Las vacunas y la gran conspiración

La reducción del impacto y la circulación de muchas enfermedades gracias a la vacunación hace que vacunarse parezca menos necesario.
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La semana pasada se detectó el primer caso de difteria en España desde 1987. Un niño de seis años, cuyos padres no habían querido vacunar, se encuentra grave. La vacunación es uno de los éxitos más claros de la historia de la medicina. Ha permitido erradicar o reducir de forma espectacular la incidencia de enfermedades letales, ha contribuido de manera decisiva a disminuir la mortalidad infantil y a aumentar la esperanza de vida.

Como nada sienta peor que un favor, las vacunas tienen enemigos. No tiene mucho sentido recriminar ahora a los padres del niño de Olot una decisión errónea que les ha producido dolor y angustia. Lo único que se puede hacer es esperar que la medicina, en la que desconfiaban, consiga salvar a su hijo. El movimiento antivacunas es, afortunadamente, muy minoritario, y es menor en España (donde el 95% de los niños está vacunado) que en otros países, como Estados Unidos.

Entre las razones para la expansión del movimiento en los últimos años se encuentran la falta de escrúpulos o el convencimiento fanático de sus propagandistas, la irresponsabilidad de quienes amplifican sus llamados y la ignorancia de quienes los siguen, pero también el propio éxito de las vacunas. La reducción del impacto y la circulación de muchas enfermedades gracias a la vacunación hace que vacunarse parezca menos necesario: no hay una conciencia del peligro que durante mucho tiempo supusieron algunas infecciones. Gracias a la inmunidad de grupo, quienes no se vacunan pueden sobrevivir sin problemas, siguiendo el modelo del free-rider o el polizón.

Pero la decisión de los padres puede tener consecuencias terribles para sus hijos. Y puede contribuir a que la enfermedad se propague a personas que por edad u otros motivos no pueden vacunarse, así como a aquellos en los que las vacunas no son eficaces, ya sea por inmunosupresión (un enfermo de sida, un trasplantado, alguien que toma corticoides) o por ser “no respondedores” (un porcentaje muy pequeño de personas que no generan anticuerpos después de la vacunación), por lo que también es un peligro para la salud pública en general.

Los medios de comunicación no hacen bien su trabajo cuando presentan “los dos lados del debate”, a la manera de quienes defendían que las escuelas de Estados Unidos presentaran dos versiones de la creación del mundo –la teoría de la evolución y la basada en la Biblia–, para escuchar los argumentos.

Entre los opositores de las vacunas están quienes dicen que se ponen demasiado pronto (por supuesto, obviando que las enfermedades pueden ser más devastadoras al principio, y sin aportar una prueba más contundente que la sensación de que los bebés son muy pequeños), o quienes son contrarios a la profilaxis por motivos religiosos (la enfermedad es un designio de Dios) o supersticiones new age (que alertan del peligro de meter productos químicos en tu cuerpo, lo que llevado a sus últimas consecuencias quizá nos conduciría a dejar de comer), pero una de las causas principales de la extensión es un estudio fraudulento que publicó en The Lancet Andrew Wakefield, donde vinculaba la triple vírica con el autismo.

El estudio está desacreditado, la revista lo retiró y más tarde se descubrió que el engaño de Wakefield también le reportaba beneficios económicos. Pero el mito se extendió, alentado por estrellas de cine y de televisión (o incluso por Cherie Blair, que no quiso confirmar que su hijo había sido vacunado). Como todas las teorías de la conspiración, los creyentes entienden toda refutación como un ejemplo más de la profundidad de la conjura. Que las autoridades sanitarias nacionales (de Estados Unidos a Corea del Norte) e internacionales recomienden las vacunas es la prueba de lo putrefacto que está todo, de lo vasta que es la conspiración.

