencias. En eso apareció Vladimir Nabokov, un ruso blanco que aguardó el éxito de Lolita dando clases de literatura rusa en la universidad de Cornell. Como es habitual en él, Nabokov comienza su lección regañándonos. En primer lugar, dice, no se pronuncia Go–gól sino Gó–gol pues “quien aspira a comprender a un escritor debe empezar, al menos, por pronunciar bien su nombre”. En segundo término, afirma Nabokov, sólo los reformadores de pacotilla pueden creer que Almas muertas tiene algún mensaje social, político o moral sobre Rusia. No tiene ninguno y de hecho, Gógol, que pasó los mejores años de su vida en Roma, sólo conocía del campo ucraniano lo que podía verse desde la ventanilla del ferrocarril. A Gógol, sostenía Nabokov desde 1953 en esas Lecciones de literatura rusa (1984) que acabaron por convertirse en patrimonio de todos sus lectores, la religión no le dio mayor cosa una vez que, apagado su instinto creador, confundió “el brillo aceitoso de un charco sucio con esa especie de arco iris místico”. Nabokov insiste, hasta tocar la orilla de la reducción al absurdo, en que Gógol (tercer y último ucase) es el creador de una fantasía infernal que reivindica a la obra de arte como una creación radicalmente autónoma.

Antes de Nabokov, D.S. Mirsky (1890–1939), el príncipe que pagó con su vida la osadía de regresar a la Unión Soviética converso al realismo socialista, decía lo contrario, que Gógol no podía entenderse sin las baladas cosacas, el folclor ucraniano y el teatro de títeres o sinla Ilíada en ruso en la traducción de Gnédich. No descarta el príncipe las influencias francesas, tanto de Molière como de los folletinistas decimonónicos y adelanta lo que será un punto de partida: llamar a Gógol “realista” o “romántico” no ayuda en gran cosa. Y la frase de Gógol (y en ello coincidirán Nabokov, Edmund Wilson) es una de las más complejas de la literatura. Entre los rusos, dicen los que saben, es el más difícil de traducir.

Pero Nabokov, de hecho, sintetiza y supera, con su habitual ingenio, las posiciones antagónicas del realismo humanitario y de los viejos y nuevos creyentes rusos, sobre Gógol. Chíchikov, quien va comprando las almas de los siervos muertos, es para Nabokov un fraude que huele al azufre del infierno lo mismo que el resultado de una técnica artística sublime que Gógol aprendió de los pintores del Renacimiento. El formalista Viktor Shklovsky, quien sobrevivió en la URSS hasta sus noventa años en calidad de ateo, no tuvo empacho en decir, en Energy of Delusion (1981), que si Almas muertas quedó inconclusa ello fue debido a que aquellas almas jamás resucitaron.

La lectura de Nabokov abrió el camino a otras, como la del crítico Wilson, su amigo y su adversario (nunca he atinado a saber quién era, entre Wilson y Nabokov, mala conciencia de quién) o la de Donald Fanger, autor de un libro clásico (La creación de Nikolai Gógol, que el FCE tradujo en 1985 con un muy buen prólogo de Carlos Fuentes) o el debatido estudio de Simon Karlinsky (The Sexual Laberynth of Nikolai Gogol, 1992), que encuentra en la homosexualidad reprimida la esencia de la vida y la obra de Gógol.

Casi todos los críticos de Gógol están de acuerdo en que sus personajes encarnan, por primera vez en la historia de la literatura, el póshlost, intraducible palabra rusa que refiere al orgullo obcecado que la persona inferior siente por su inferioridad, característica tragicómica que vuelve únicos a los antihéroes gogolianos, todos ellos muy famosos, gracias, sobre todo, a los Cuentos petersburgueses (1836).

Algunos, alguna vez, hemos pretendido escribir una novela o cuento petersburgués, lo cual no es un deseo tan descabellado porque Akaki Akakiévich (el de “El abrigo”) o Kavaliov (el de “La nariz”) son los personajes literarios más libres y los más convincentes, aquellos que, por su fantástica realidad, uno cree que pueden crearse con la mente y atraparse con sólo cerrar la mano.

(Publicado previamente en El Ángel de Reforma.)

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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