Concurso de cuento temático: Los días felices

La segunda entrega del cuento temático de este mes. ¿Han estado escribiendo en horas de oficina?
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Antes escribía. Ahora no me interesa. Escribía en esa época en la que me empeñaba en descubrir qué quería ser. Y escribir me hacía sentir valioso. Era como un mensajero en plena Segunda Guerra Mundial, creyéndose imprescindible por ser el portador de las palabras que cambiarían irremediablemente destinos de pelotones o, al menos, desviaría el curso normal del combate. Debía probar mi virtuosismo al mundo. Tenía pocos amigos en ese entonces, porque cuando uno escribe es mejor sentirse por encima de la media y los amigos sobran. Pero con el Poeta la cosa fue distinta. Se me reveló como necesario el contacto con otro “como yo”. Por eso me permití hablar con él.

Sí, es un asunto de permisos, de concesiones.

El Poeta no era simplemente un poeta. Era importante. Lo había leído y, para mí, leer era como la otra cara de escribir. El Poeta estaba en uno de mis cursos porque le faltaba una materia para poder ser llamado licenciado y para que le pagaran un poco más en el colegio que trabajaba. Leyes de mercado.

Yo había leído al Poeta.

Su segundo libro era imprescindible para mí.

“Cuando me llames a la puerta / recuerda que el perro que corre por mis venas responde a las campanadas / que tu padre ha dibujado bajo tu vientre”. Versos que me quemaban. Ya no. Ningún verso vale la pena.

El Poeta se detuvo a mi lado en uno de los recesos. Yo leía a Artaud y creo que eso le llamó la atención. Me habló de él. Lo obvio. Quise creer que él sabía más de lo que yo sabía, así que me quedé callado. Le hice pensar que era el maestro que yo estaba esperando y para eso solo es necesario el silencio.

-¿Qué vas a hacer el sábado? – me preguntó mientras encendía un cigarrillo. Desde luego, no me miraba.

Negué con un movimiento de cabeza y hombros.

 -Creo que podrías ser bienvenido al grupo. Este sábado ve a mi casa. Vamos a liberar la literatura.

Me dijo algo más y luego me anotó en el libro de Artaud su dirección.

Ese sábado me levanté temprano y llegué a la hora del almuerzo a la casa del Poeta. Me recibió con un abrazo y me presentó al resto del grupo. Eran ocho, conmigo nueve en total. Me señaló la cocina y me dijo que podía abrir la refrigeradora y agarrar las cervezas que quisiera. Sonreí y le hice caso.

Otro poeta se me acercó y me empezó a hablar de su obra. No lo escuché.

Alguien trató de desviar su conversación y decirle que me dejara en paz, que recién había llegado y que no valía la pena atosigarme. Sonreí de nuevo. Me ofrecieron un cigarrillo y lo acepté. Caminé por  los estantes de libros y me percaté del discreto repertorio. Me sentí bien, mejor. Supe que podía superar a ese Poeta con algo más de trabajo. Era menor que él, así que tenía la ventaja del tiempo.

En algún punto me tropecé y caí. Escuché risas. Cuando me levanté, sonriente, vi que una pila de libros sobre el suelo me había interrumpido el recorrido. El Poeta se me acercó y me tomó de los hombros.

-No es hora todavía. No te adelantes.

Sí, podía ser mi maestro.

Esperé a que dejaran de reírse y me senté en el sofá grande. Otra vez el poeta apareció a mi lado y continuó hablándome de su obra y de como esta reconfiguraría el enfrentamiento del lector ante los versos.

-Es un viaje en el tiempo, chucha. Un viaje en el tiempo, ¿me entiendes?

Asentí, pero no le entendí.

Cuatro cervezas después, el Poeta tomó la palabra. Todos estábamos callados, rodeándolo al tiempo que enhebraba un discurso acerca del compromiso de quien escribe y cómo la palabra es el gesto íntimo y profundo de todo proceso.

-La palabra es lo que nos vuelve humanos – dijo.

Hubo aplausos. Yo también aplaudí. Sentí un fuego en la boca de mi estómago. Hice un esfuerzo por no perder la compostura.

-La palabra poética, compañeros, es lo que nos eleva del resto – sentenció.

Y levitamos, como extensión.

-Por esa razón estamos aquí. Somos los purificadores, los serafines, los cazadores del arca perdida…

¡Aleluya!

