Fin del Cuaderno Underdog

¡Eureka!, me dije. Necesito es comenzar de nuevo, volver a lo básico, cambiar un poco de perspectiva. Cerrar este blog cuyo nombre ya me estaba cayendo gordo y abrir uno nuevo.
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Superman tiene la kriptonita, Linterna Verde la luz de color amarillo, Mancera se tiene a sí mismo. Todos tenemos un punto débil: el mío son los videojuegos. Al igual que Dostoievski soy un ludópata, aunque aparentemente inofensivo. Le doy la vuelta a los casinos, pero noto en mí una tendencia a apostar botellas de whisky a la menor provocación, la final de un partido de futbol o beisbol o una candidatura presidencial, y casi siempre gano, pobre de mí, a menos que se trate del Cruz Azul.

Hace un par de años escribí sobre el tema, cuando me consideraba ya a salvo de cualquier tentación, pero desde hace varias semanas sufro una recaída. Y aunque he leído La novela luminosa de Mario Levrero, en donde confiesa su adicción al porno, los juegos de computadora y a programar en Quick BASIC, no he podido salirme del círculo del pecado y la culpa sin redención.

He tenido un reencuentro con viejos amigos, no me atreveré a enlistarlos todos, pero la aplicación de Steam se molesta en recordarme cuántas horas he jugado con cada uno de ellos. Esta fiebre viene hacia mí cada tanto, cuando comienzo a cuestionarme. ¿Para qué escribir? ¿Para qué publicar? ¿Qué sentido tiene todo esto?  ¿Existe vida en otros planetas? ¿De verdad estamos solos en el universo? Se le llama personalidad neurótica. Y cuando la frustración acecha, la creatividad entra en un estado de aletargamiento, los hay quienes cambian de nombre o fingen su propia muerte ante una pequeña multitud de lectores perplejos, los hay quienes trolean en la página de Letras Libres, los hay quienes se compran el tratamiento completo de Folicure y una Harley Davidson. Lo mío son los videojuegos. ¿Para qué, insisto, parafraseando a Mark Twain, molestarse con escribir una novela cuando puedes ser el protagonista de tu propia aventura por solo 149.99, moneda nacional? Además, ya pasó el tiempo de las grandes epopeyas.

De vez en cuando agarro un tomito de Issac Babel o Hoffman o von Kleist, o veo una serie de televisión (con la parte de la libido necrosada que me queda prefiero aquellas donde sale Kristen Ritter), o salgo a caminar o al súper o a la Comer (un buen libro que acabo de leer es Continuum. Una novela sobre Héctor G. Oesterheld de Edgar Adrián Mora. Escribiré sobre él si la química cerebral me lo permite). Mi aspecto patibulario causa temor y sospecha entre las cajeras, hasta me piden la identificación y revisan varias veces la firma de mi tarjeta, y miran de reojo mis brazos, buscando las huellas de los pinchazos. Los perritos falderos me temen y me ladran o se hacen a un lado, temblorosos de que los patee. Mis amigos han dejado de llamarme. Ya no me mandan whats. Ya no me invitan a fiestas. Nadie me da like en Instagram. Camino como una sombra entre ferias del libro de provincia, todas iguales e ingenuas e inútiles como un eterno 2 de febrero en Punxsutawney, Pennsilvania (la maldición de un “autor” es vivir esto una y otra vez a lo largo de su existencia: tristes funcionarios, ediciones baratas de Editores Mexicanos Hundidos, cantantes de trova y mimos). Me entrevistan para la radio y la televisión locales. Digo toda clase de incoherencias. ¿De qué se trata su novela?, me preguntan. Y yo respondo: la historia de un muchacho que se enamora de una muchacha, de eso tratan todas las novelas. Apenas si alcanzo a garrapatear algunas cosas en la libreta: composiciones de sexto grado de primaria. Dos manuscritos rayoneados permanecen en el cajón, mudos testigos de la desaparición de su autor. Hay que ser ingenuo o un orate o un payaso para publicar otro libro, o todo lo anterior. Los imperios se transforman, el orden mundial se tambalea, el Barcelona es descalificado de la Champions pero gana la Liga y la Copa, el Cruz Azul una vez más no pasa a la Liguilla, por la avenida pululan los esfuerzos humanos, los oficinistas se empacan en una sola comida su ración de carbohidratos de la semana en la fondita de la esquina, los gafapastas toman cervezas artesanales que saben a jabón para trastes. Apágate, apágate, fugaz vela, la vida no es más que una sombra que camina… etcétera.

Por el momento solo los videojuegos me mantienen en una relativa paz mental. De madrugada, cuando escucho cantar al primer tordo, me voy a la cama feliz de haber conquistado el mundo gracias a mis habilidades de gobernante y estratega, o de haberle ganado una batalla al clan Mori en el Japón feudal, o de haber vencido a la competencia gracias a mis habilidades financieras, o de haber construido una ciudad perfecta con bajos índices de criminalidad y un sistema de transporte efectivo (apunta eso, Mancera), o de haber pateado algunos traseros nazis que, vamos, se lo merecían. Achtung, Achtung, gritan antes de caer abatidos por mi poderosa Thompson.

Todo esto, queridos amigos, pocos lectores que me quedan, mis semejantes, mis hermanos, todo este drama para explicarles por qué no he actualizado esta bitácora en mucho tiempo. Aunque claro, esto comenzó con un bloqueo de escritor cualquiera, algo que parecía un simple resfriado, un par de días en cama, caldo de pollo y reposo, etcétera, besito en la frente y Vick VapoRub, el apapacho que alivia. A lo mejor solo hacía falta pasear un poco por el bosque de Tlalpan, observar a las aves, ponerse en contacto con uno mismo, sacar un libro con mis tuits, poner una editorial independiente y publicar a mis amigos con dinero del Estado, pero bueno, siempre he sido tortuoso y engreído, ingenuo charlatán (Nota: queridos trols, tal vez deba de informaros que todo lo anterior es una exageración). Me he convertido en una víctima de mi propio personaje, a donde quiera que voy la gente piensa que soy una mala persona, imaginan que uso chamarras de cuero con estoperoles y que tengo un piercing en la nariz, ignoran que llevo una apacible vida casera y que hago mi propio yogurt, que lloro al final de todas las películas y cuido de mi madre.

Hasta que hace apenas unos días desperté con la mente un poco más despejada. ¡Eureka!, me dije. A lo mejor lo que necesito es comenzar de nuevo, volver a lo básico, cambiar un poco de perspectiva. Tal vez deba cerrar este blog cuyo nombre ya me estaba cayendo gordo y abrir uno nuevo. Se lo comenté a mi editora, y ella dijo que estaba bien.

¿Y cómo se va a llamar?

Pues se va a llamar Clase turista.

¿Por qué?

Porque Aerolíneas de bajo costo, hoteles de cadena y desayuno americano era un título demasiado largo. Lo pensé muy bien un día mientras desayunaba papaya y café en un hotel prefabricado a donde me había llevado uno de mis viajes. Me dije: ¿por qué los escritores no hablan de lo horrible que son estos desayunos y estas ferias del libro sin sentido? ¿Qué hago aquí?

¿Es decir, que el nuevo blog va a tratar de lo mismo?

Pues de qué si no. Y de otras cosas, supongo. Las cosas que uno vive, lee o sueña y que no están en la agenda de este mundo atrabiliario. De todo y nada. 

 

 

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Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).


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