Estados alterados de familia

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La fórmula utilizada por los medios estadounidenses por más de medio siglo para el género familiar (fuera de dramas y comedias) ha sido la misma. Es un estándar, como puede serlo la Coca-Cola y las hamburguesas de McDonald’s; puede pretenderse siempre transformado, listo para el consumo de un Zeitgeist predeterminado por las necesidades de mercado, pero al final es la misma cosa: jarabe con agua carbonatada, proteína animal en aceite entre cereales procesados, valores morales esenciales del alma americana.

No puede decirse que el éxito de Two and a Half Men se deba a su fórmula o sus ingredientes; es el enésimo refrito de la “pareja dispareja” que llevó a Neil Simon a convertirse en patrono de la comedia posmo gringa, empacado por Chuck Lorre para reflejar las transformaciones que han sufrido los núcleos familiares en una sociedad que ha decido vivir en una eterna adolescencia.

Se trata de un albur, se debe más a un vínculo con lo sagrado lo que permite su sobrevivencia (mera buena ventura) que a la esperanza infalible que suponen las figuras estelares, los guionistas o los meros rudimentos de un esquema. Siempre resulta más sencillo dilucidar las razones por las que un pájaro vuela cuando está volando o ya voló. El milagro de su vuelo se puede atribuir a los principios de sincronicidad: todo estuvo en el lugar adecuado en el momento adecuado.

Al “nuevo desorden amoroso” (que ya lleva un rato siendo nuevo) le sigue un “nuevo desorden familiar” cuyas variantes han servido como posibilidades de explotación para guionistas y productores, donde igual caben el drama cotidiano de una familia de Nueva Jersey como los Soprano (peculiar por la línea de trabajo del padre), como la convivencia abusiva de dos hermanos que viven en Malibú atrapados en una eterna infancia compartida con el hijo de uno de ellos.

Es a mitad de camino entre The Sopranos y Two and a Half Men que han surgido algunas de las propuestas más interesantes de lo que puede agruparse como una comedia del trastorno familiar. Steven Spielberg produjo para Showtime The United States of Tara, serie sobre la lucha diaria de una madre con desorden de personalidad, creada por Diablo Cody, escritora con antecedentes de stripper y autora del guión de Juno (Jason Reitman, 2007), y protagonizada por la actriz australiana Toni Collette.

Por su parte, Collette Burson (quien tiene en su currículum haber dirigido Little Black Book) creó para la HBO, junto con su marido (el emigrado ruso Dmitri Lipking), la comedia Hung, donde Thomas Jane la hace de Ray Drecker, entrenador de secundaria divorciado que, víctima de la recesión y dotado generosamente por la naturaleza, se convierte en proveedor de servicios sexuales.

La alusión que hace el título The United States of Tara a la Unión Americana desde los distintos estados de conciencia de la protagonista, quien sufre de desorden disociativo de identidad, es tan clara como obvia y pide ser tomada en cuenta. Más allá de lo evidente, en el desarrollo de un drama familiar que surge de la premisa “¿qué tal será vivir con una madre con personalidad múltiple?”, pueden verse proyectadas, como en un juego de roles freudianos, las paradojas sociales y políticas que vive la sociedad gringa.

Tara reacciona a las presiones emocionales con distintos alter egos a los que recurre como disfraces guardados en un clóset. Por lo pronto son tres y responden a algunos patrones arquetípicos de conducta producidos por el ideal anglosajón: una madre de felicidad histérica, una adolescente llevada por sus impulsos y un hombre rudo entregado a los valores simples de un cowboy. Tara ha decidido enfrentar su condición sin fármacos y su marido e hijos la apoyan desde la incondicionalidad de un sometimiento que se ha establecido entre reglas y costumbres. ¿Vive Tara una situación semejante a los Estados Unidos que representa? ¿Es alegoría del rechazo endémico que vive esta nación frente al mundo? ¿Es representación de una sociedad que se ha transformado tan profundamente que ya sólo puede verse distorsionada en sus estereotipos?

