45 Years

Desde Weekend, su película anterior, el director Andrew Haigh daba visos de una sensibilidad poco común para observar las relaciones interpersonales. 45 Years confirma su talento.
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Con su filme anterior, Weekend (2011), una melancólica —y no por ello exenta de humor o ternura —historia de amor homosexual, Andrew Haigh daba visos de una sensibilidad poco común para observar las relaciones interpersonales en muchos niveles —sexual, emocional, social —y darles un matiz de compasión aún en las circunstancias más sórdidas o dolorosas a sus personajes.

En 45 Years, protagonizada por Charlotte Rampling y Tom Courtenay, dos de los mejores sobrevivientes de la era del swinging London y la nueva ola británica de los 60 —aunque menos famosos que Michael Caine o Julie Christie, son tan sustanciales y emblemáticos como ellos —,  Haigh aborda el otro lado del espectro: en vez de explorar tres días en la vida de una pareja gay que se conoce de manera espontánea y chocan en la idea de encontrar un futuro, adapta un eficaz relato de David Constantine, y se asoma a los rituales cotidianos de un matrimonio bien avenido, en vísperas de un evento importante en su vida de pareja, contándonos cómo de una manera fortuita y siniestra, casi gótica, el pasado se manifiesta para alterar el porvenir: aquí, pese a ser temas muy disímbolos, los resultados son tan formidables como en su debut.

Kate (Charlotte Rampling) y Geoff Mercer (Tom Courtenay) están casados desde 1969. No tienen hijos. Él es ingeniero con ideas políticas de izquierda y ella, devota de la literatura, fue directora de escuela y aún hoy impresiona a aquellos que fueron sus alumnos; ahora, en sus “años dorados”, viven el cómodo sosiego de la jubilación en un tranquilo poblado de Norfolk, cerca del turbulento mar. Con la ayuda de amigos cercanos y un entusiasmo que habían tenido adormilado en su convivencia, Kate y Geoff organizan una gran fiesta para celebrar su 45 aniversario de boda. Los preparativos anteriores para su 40 aniversario fueron cancelados de último momento debido a una crisis médica que puede o no haber tenido un elemento psicosomático, y desde el principio, en la trama hay sutiles alusiones a algo siniestramente contingente y ominoso en referencia al número 45.

La tensión estalla de un modo casual; pocos días antes del gran evento, cuando parece que lo más  complejo que puede suceder es encontrar los atuendos adecuados para celebrar o que el catering sea puntual, Geoff recibe una carta oficial extraordinaria proveniente de una pequeña comunidad suiza que le notifica algo insólito: El cuerpo perfectamente preservado de una joven ha sido descubierto en un glaciar: se trata de Katya, que en 1962 desapareció mientras estaba de vacaciones por los alpes, con el entonces soltero Geoff.

Éste ahora revela, ante el creciente asombro de su esposa, que las autoridades lo han contactado porque lo creen el viudo de Katya, ya que en ese entonces tuvieron que fingir estar casados para conseguir alojamiento en un hotel (eran tiempos más conservadores). En ese instante, un tropel de fantasmas invade la residencia de los Mercer y también, su relación. La sobria y señorial Kate, ahora se encuentra ante algo desconocido y no sin horror, se pregunta si Geoff estuvo más profundamente enamorado de Katya de lo que ella pensaba; ¿Alguna vez dejó de amar a esa novia desaparecida? ¿Es ella una sustitución que funcionó de modo perdurable, y le debe su felicidad marital, o bien, lo que considera así, a la muerte de una chica que nunca conoció? ¿Acaso es Katya una ilusión, un fantasma a quien Kate y Geoff ahora están proyectando sus propios miedos y demonios? El parecido de los nombres de las dos mujeres no será del todo una coincidencia, aunque no se alude a ello explícitamente. La fisura en la perfección de estas escenas de la vida conyugal se hace aparente y crece sin control, como si fuera un incendio que todo lo consume: en los días que siguen, una verdad estremecedora sale a la luz.

In another country, el relato que da origen al guión de Haigh, es un arma letal de tan sólo trece páginas: David Constantine es un narrador engañosamente simple, que no escatima en atmósfera, para contar de una manera sencilla un evento devastador en vidas de clase media: Haigh toma la pauta y crea un universo para dos, que se desorienta, se vuelve inquietante, laberíntico a partir de la revelación de un hecho: en sus roles establecidos, tanto Courtenay como Rampling y Haigh transmiten con precisión y elegancia casi quirúrgicas, la profunda perturbación que se crea, asícomo sus consecuencias, todo como si fuera captado en efecto dominó. Al principio, el choque  de realidades, lo que es y lo que no fue, resulta emocionante, incluso con un subtexto erótico. De pronto, los Mercer se encuentran confrontados con el recuerdo de quienes fueron en su juventud; Geoff como el idealista enamorado, Kate como la belleza casi mítica (así la describe su marido al recordar la primera vez que la vio: “¡Eras un maldito nocaut!”), ambos tal como eran en un mundo lleno de opciones y posibilidades, duramente confrontados con la realidad del “esto es lo que somos ahora y así vivimos”. Kate parece satisfecha con el resultado, aún pese a la ausencia de prole en quienes volcar su instinto materno —para compensarlo fue la mejor maestra posible —, y ahora siente el embate de la desazón: ¿Para Geoff nada de esto bastó realmente? ¿Sabré que miente aunque él lo niegue? ¿Soñaba en secreto con la otra luego de hacerle el amor tantas noches? ¿Podría ella también haber sido más feliz con otra persona?

