Las conversiones de Bartra

Un recorrido por los intereses y las pasiones de Roger Bartra. 
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En la variada fauna de la vida intelectual mexicana, Roger Bartra es una rara avis, no tanto por su mirada aquilina sino por su heterodoxia. No se parece a los que mudaron las verdades supuestamente inmutables del marxismo (en sus diversas vertientes: rusa, china, cubana, trotskista, guevarista, etc.) por el neoindigenismo, el neozapatismo o el chavismo. Tampoco se parece a los que súbitamente, sin ofrecer explicaciones, como quien muda de ropa, cambiaron sus convicciones revolucionarias por las democráticas: son los que apuestan por la amnesia moral, por la autobiografía retocada. Y menos aún se parece a los militantes de la cohorte mayor, la del nacional-populismo, tan o más dogmático que las ideologías predominantes antes de la caída del Muro de Berlín.

En un proceso largo y solitario, Bartra desechó lo que era objetiva e históricamente falso, inadmisible e inhabitable en la matriz marxista y se quedó con sus contenidos perdurables. No se volvió liberal, pero dialoga con los liberales y reivindica las raíces liberales del propio Marx (aun del Marx posterior al Manifiesto Comunista). Se volvió demócrata, pero no de manera superficial u oportunista sino valorando la historia de la democracia y mirando de frente la estela de sangre que su antigua fe dejó a su paso. Al mismo tiempo sigue siendo un hombre de izquierda. ¿Cómo ocurrió su enmienda intelectual? La clave se resume en una palabra: pluralidad. Bartra festeja la pluralidad del mundo.

La otredad –puerta a la pluralidad– es su única patria. Aunque nació en México en 1942, siempre ha sido un transterrado, como lo fueron sus padres: escritores errantes entre lugares, instituciones e idiomas. Bertrand Russell decía que la mejor manera de combatir (convertir) a un fanático es incitarlo a viajar. Bartra, el sociólogo cosmopolita, es la prueba viva de esa verdad: un catalán que escapó de la “jaula de la melancolía” (catalana) para integrarse, “ligero de equipaje”, a diversas capitales académicas: México, Nueva York, Barcelona, París, Londres.

Una de esas estaciones, breve pero decisiva, fue Venezuela. Entre 1967 y 1968 Bartra fue profesor de la Universidad de los Andes. Después de casi 150 años de gobiernos dictatoriales, Venezuela gozaba de un inusitado desarrollo social y económico en el marco de una absoluta libertad política. Desde 1963, alentados y entrenados por Castro, varios guerrilleros venezolanos habían intentado subvertir aquel orden para instaurar un régimen comunista. Hacia 1967 la mayoría se había convencido de la vía democrática. Recordando esa experiencia, Bartra ha afirmado: “Pude comprobar que la democracia era una alternativa viable y muy deseable en países subdesarrollados…”.

Lo conocí en 1980 y desde entonces atestigüé su camino (inverso) de Damasco. Ese año Bartra tuvo la iniciativa de invitar a Octavio Paz a la UNAM, no para lincharlo sino para debatir con él sobre la crisis del “socialismo real”. En 1984, para alarma de sus ortodoxos pares, admitió la exactitud de la profecía orwelliana en el universo socialista (incluida Cuba). Que yo recuerde, Bartra no se rasgó las vestiduras con la caída del Muro de Berlín, la desaparición de la URSS o la adopción del capitalismo de Estado en China. En el caso mexicano, celebró el tránsito a la democracia. Ahora dialoga con independencia, naturalidad y respeto con todos los actores políticos e intelectuales.

Le preocupa, sobre todo, la consolidación de una izquierda moderna. ¿Por qué no se ha logrado? La trayectoria de Bartra prueba que es menos difícil asumir los valores de la democracia desde la tradición marxista (al fin y al cabo un corpus racional) que desde el nacionalismo revolucionario (emotivo, mítico y casi religioso) que analizó críticamente en su famoso libro La jaula de la melancolía. En el México de estos años, esa ideología ha derivado en un populismo dogmático, intolerante, maniqueo, proclive a un culto de la personalidad desconocido entre nosotros. Bartra lo ha criticado con valentía y lucidez.

Lo obsesiona el tema de la conversión. El converso –escribe– es un “ego poseído por el demonio de la certidumbre, dispuesto a sacrificarse él mismo y a sacrificar a los demás”. Pero hubo un converso –el filósofo danés Søren Kierkegaard– que siendo “profundamente religioso… se alzó contra la Iglesia danesa y se reveló como un pensador abierto, no exento de dogmatismo”. Un converso de la conversión. Como el propio Bartra, que nos debe y se debe un libro: su autobiografía.

(Publicado en Reforma el 30/VIII/15)

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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