La premisa que sostiene a Hung es un lugar común dentro de la falocracia: el tamaño es lo que importa. En mitad de la alharaca que ha despertado entre feministas escandalizadas frente a todo falocentrismo (¡ni que fuera tan extraña la prostitución masculina!), se pierde la perspectiva de que fue Collette Burston quien le sugirió a su marido ruso que la única gracia de este atleta venido a menos, divorciado de una porrista y convertido en entrenador de basquetbol, fuera el tamaño de su pene. La perspectiva cambia entre lo que puede ser una fantasía sexual explotada pornográficamente y las necesidades sexuales de mujeres adineradas.

Cuando Tanya, una poeta con aspiraciones que sobrevive como lectora de pruebas –encarnada maravillosamente por Jane Adams–, descubre el don que guarda Ray Drecker en su entrepierna, decide convertirse en su padrote y lo ofrece como un servicio de consultoría feliz. Ray lleva una larga mala racha como entrenador, perdió la casa que le heredaron sus padres debido a un incendio y ha sido abandonado por sus mellizos darketos: no tiene nada que perder. Atrapado en los valores de una adolescencia perpetua no podrá sino desilusionarse ante sus expectativas como gigoló: frente a las exigencias y desdenes de sus clientas descubrirá que no sólo el tamaño es lo que importa.

Hung es un producto de la recesión económica estadounidense, es una válvula de escape frente a la crisis de valores que ha vivido la nación americana como una fenomenología que se expone, explota y resuelve desde sus canales mediáticos. El salto entre realidad y simulacro se pierde cambiando los canales con el control remoto. Tal vez la diferencia esencial entre un reportaje en 60 Minutes sobre la prostitución masculina y una comedia de costumbres como Hung esté en que la primera es una denuncia y la segunda un signo: la llamada de atención es convertida en una forma de supervivencia, o lo que es peor, un estilo de vida.

Con algo de maña se puede hacer caber a Ray Drecker en un catálogo de pícaros que igual incluye al Tom Jones de Henry Fielding que al Barry Lyndon de William Thackeray. Hung refleja un momento de valores y autoridades trastocadas, de cambio, crisis y, por supuesto, oportunidad. Puede que Drecker sea un nuevo marginado social, al amparo de los elementos en una tienda de campaña que ha dispuesto junto a las ruinas de su casa. Pero esa falta de techo, o más bien, ese techo tan precario, invoca ese espíritu de frontera estadounidense, vivido otrora en el land of the free como una lucha y no como una comodidad.

El sueño americano se ha perdido, toda promesa se ha visto truncada en una inercia que no tiene finalidad, sólo costos. Drecker se enfrenta bajo la lluvia a un viejo rival de cuando jugaba beisbol en el high school y con obcecación inútil conecta un hit por cada pelota que le lanza. Su rival lamenta no haberle dado la base por bola en aquel juego remoto en que Drecker bateó un cuadrangular en la última entrada. Los dos evocan llenos de frustración e ira ese momento decisivo de sus vidas en la evidencia que no tienen mucho más.

Tara es un jarrón de porcelana hecho pedazos, cada uno de los fragmentos es ella misma y no lo es. En ello está su desgracia y paradoja: lucha por sostener una vida familiar mientras salta de un alter ego al siguiente. Drecker encarna la paradoja de ser un macho dotado que vive la derrota del macho: no será su gran atributo el que lo lleve a redimirse (si eso es posible), sino una humildad aprendida en la pérdida de lo demás.

No se trata tanto de recoger los pedazos como de seguir adelante: esa es la perspectiva idealizada (no deja de ser televisión) de la familia estadounidense en el nuevo siglo: una supervivencia generada por una guerra que se vive tan lejos y tan cerca.

– Ricardo Pohlenz

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