Unos tipos llenos de certezas le cuentan “la verdad” a la gente. Cualquier garantía que no sea la de su palabra es sospechosa, porque todas las instituciones lo son y se acaban aliando y confundiendo unas con otras. El mero sentido común y esa información que unos poderosos opacos no quieren que sepamos nos permitirán tomar las decisiones adecuadas. Toda mediación (salvo la suya) está al servicio de las élites. Con un curioso sentido del humor, la antítesis del método científico (la distorsión de los datos, las trampas lógicas) se ennoblece en ocasiones con referencia a ejemplos de científicos ilustres que desafiaron la ortodoxia de su época.

Arcadi Espada ha comparado el mecanismo del movimiento antivacunas con el populismo. Una de las más conocidas propagandistas antivacunas en España, la monja Teresa Forcades, se hizo célebre mintiendo sobre la vacuna de la gripe A y ahora ha anunciado que se presentará a las elecciones autonómicas en Cataluña. También es llamativo que las tasas de vacunación en Silicon Valley fueran tan bajas que ponían en peligro la inmunidad de grupo.

Alexander Pope escribió que “un poco de conocimiento es una cosa peligrosa”. Y quizá haya elementos del mundo moderno –la desconfianza en la autoridad, el culto a “lo natural” – que puedan propiciar el desarrollo de algunas teorías. La accesibilidad de la información nos permite encontrar casi lo que queramos. En primer lugar, lo que se recibe se recibe en la forma del recipiente, y si buscas los posibles peligros de las vacunas puedes encontrar cosas inquietantes, aunque no más que en otros medicamentos y menos peligrosas que contraer la enfermedad. En segundo lugar, encontrar una información no significa saber usarla, interpretar los datos o situarlos en el contexto adecuado. No es una cuestión solo de lenguaje, sino también de conocimiento de la complejidad de unos procesos, de la capacidad de evaluar datos y de entender por qué se establecen determinados protocolos.

Si el médico que te atiende en el centro de salud tuviera que darte una explicación completa no podría: tendría que revisar algún elemento, consultar, dudaría. En cambio, un tipo que tuvo su última conversación sobre biología en el instituto, hace veinticinco años, ha visto un par de vídeos en YouTube y ha leído un decálogo en internet cree que tiene las claves de todo.

Un grado de desconfianza en la autoridad es saludable, y tenemos mucha suerte por vivir en un momento en el que la información es más accesible que nunca, lo que permite evaluar las medidas que se toman y diseñar mecanismos de rendición de cuentas. Pero los mediadores –el pediatra o el médico de familia, el profesor, el periodista especializado que es capaz de traducir a un lenguaje común un descubrimiento científico o una normativa, el divulgador que sabe desmontar un batiburrillo de seudociencia– siguen siendo importantes.

Algunos han señalado que es peligroso dar demasiada importancia al movimiento antivacunas, porque puede acabar siendo contraproducente. Como han explicado Antonio Martínez Rony Maria Kournikova, hay estudios recientes que apuntan a que nadie convence a nadie de nada, vacunas incluidas, porque muchas veces no estamos discutiendo sobre hechos sino sobre formas de vida, sobre cuestiones de identidad. Apuntan también que a veces la única forma de ganar una discusión es dejar que el otro intente exponer su punto de vista, y que vea las debilidades de su argumento.

Sin embargo, a lo mejor hay otra forma de mirarlo, y es reconocer que el movimiento tiene parte de razón: tiendo a desconfiar de las teorías de las conspiraciones, entre otras razones porque he visto lo difícil que es montar una fiesta sorpresa. Pero que haya teorías de la conspiración no significa que no existan las conspiraciones. Y, como enseñó “La carta robada”, la mejor manera de ocultar algo es hacerlo muy evidente. A lo mejor los tipos del movimiento antivacunas tienen razón y hay una conspiración, gigantesca, chapucera, llena de errores e interferencias, para hacer el bien.

Los que participan en esa conspiración saben que años de ensayos y pruebas empíricas han demostrado la efectividad de algunos tratamientos. Es una de las cosas que sabemos. Otra es que hay muchas cosas que no sabemos y que tener una idea aproximada de ese territorio, para explorarlo con las herramientas y la humildad del método científico, es la única manera de llegar, algún día, a conocerlo. 

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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