Sale el Rey

Al llegar al poder, lo llamaban "Juan Carlos el Breve"; esta semana abdicó la corona después de 39 años. 
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Cuando Juan Carlos de Borbón llegó al trono a la muerte del dictador Francisco Franco, muchos lo llamaban “Juan Carlos el Breve”. Esta semana ha abdicado la corona que ha ostentado durante casi 39 años. Heredó el trono de un país autoritario, atrasado, católico, centralista y militarista. Su sucesor será el Jefe de Estado de una democracia agitada, pero también avanzada, descentralizada, plural e integrada en Europa, con una sociedad vibrante, tolerante y abierta, y problemas que son comparables a los de los países de su entorno. En la tarea del rey ha habido errores claros y elementos discutibles, pero el conjunto es positivo. El mérito es todavía mayor si tenemos en cuenta que hablamos de una familia que prácticamente solo está compuesta por ovejas negras.

El monarca impulsó de forma decisiva el desmantelamiento de las instituciones del régimen anterior y la transformación de España en una democracia moderna. Su reinado constituye el periodo más largo de estabilidad, libertad y prosperidad de la historia de España. El viaje protagonizado por la ciudadanía española ha tenido graves turbulencias, como el terrorismo, un intento de golpe de Estado o el sufrimiento económico de los últimos cinco años. El rey alentó la desactivación de las estructuras políticas del franquismo, un proceso donde tuvo por aliados fundamentales a personas como Torcuato Fernández-Miranda y Adolfo Suárez, y donde contó con la complicidad esencial de las fuerzas de la izquierda. Se legitimó en la Constitución de 1978, aprobada en referéndum. Otro momento clave llegó el 23 de febrero de 1981, cuando apareció en Televisión Española para detener el golpe de Estado reclamando el regreso de los militares sublevados a sus cuarteles. En ese instante decisivo el monarca se puso del lado de la legalidad democrática.

Uno de sus grandes aciertos fue –como ha recordado Soledad Gallego Díaz– mantener la neutralidad política que requería su cargo. Tras la legitimación simbólica del 23F, fue una especie de embajador de lujo, que facilitó las relaciones de España con los países de América Latina, con Estados Unidos y con otras naciones. Conquistó apoyos inesperados: había gente que se declaraba contraria a la monarquía pero “juancarlista”. En eso se mezclaban la sensatez pragmática y cierto encanto folclórico. El rey era un garante de la democracia, un hombre que no hacía pronunciamientos políticos y, además, un tipo simpático: campechano, deportista y levemente tarambana, supo seducir a sus teóricos adversarios.

Tanto él como la Casa Real compartieron los defectos de una democracia cerrada y poco transparente. La crisis y sus propios errores acabaron pasándole factura. Lo más grave ha sido el caso Nóos, un escándalo de corrupción que afecta a su yerno y a su hija, la infanta Cristina. Cuando ese asunto ocupaba los periódicos de un país cada vez más sensible a la sensación de impunidad de los poderosos, el monarca tuvo un accidente de caza en África. Cada nuevo detalle del caso apuntaba a un episodio actualizado de La escopeta nacional. Al rey lo acompañaba una princesa alemana, estaba matando elefantes, todo lo pagaba un magnate saudí. Insólitamente, don Juan Carlos pidió perdón.

Durante años los españoles vimos el ajetreo de la monarquía británica con cierta perplejidad: a su lado, nuestra familia parecía discreta, austera en lujos, estupideces y adulterios. En los últimos tiempos, las cosas cambiaron. Los escándalos atenuaron en parte un ridículo pacto de silencio vigente en la prensa española con respecto a la Familia Real. Es una buena noticia y también lo es una abdicación que muchos reclamaban pero pocos esperaban. El evidente declive físico del monarca coincidía con una grave pérdida de prestigio y popularidad. También es posible que ahora, justo después del aviso de unas elecciones europeas donde los dos partidos mayoritarios han perdido cinco millones de votos, sea más sencillo gestionar la sucesión, que es una novedad y que no tenía un itinerario legal preciso, en un ejemplo de procrastrinación que hace de la indecisión de Hamlet una nimiedad.

En nuestro tiempo, la monarquía recuerda a un tipo que espera el autobús vestido de reno a primera hora de la mañana, cuando hace horas que terminó la fiesta de disfraces y todo el mundo empieza una jornada normal. Es una excentricidad anacrónica que estimula algunos negocios y da material a las revistas. Con todo, algunos de los países más desarrollados del mundo son monarquías parlamentarias. Aunque una república parece una forma más razonable de gobernar, no hay una relación clara entre calidad democrática y república o monarquía. En las democracias hay instituciones que los ciudadanos no eligen directamente. Eso se hace por distintas razones: una de ellas, sensata en un sistema incipiente y tentativo, era la aspiración a cierta neutralidad. Estos días se ha reclamado un referéndum entre monarquía y república. Por desgracia, la reivindicación de un sistema republicano adopta muchas veces una forma ideológica que ve –pasmosamente– la Segunda República como una Edad de Oro, mientras que la Transición, que tuvo defectos pero ha permitido un periodo de convivencia y libertad inédito en nuestra historia, se presenta como un rotten compromise. La experiencia reciente muestra que es complicado hacer una reforma sencilla: un cambio en la legislación laboral, la liberalización de los taxis, quitar el acento en los demostrativos. Parece que hay quien piensa que realizar una alteración más drástica es mucho más simple: la mesa está coja y la puerta cierra mal, así que vamos a demoler la casa. No obstante, sin la ayuda de Robert Zemeckis, no podemos regresar a 1932 ni conseguir que la legalidad republicana  gane la Guerra Civil. Pero los numerosos cambios que necesita este país tienen que ver con el presente y no con el pasado.

En unos meses han fallecido Santiago Carrillo y Adolfo Suárez, y ahora el rey deja la escena.  “Una nueva generación reclama su papel protagonista”, dijo don Juan Carlos en una de las frases más citadas de su discurso de abdicación. Felipe de Borbón, el próximo rey de España, tiene la imagen de un monarca moderno y preparado. La situación es menos excepcional que la que afrontó su padre, pero tiene muchos desafíos por delante: el separatismo en Cataluña, la asfixia económica y laboral, cierto clima de indignación y cinismo, un mayor distanciamiento con la monarquía, especialmente entre los jóvenes. Quizá la abdicación sea la única forma de supervivencia de una institución inverosímil que, como demostró su padre, a veces puede resultar útil.

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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