Sólo una actriz con los tamaños de Charlotte Rampling podía atreverse con un personaje así y darle una dimensión más allá de la amargura o la histeria. Aquí, como Kate Mercer, transmite algunos ecos de su abrumadora interpretación en Bajo la arena (Ozón, 2000), con la majestuosidad y tormento que son su característica —recordemos su bellísimo colapso mental en extreme close-up para Woody Allen en Stardust Memories—; hay una inherente sensualidad en el modo en que su personaje mira al de Courtenay, cuando están juntos en la cama.  Esa mirada tan típica de Rampling, que desde Portero de Noche, no había resultado tan potente; tal como la describiera Dirk Bogarde: “[Charlotte] observa como un halcón que mira a través de una persiana veneciana”.

El Geoff de Courtenay es la encarnación de alguien que de pronto pareciera estafado por el destino. El descubrimiento del cuerpo de Katya lo convierte en un hombre fuera de tiempo ("Ella se ve como lo hacía en 1962 y yo me veo así”, exclama), su espíritu en espiral hacia una lejana juventud, sus recuerdos más claros y vívidos que su presente ahora empañado. En plena madurez, Courtenay ofrece un espejo del Billy Liar que hizo en aquellos años para John Schlesinger: sus sueños añejos vueltos cenizas que ahora se tiene que tragar.

El diálogo entre ambos es de orden naturalista y los paisajes de Norfolk, en marcado contraste con las antiguas aventuras de Geoff Mercer como alpinista, son el escenario perfecto para que se desarrollen; sin embargo, bajo el aspecto sereno de escena y personajes hay algo violento que espera para manifestarse —un escalofrío sutil, no muy distinto al que Michael Haneke gradualmente torna asfixiante en Caché (2004): el transcurso de los días está numerado, a manera de capítulos de un thriller (y esto es lo que la cinta es, a su modo, un lacónico misterio del alma y la mente): Geoff furtivamente vuelve al ático a perderse en busca de recuerdos enterrados, donde Kate, como la versión de edad madura de la heroína en una novela de Daphne DuMaurier, se siente súbitamente amenazada por un fantasma representado por las numerosas diapositivas de fotos de otra chica, otra época ajena a ésta, en las que se dejan ver las profundidades abismales del pasado de su marido. Irónicamente, es la honestidad con la que Geoff responde a preguntas de su mujer (“¿Te casaste con ella?") lo que da a ella motivos para verlo con incertidumbre; cuarenta y cinco años, y eres un extraño en tu propia casa.

Con ojo al detalle que aliña las actuaciones, Haigh está atento a todo, desde el diseño de arte y vestuario, hasta  las opciones musicales diegéticas (la cinta no tiene banda sonora instrumental); tras describir la forma en que sospechaba que su guía alpino coqueteaba con su novia, Geoff toma a Kate y juntos bailan alrededor de la sala al ritmo de “Stagger Lee”, en su versión de Lloyd Price, que con su trama de peleas y asesinatos, provee de subtexto a la narración. Otras canciones pop que pueden sentirse casi horripilantes en la atmósfera creada son, por ejemplo “Happy Together” de The Turtles (con su característico coro, tan inquietante) o “I Only Want To Be With You” clásico de la magistral Dusty Springfield, que hacen macabro eco en las escenas de la debacle de este hogar.

En una cinta donde el director obtiene interpretaciones sólidas hasta del personaje más secundario, Rampling en particular es una sinfonía de gritos y susurros transmitidos de manera gestual; sus reacciones emocionales, deliberadamente ambiguas, podrían significar cualquier número de cosas. Sus ojos legendarios miran aviesamente y esas sonrisas tensas, coreografiadas con impresionante precisión, hacen que su rostro ilumine la pantalla, y se disuelva tan lentamente como el hielo que se derrite en el glaciar, donde yace la muchacha eterna con la que Geoff está tan obsesionado.

Como una historia de amor gótica en tiempos modernos, 45 Years nos muestra el pasado manifiesto en las expresiones de las personas atrapadas en el presente, que miran a un incierto futuro, al tiempo que bailan “Smoke Gets in Your Eyes” rodeados de sus seres queridos, ahí vemos su historia puesta al descubierto. Los espectadores tendrán que decidir por símismos lo que la película significa, mas lo importante es que se llevan algo más que sólo un relato; Haigh los llevó a asomarse a lo más profundo de un abismo muy íntimo, y nadie sale indemne de ahí.

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Miguel Cane (México DF, 1974) Es novelista y periodista cinematográfico. Su más reciente publicación es el inclasificable "Pequeño Diccionario de Cinema para Mitómanos Amateurs".


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