Sesenta años dentro del átomo

En 1928 se construyó el primer acelerador de partículas; hoy contamos con laboratorios como el CERN que nos permiten echar un vistazo al interior de la realidad atómica y conocer su intimidad cuántica.
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Memoria histórica. Ginebra, septiembre de 1954. Periodistas de la televisión suiza esperan el inicio del gran evento. Algunos recuerdan cuando, solo cuatro años atrás, estaban aquí mismo, a pocos metros de la frontera con el poblado francés de Saint-Genis Pouilly, filmando la excavación del amplio túnel circular cuyo diámetro de 200 metros permitiría el paso de automóviles en dos carriles a cien metros de profundidad, los cuales cruzarían la frontera con Francia y regresarían a Ginebra luego de haber dado una vuelta de 27 kilómetros.

En los archivos de la televisión suiza puede encontrarse el testimonio de uno de los camarógrafos, quien relata cómo armó su trípode en medio de la ventisca y lo clavó en la escarcha. Luego montó la pesada cámara, cargada con película en blanco y negro. Enseguida conectó el cable del micrófono, ya en manos del conductor, y empezó a filmar. “En las afueras de Ginebra se construye el rompe átomos más grande del mundo, una verdadera arma para el progreso”, empezó a decir el reportero.

Así pues, está a punto de dar inicio la ceremonia de inauguración del Centro Europeo de Investigaciones Nucleares (CERN). “Se trata de una ocasión para celebrar —afirma un comentarista— pues entre los animadores se encuentran el físico danés Niels Bohr y su alumno, el alemán Werner Heisenberg, quienes protagonizaron uno de los enfrentamientos más dramáticos y trascendentales de la Segunda Guerra Mundial”. Bohr había dirigido el célebre Instituto de Física Teórica en Copenhague, que si bien pertenecía a la universidad danesa, era financiado por el dueño de la cervecería Carlsberg dentro de cuyas instalaciones se localizó muchos años. El libro de George Gamow, Treinta años que conmovieron la física, da cuenta de ese periodo.

Heisenberg fue uno de los “niños genios” que se educaron en la física de frontera del siglo XX que se impartía en Copenhague durante los años veinte y treinta, pero no alcanzaba a entender el proceso para obtener el material radiactivo necesario y fabricar la bomba atómica. Entonces visitó a su tutor en Dinamarca, en 1941, ya como director del programa atómico nazi, con el fin de persuadirlo para que le revelara lo que sabía e intuía. Una obra de teatro de Michael Fryn, Copenhague, trata de reconstruir lo que ambos físicos hablaron esa tarde.

La reconciliación de Europa se logró en gran medida a través de la cooperación científica y el intercambio cultural. Hace 60 años el CERN abrió sus puertas como un ejemplo de que podían conjugarse estas dos actividades, disímbolas en apariencia. Si bien el gigantesco anillo está dedicado a hacer ciencia pura, desde un inicio funcionó como un lugar de encuentro intelectual, una “ciudad escéptica” que propicia el diálogo entre las culturas humanista y científica. Una ciudad que rinde tributo a sus héroes, por lo que las avenidas llevan los nombres de Demócrito, Einstein, Bohr, Rutherford, Heisenberg, Pauli.

No ha pasado un siglo desde que Ernest O. Lawrence construyera el primer acelerador de partículas, en 1928, y ya contamos con este gigantesco complejo de máquinas inyectoras, recolectoras, impulsoras. Aquel estaba hecho de vidrio y tenía apenas 13 centímetros de diámetro. La mayoría de los aceleradores actuales son herederos de este primer dispositivo, aunque su tamaño y estructura se ha multiplicado en forma insospechada. Hubo hasta hace poco algunos lineales, como SLAC, en California, y ahora se piensa construir uno larguísimo en los terrenos de Fermilab, al norte de Chicago.

Comparados con las catedrales góticas por su grandiosidad, por su delicada y tajante jerarquización entre los elegidos y el resto de los mortales, los aceleradores pronto dejaron de ser artefactos que se construían en un laboratorio. Como lo prueban Fermilab y CERN, son los laboratorios, comedores, hoteles, oficinas los que se construyen alrededor de los enormes aceleradores. O encima de ellos. De hecho, el Gran Colisionador de Hadrones del CERN (LHC) no es un solo acelerador, sino un complejo de corralones, inyectores y aceleradores, algunos de ellos reciclados gracias al talento de los ingenieros que han aceptado el desafío de llevar las ideas científicas al límite tecnológico.

Se ha dicho que los aceleradores son los microscopios de los físicos. O los hornos donde se cuece el pan de Leucipo y se rebana hasta sus últimas consecuencias. Hace poco más de 2,500 años, Leucipo, maestro de Demócrito, se preguntaba qué pasaría si rebanáramos una hogaza o cualquier trozo de materia hasta más no poder, ¿alcanzaríamos un límite?, ¿encontraríamos el Indivisible?, ¿existe un á-tomo? Hoy sabemos que sí, aunque es divisible. Además, emparentar aceleradores con microscopios no es tan afortunado, pues la potencia de un microscopio que utiliza electrones para ver trozos de materia más grandes depende de la longitud de onda de la radiación que utiliza.

Así, entre más pequeña sea dicha longitud, más detalles nos revelará. Por ello los biólogos ahora pueden ver las moléculas, por ejemplo, que constituyen los corpúsculos rojos en la sangre humana. Sin embargo, lo que quieren ver los cazadores son objetos millones de veces más pequeños, por lo que un microscopio electrónico no les sirve de mucho. Lo que necesitaban en 1954 era algo que rompiera la cáscara y los dejara atisbar el interior de ese espacio. Ahora bien, la teoría cuántica indica que si reducimos más y más la longitud de onda, debemos de aumentar la energía. Con los microscopios electrónicos podemos escudriñar la estructura de moléculas a una distancia de una millonésima de milímetro, muy lejos de las necesidades de un cazador de partículas, quien no acepta ver los toros más que desde la misma arena.

Por eso se construyeron laboratorios como el CERN, pues era necesario alcanzar una energía colosal a fin de echar un vistazo al interior de la realidad atómica y conocer su intimidad cuántica. A algunos podría parecerles ocioso, incluso oneroso, pero la derrama tecnológica en las últimas seis décadas sería suficiente argumento para refutar cualquier crítica. Puedo mencionar el diseño e invención del supercómputo, la world wide web, chips más rápidos e inteligentes, nuevos y sorprendentes materiales, y, sobre todo, la colaboración internacional, por lo que mucha gente aquí pide que se cambie el nombre por el de Laboratorio Internacional de Altas Energías. Esto último porque ya no se investiga solo el núcleo del átomo sino más adentro, al igual que la naturaleza de una enorme variedad de partículas, incluso cósmicas. Y para verlas se requiere, como dije, de una altísima energía.

Al estilo de la novela de Julio Cortázar, Rayuela, el laberinto de edificios de CERN conecta el 1 con el 304, el 2 con el 510, etcétera. Es fácil perderse. Entonces uno empieza a deambular por los pasillos y lo que encuentra es una oficina donde hay físicos iraníes e indios trabajando con franceses y mexicanos, mientras que al lado un grupo de jóvenes turcos en busca del doctorado discute con su maestro holandés. En el siguiente edificio hay israelíes, alemanes, norteamericanos, brasileños y griegos aprendiendo sobre novedosos experimentos para determinar la existencia de una nueva física. Todos vienen a aquí a hacer lo que pedía Niels Bohr en 1954: átomos para la paz.

 

 

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escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).


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