Colofón de la Historia universal de la destrucción de los libros (ed. Destino)

La metamorfosis de Fran K. (2:04)

Que uno piense que la lectura es buena no convierte automáticamente a los otros en lectores, pero tampoco en enemigos.
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Hace un par de semanas, desde el portal adnpolítico.com, circuló en internet este video en el que algunos diputados dejaron claras sus limitaciones a la hora de hablar de libros

Menos atención mediática recibió este otro, en el que diputados sí recomiendan o comentan lecturas:

El contraste es útil porque las forzosas burlas y los irrefutables argumentos contra los representantes del primer grupo no fueron acompañadas de comentarios menos vehementes para los del segundo. Que la gente no lea escandaliza por muchas y muy válidas razones. Leer, en cambio, forma parte de un imperativo moral (porque es bueno), formativo (porque es provechoso), estético (porque es bello) o lúdico (porque es divertido). Más, la mayor parte de los balbuceos en ambos videos tiene que ver con otra idea prefabricada: que el verbo leer sólo se aplica a la literatura, no a la prensa, ni a los libros de superación, ni a los libros especializados o académicos de todas las disciplinas que se estudian en la escuela. Para leer, Cervantes. Para todo lo demás, el marcador amarillo y los exámenes.

Todo esto lo saben los diputados que no leen, porque en la base de sus rodeos y de sus frases hechas hay un tono de justificación. Como dice una de ellos: “Efectivamente, los mexicanos debemos de tener cultura, eso es indudable, eso es innegable”, para después rematar: “Pero o te dedicas a ser dirigente social, o te dedicas a hacer propuestas o te dedicas a hacer política o te dedicas a leer”. 

El imperativo de la lectura está tan presente en el discurso oficial y en el imaginario colectivo que aceptan, sin justificación alguna, artículos como este: “Los libros que debe leer todo político mexicano”. Leer, así en general, da mucho, es provechoso, es bueno, es divertido, pero es imposible reducir la experiencia particular de lectura a convenciones que parten de la creación de un bienestar común. Estos discursos de la bondad polarizan a dos grupos que de por sí apenas se tocan: los que leen –molestos y ofendidos– y los que no leen –apenados y resentidos.

Tal vez la mejor respuesta a la pregunta sobre las razones para leer necesite menos de una actitud afirmativa, combativa, militante, y más de una que argumente con base en la negación. En su libro Historia universal de la destrucción de los libros, Fernando Báez cuenta que, de niño, su madre lo dejaba todo el día encargado en una biblioteca en Venezuela mientras ella trabajaba: “Allí descubrí el valor de la lectura: supe que debía leer porque no podía no leer”.

La destrucción voluntaria de libros y las actitudes en contra de la literatura están bien documentadas en libros como el de Báez o como en el de Fernando R. de la Flor: Biblioclasmo: una historia perversa de la literatura. Sin embargo, los historiadores de la lectura (Chartier, Manguel, Cavallo y otros) ponen menos atención en este otro tipo de discursos de odio o menosprecio o burla hacia los no lectores.  Dice Báez:

Es un error frecuente atribuir la destrucción de libros a hombres ignorantes, inconscientes de su odio. Tras doce años de estudio, he concluido que cuanto más culto es un pueblo o un hombre, más dispuesto está a eliminar libros bajo la presión de mitos apocalípticos.

Quizá también sea un error suponer que la lectura se contagia por consenso. Que uno piense que la lectura es buena no convierte automáticamente a los otros en lectores, pero tampoco en enemigos. Las estrategias de fomento a la lectura, en general, están perdidas entre discursos políticos, mercantiles o publicitarios. Segregar porque alguien no lee es lo mismo que condenar por hacerlo y eso no cambia ninguna de las dos realidades.

 

 

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Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.


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