Currywurst: apuntes para salvar la democracia

 El axioma dice así: quien le teme al mal no podrá combatirlo. Y sigue: quien le teme al currywurst no podrá conocer el mal.
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Ahora piensen en la maldad encarnada en una persona. El más malo de todos los malos. El ser humano más detestable. ¿Hitler? ¿Un ex? ¿El cazador que mató a la mamá de Bambi? No importa el que elijan, les prometo que todos aman el currywurst y es probable que aquel cazador en realidad estuviera persiguiendo a Bambi para hacer una salchicha con él.

 

Verán, el currywurst es otra muestra del sadismo al que pueden llegar los cocineros. Todos aquí recordamos las salchichas inofensivas que comíamos en fiestas infantiles con un poco de ketchup: sosas, procesadas, empacadas al vacío. También estamos familiarizados con hot dogs desnutridos en los que el pan húmedo absorbe el esmog de la calle para tener más gusto que el de la propia salchicha hervida. La moda de la salud nos llenó refrigeradores de supermercados con variaciones políticamente correctas de pollo y pavo, microwave-ready, y es por esas mutaciones alimentarias que las democracias siguen fracasando. 

 

El axioma dice así: quien le teme al mal no podrá combatirlo. Y sigue: quien le teme al currywurst no podrá conocer el mal.

 

Creo que al menos una vez al año es muy importante comerse una salchicha de verdad. Una en la que se sientan los taquitos de grasa derretidos, la carne molida de tripas, la piel que todo lo envuelve y que no es sino un intestino. También es fundamental cocinarla, al carbón, a la plancha, frita, pero cocinarla y así recordar que una salchicha cruda es como una oruga que espera a convertirse en mariposa. Recomiendo todo esto porque pocos alimentos conectan con nuestro lado más oscuro como lo hacen las salchichas y solo al reconocer ese punto ciego en el que somos crueles podemos adivinar quiénes nos harán daño.

 

Sí, pensarán que estoy hablando pendejadas, pero todo esto ya lo dijo Aristófanes. 

 

La comedia se llama Los caballeros, hace ya 2,400 años que se presentó y mientras no se hagan planes masivos de lectura con esa obra no podremos acabar con las dictaduras. Les cuento solo un poco.

 

En la historia hay un gobernante cruel que le rinde cuentas a un dios tonto llamado Demos (“pueblo”) y un par de servidores que quieren derrocar al gobernante. Tienen el apoyo de algunos aristócratas y militares para hacerlo, así que deciden buscar al sustituto que pueda extender la tiranía pero ahora favoreciéndolos a ellos. ¿Quién es el elegido? Un vendedor de salchichas presentado en la mayor parte de las traducciones como “el choricero”. Va una cita:

 

El choricero.- Pero, buen amigo, yo no he recibido la menor instrucción; sólo sé leer, y eso mal.

 

Primer servidor.- Precisamente lo único que te perjudica es saber leer, aunque sea mal. Para gobernar al pueblo no hacen falta hombres provistos de buena cultura y de buena educación. Se necesitan ignorantes que, además, sean unos granujas. No desprecies lo que los dioses te prometen en sus predicciones.

 

Inculto y vulgar, el vendedor de salchichas resulta un tirano perfecto y la promesa del poder lo convierte en un hombre seguro de sus capacidades para encabezar la nueva tiranía: “Yo, que después de tragarme todas las tripas de un buey y el vientre de un cerdo, y de beberme encima la salsa sin siquiera enjugarme, soy capaz de insultar a todos los oradores”, dice antes de enfrentarse al paflagonio, el gobernante que habrá de ser derrocado:

 

El paflagonio.-Yo me arrojo sobre el Senado y lo derribo a viva fuerza.

 

El choricero– Y si yo te sacudo el trasero te lo pongo como una morcilla.

 

El paflagonio.- Si yo te cojo por la piel de las nalgas te saco por ahí la cabeza.

 

Primer servidor.- Si se la sacas por ahí, por Poseidón que aún quedarás tú peor.

 

En fin, una lección de teoría política que Hannah Arendt abordaría dos milenios después, sabedora de que los griegos ya lo habían contado todo. Y no me malinterpreten, Los orígenes del totalitarismo me parece una obra cumbre del siglo XX, pero Arendt, exiliada de su Alemania, nunca pudo comer el currywurst de Curry 36. Eso y que era judía y esas salchichas son de puro cerdo.

 

Para salvar la democracia no basta con leer Los caballeros, es necesario acercarse a la maldad. 

 

El plato viene de Alemania y consiste en una salchicha (wurst) cargada de sabor –léase tripas– que primero se hierve y luego va a una freidora que la cubre de aceite hasta la mitad. El aceite está a temperatura media para que el proceso no sea rápido sino una progresiva absorción de grasa dentro de la grasa misma. La piel se dora cual chicharrón, los cocineros con sus caras igualmente grasientas le dan más de una vuelta a la salchicha y luego de al menos ocho minutos de embadurne, la retiran.

 

La colocan sobre un plato de cartón, la cortan en seis o siete pedazos y la inundan en una cantidad obscena del particular curry, que es una mezcla de ketchup, especias baratas y salsa worcestershire. 

 

En este punto llega tu compromiso con la democracia, porque hay variantes.

 

Puedes pedir una salchicha o dos. Puedes incluso pedir salchichas sin piel, que absorben tres veces más aceite y tienen la textura de una lumpia. Puedes pedir un plato mixto que incluya una sin piel y otra sin piel. Y puedes pedir papas fritas con mayonesa. Mucha mayonesa.

 

Advertencia: hacerlo una vez al año está bien. Hacerlo una vez a la semana te puede convertir en un tirano, en la reencarnación de Hitler, en el archienemigo de Batman, en María Kodama, en el cazador que aún busca matar a Bambi.

 

Por fortuna los malos también tienen problemas de colesterol.

 
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Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.


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