El México profundo en los ojos de Eisenstein

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Una historia sin actores ni decorados agregados, porque no hacen falta: la historia de un país donde el pasado domina al presente. Donde la muerte se pasea entre magueyes. Donde las mujeres, de mirada escurridiza, tienen como lenguaje el silencio y donde los hombres andan a caballo. La historia de una civilización que se mimetiza con su geografía.

Desdeñado llegó Serguei Mijailovich Eisenstein al país de polvo que entonces era México entre 1930 y 1932: con el rechazo de Hollywood a dos de sus proyectos cinematográficos y una promesa que lo llevaría junto con sus colaboradores Grigory Alexandrov y Eduard Tissé a intentar rodar una película mexicana bajo el auspicio del escritor Upton Sinclair y algunos pensadores izquierdistas mexicanos.

El cineasta se aventuró durante dos meses en expediciones ininterrumpidas en un territorio donde según sus palabras, tan sólo cien kilómetros eran necesarios para separar dos épocas: la precolombina y colonial de la contemporánea. Pero México no era del todo un territorio extraño para Eisenstein: diez años antes había diseñado la escenografía teatral para El mexicano de Jack London en su tierra y durante la visita de Diego Rivera a Moscú en 1927 se había forjado entre ellos una amistad que hizo crecer en el cineasta el deseo por conocer México.

Del proyecto original sólo hay apuntes y notas sueltas, esbozos de escenas y algunas reinterpretaciones del proyecto que debía contar con varios episodios que oscilaban entre lo documental y lo novelado. Se compondría de un prólogo –que marcaría el paralelismo entre el pasado y el presente de México enmarcado por ruinas arqueológicas en Yucatán– y un epílogo –retrato del México moderno en contraste con las viejas tradiciones. Entre ambos, sucederían cuatro episodios: “Sandunga”, el primero de ellos, relataría una boda indígena en Tehuantepec. “Maguey” narraría los desencuentros entre campesinos en una hacienda porfiriana. “Fiesta”, el tercero, la preparación de un torero en su camino al ruedo. El cuarto, “Soldadera”, episodio dedicado a reivindicar a la mujer revolucionaria inspirado en la obra de José Clemente Orozco y complementado con tomas originales de la Revolución Mexicana, no se filmó porque Eisenstein, con su perfeccionismo sacrificó el presupuesto y además se creó muy mala fama con Sinclair -que fungía como productor del filme-, así que tuvo que ceder cuando se ordenó la cancelación del rodaje.

El disgusto de Sinclair fue tan definitivo que Eisenstein no pudo ingresar nuevamente a Estados Unidos sino hasta 1932 y fue entonces cuando pudo ver por primera y última vez sus filmaciones en México. De nada valió el acuerdo logrado con Sinclair que hubiera permitido la edición de las cintas en Moscú: cuando Grigory Alexandrov pudo recibir los rollos y los envió a Europa, estos regresaron de Hamburgo para ser depositados en 1954 por el propio Sinclair en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.

De los 195,000 pies de celuloide rodados en México –de los cuales hay 112,000 resguardados como material inédito–, resultaron varias composiciones como Thunder over Mexico (1933), Eisenstein in Mexico y Death Day (1934) o Time in the Sun (1956), pero la realizada por Grigory Alexandrov en 1972 respeta, a su manera, los cuatro episodios del proyecto original: es él mismo quien comienza a narrar las filmaciones para después dar paso Sergei Bondarchuk –otro cineasta ruso–, quien durante el resto del filme presta su voz a las notas escritas de Eisenstein que ahora sirven más bien de voz conductora y narrativa durante toda la película, que conserva además su nombre original: ¡Que viva México!

Éste montaje es quizá el más cercano a la propuesta original: en “Prólogo”, Chichen Itzá deslumbra y su gente presume sus rasgos mayas, disfruta de la sombra en las pirámides y recrea antiguos ceremoniales.

En “Sandunga” no hace falta que luzca el dorado en los trajes de Tehuana ni el verde despliegue de las iguanas que custodia Concepción, protagonista del episodio, mientras piensa cómo conseguirá la pieza de oro que la unirá a su hombre Abundio. Lo que sí brilla siempre es el barro negro.

En “Fiesta”, máscaras con ojos enormes, pelones y soberbios inician el filme que retrata las fiestas en honor a la Virgen de Guadalupe y la sangre derramada durante la conquista. Resuenan también la danza de cuchillos y se es testigo de las peregrinaciones, ese río infinito de hombres cual cauce blanco que recuerdan los intentos de los españoles y los monjes que les acompañaban por quemar el paganismo a hierro rojo, como rojo es el ritual que el matador David Liceaga y su hermano inician cuando, tras la bendición de su madre, se alejan quedándose ella bajo la sombras de su zaguán.

En “Maguey” se vive un drama entre María, la mujer violentada; Sebastián, el indígena envalentonado y un hacendado rico y cobarde, pero armado. Se vive el polvo y la venganza que llega a punta de rifle. Un brillo constante es la cima nevada y perdida del Popocatépetl y el Iztlaccíhuatl.

Para “Soldadera”, Eisenstein buscaba retratar ese México adormecido pero también luchador y revolucionario de 1910. Alexandrov y Bondarchuk complementan el relato de lo que hubiera sido este episodio con escenas legítimas de la revolución y algunas fotografías de mujeres acompañando a sus hombres entre batallas.

En “Epílogo”, la muerte es la protagonista y se oculta bajo un rebozo mientras los hombres se empinan el aguardiente hay festines sobre las tumbas; todo en una alegoría del sincretismo mexicano alrededor de la muerte, evocando las ilustraciones de José Guadalupe Posadas.

Pero la poesía visual que emana del filme no sería posible sin la dirección fotográfica de Eduard Tissé, revelada en caprichosas composiciones y lúdicas perspectivas, recuerda al México profundo que recupera Guillermo Bonfil Batalla en su libro de 1987; un México que se expresa en formas tan diversas como alcanza a develar la película inconclusa: la majestuosidad de lo precolonial, rostro indio insistentemente negado, las tradiciones ancestrales, la geografía de cantera y arena, tierra ignota, a descubrirse pero esta vez ante los ojos soviéticos de un cineasta visionario.

Ahora mismo, con motivo de las festividades del Bicentenario Mexicano y con la venia de los herederos de Sinclair (propietarios legítimos del material filmado por Eisenstein), se restaura el material original de ¡Que Viva México! con el afán de construir aquello que quedó inconcluso. Ese intento será sólo una reinterpretación más del imaginario del cineasta. Si acaso, la composición fílmica realizada por su guionista y colega Alexandrov, pudiera ser lo más cercano a ese sueño compartido de conservar la vida de un país en filmaciones que sentaron, sin proponérselo, las bases de la estética del cine mexicano en su época de oro.

-Carmina Nahuatlato

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