Chicago: la ciudad de los ladrones

Pocas ciudades funcionan mejor que Chicago para contar historias de delincuentes. Una de las mejores es Thief, de Michael Mann, experto en ladrones del Midwest. 
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A Chicago también se va uno a cumplir un sueño: el de dar el Gran Golpe. Así llega Rico Bandello (Edward G. Robinson), y se une a la banda de Sam Vettori, consigue dar un golpe –el robo de un antro– y de ahí asciende hasta convertirse en El pequeño César (1930). Tom Powers (James Cagney) también asciende desde los pobres orígenes irlandeses en Chicago Sur, del robo en corto al robo en grande, hasta que llega a ser Enemigo público (1931). Rico y Tom están inspirados en ladrones y después gángsters de la vida real: Al Capone y Earl Hymie Weiss. Capone también inspiró la primera Caracortada –protagonista: Tony Camonte (Paul Muni)–; el superladrón John Dillinger inspiró Dillinger (obvio), de 1945, y la fallida Enemigos públicos de Michael Mann. Los hermanos Fred y Charlie Gondorff, de fama menor pero también excelentes ladrones, propiciaron El golpe, con una pareja que a principios de los setenta era simplemente invencible: Paul Newman y Robert Redford.

Claro que ésos son ladrones de renombre de la Chicago verdadera. Los hay ficticios, por miles: los ladrones de poquísima monta de The city that never sleeps, que en 1953 trató de ser a Chicago lo que The naked city había sido a Nueva York en 1948: una exploración de la ciudad nocturna, que es peligro y muerte y sexo. (Lo mismo intentó, también en 1953, Reportaje del Indio Fernández; la ciudad: el Distrito Federal.) El ladrón y estafador genial Mike (Joe Mantegna) y su pequeña banda de transas prestidigitadores (entre ellos, el prestidigitador de la vida real Ricky Jay) de Juego de emociones (1987) o el ladrón más patético de todos: Shelley Levine (Jack Lemmon), que da su pequeño y lamentable golpe en Glengarry Glen Ross (1992), ambas escritas por David Mamet, natural de Chicago. Y también, entre muchísimos otros, esa suma de corrientes románticas que es Frank (James Caan) en Profesión: ladrón, la primera película para cine de Michael Mann, experto en ladrones chicagüenses.

 

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Estirando los términos, podría argumentarse que Michael Mann ha estado tratando de perfeccionar una película romántica durante toda su vida: la del criminal que ha pasado por la cárcel. (En esta visión, el resto de su cine estaría hecho de proyectos laterales –Ali, El informante, El último de los mohicanos– o aproximaciones tangenciales al asunto –Miami Vice.) Ya en Jericho mile, de 1979, Mann examinaba a un criminal atleta en la cárcel de Folsom. La prisión es también lazo de unión principalísimo entre los criminales de Fuego contra fuego: ahí se forjaron las amistades de McCauley y su banda; de ahí proviene Waingro, el asesino que será su perdición; de ahí sale el soplo que le da la primera pista útil a Hannah, su perseguidor. (Lo mismo vale decir de LA takedown,primera versión de Heat.)Fuego contra fuego es, acaso, una película perfecta –pero el verdadero obsesivo no puede detenerse: Mann tuvo que volver al asunto en Enemigos públicos, que se siente una suerte de baile respecto de Fuego: un paso adelante en tecnología –¡esos negros!–, un paso atrás en densidad dramática. Profesión: ladrón es a la vez semilla y brote, el primero verdadero, de esta larga obsesión.

Esta es una historia sensiblemente conocida porque está hecha de personajes arquetípicos y de deseos de héroes románticos: Frank es el gran ladrón de joyas que trabaja por su cuenta (“I am self-employed. I am doing fine: I don’t deal with egos, I am Joe the boss of my own body”, es un lema que puede pertenecer a Neil McCaulay), con la sola compañía de su ayudante experto en tecnología Barry (Jim Belushi); la cárcel de Folsom lo curtió y le robó la vida: entró a los 20, salió a los 31 y, ahora, debe reponer esa vida robada: conseguir una mujer, procrear hijos, sacar del tambo a su amigo y mentor –el anciano master thief David Okla (Willie Nelson)–, tener una casa suburbana con auto en el garage… Incluso ha elaborado un pequeño collage que le insistentemente le recuerda esas cosas que no debe olvidar:

 

 

Para él eso es Chicago: aquello que no es la cárcel: la posibilidad de cumplir el sueño gringo. Sí: el robo como una de las bellas artes (Frank lo llama “my Magic Act” así, con mayúsculas) pero también como un medio para salir, para irse por fin del apando interior en que vive todavía. Mann enfatiza que el camino hacia la vida suburbana ya está avanzado –¿qué hay más respetable que el crédito de las instituciones bancarias?:

 

 

Jesse (Tuesday Weld) es también arquetípica: el objetivo amoroso que, tras una conversación triunfal, con el corazón en la mano, acepta acompañar a Frank en ese viaje hacia el sueño, que ya es compartido. Leo (un notabilísimo Robert Prosky) es el hombre que propone “el último trabajo” y el que, como suele suceder, se convertirá en el gran obstáculo entre Frank y la completitud de sus deseos.

La última chamba; la demostración de las habilidades; la conclusión eficaz. Aquí también –como ha señalado JA Lindstrom sobre Fuego contra fuego– se encuentran los aspectos románticos del cine del trabajo. (Para los aspectos no románticos de este cine ver, por ejemplo, las deprimentes l’Emploi du temps y Recursos humanos del francés Laurent Cantet.) “I come here to discuss a piece of business with you –dice Frank, amenazante–, and whadda you gonna do? You gonna tell me fairy tales?” Nada aquí es más importante que el trabajo bien realizado y su consecuencia: el sueldo pagado a tiempo y completito. Lo que no es trabajo es un impedimento para la consecución de la vida verdadera y, cuando está hablando de la diaria faena, Michael Mann es capaz de ceñirse a la imaginería laboral o mejor: a la imaginería obrera porque un buen ladrón también es un obrero. Este fotograma es casi documental:

 

 

Pero Profesión: ladrón es también el drama de las esperanzas incumplidas. Para el ladrón nunca es posible salir de la cárcel (volver a Chicago –al mundo –a la vida verdadera): el hijo ha sido comprado con dinero del crimen; la última chamba es en realidad un eslabón más de la cadena de esclavitudes que se le deben al jefe en la irresoluble lucha obrero patronal; la amada tiene que irse porque ella nunca estuvo en el apando. Y en medio del incendio que pone en llamas el pasado del ladrón (o en el naufrágio das ilusões de Machado de Assis) queda nada más, hecho bolita, el collage de nuestros sueños –hechos trizas:

 

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Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)


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