-Y estamos aquí para librar al mundo del veneno y del ridículo que descansa en él – el Poeta, entonces, tomó uno de los libros que descansaba en la pila que se había convertido en mi trampa un par de horas atrás. Lo abrió. No se detuvo. En sus manos el libro se partió en dos y luego de su sonrisa de victoria lanzó las dos mitades al suelo -. ¡Vamos a vengarnos en nombre de la literatura!

El Poeta se me acercó y me dio diez libros. Me pidió que los llevara. Repartió más a los otros asistentes. Salimos de la casa formando una hilera, como cachorros obedientes detrás de la madre. Nos detuvimos en el parque, donde esperaban dos personas más, vestidas de azul. Anochecía cuando los dos extraños encendieron uno de los tanques metálicos donde los vecinos debían colocar la basura. Me acerqué al tanque. Había papeles y trozos de carbón. El olor a gasolina era suficiente para conseguir lo que la cerveza no pudo. Evidentemente todo estaba preparado.

Quemaríamos libros y saldriamos impunes.

Me congelé con libros en mis brazos. La pasividad del testigo, de ese que registra todo y que no valora lo que va a suceder porque la experiencia lo sobrepasa. Sí, un pendejo. El Poeta se demoró en aparecer. Vestía una bata negra brillante. Pidió que nadie se riera, vestirse así era necesario para refrendar el carácter místico de lo que estaba consiguiendo.            

-Toda salvación requiere de un rito.

Nadie se rió. Yo tampoco.

El Poeta se dirigió a la persona que tenía más cerca y con un gesto le exigió que le entregara un libro. Lo agarró y lo mostró a todos los que estábamos ahí.

-Aquí tenemos “El canto del niño abandonado”, de Jaime Benítez.

Benítez había sido candidato presidencial y yo no tenía idea de que hubiera publicado algo. El Poeta abrió al azar una de las páginas y empezó a leer:

-Oda al niño con leptospirosis – se le hizo difícil controlar la risa en ese punto -. Va: “Pequeño niño que saltas en tu cama / que no puedes dormir / que te deshaces por el sudor que te ha puesto apellido / Pequeño niño mío / Yo te daré el bálsamo que calme tu dolor”.

            -¿Cuántos árboles deberán destruirse para que se sigan publicando estas cosas?

            -¡Ninguno! – fue el grito unánime.

            -¿Cuántas personas deberán someterse a esta dictadura de lo nefasto?

            -¡Ninguna!

            -¿Cuál es el veredicto?

            -¡Fuego! – el aliento adquiría otras dimensiones.

            -¿Cómo?

            -¡Fuego!

El Poeta extendió el libro a uno de sus ayudantes. El hombre de azul, a su izquierda, roció con  un poco de gasolina la portada de cartulina. El otro tipo azulado se acercó y lo encendió con un fósforo. El humo se dispersó como un espíritu que escapaba, que decía gracias, que obtenía su descanso.

-¿Ven? Somos los nobles defensores del oficio.

Hubo risas. Pero las risas se acabaron de golpe.

La bata se contagió de las llamas. El Poeta se asustó. Quienes lo rodeábamos solo pudimos compartir un mismo estado catatónico. Nadie pudo decir o hacer nada. De la sorpresa, el libro encendido cayó a los pies de El Poeta y el fuego le alcanzó las bastas. Las hilachas se prendieron y se comieron el entramado de lino. El Poeta corrió sin destino. Finalmente, algunos asistentes lo siguieron y lo lanzaron contra el pasto. Le dieron vueltas. Giró hasta que la tierra se tragó el calor y el traje ya no brillaba, ahora estaba pegado a él, como la piel de un reptil. Eran lo mismo, él y esa pasta negra, chamuscada, pestilente. Cuando llegó la ambulancia ya ni siquiera el humo se elevaba desde el tanque. Nada había pasado ahí. Los paramédicos prepararon al Poeta para trasladarlo al hospital. La reunión se había acabado.

Las sirenas fueron engullidas por el murmullo de los grillos. Al llegar a mi cuarto, me di cuenta de que seguía con los libros en mi poder. Los dejé sobre mi escritorio. Nunca los he leído.

No vi a El Poeta por seis meses. Cuando volvió a la universidad nadie dijo nada del resultado de los injertos. Él reía muy poco y de manera torpe. Yo estaba aprendiendo a reír más. Conocí a Cándida y me olvidé de ser el más grande, el mensajero de lo irreversible. Me contenté con ser un tipo feliz.

Hace dos días Cándida me dio un libro de regalo. Rompí la envoltura y vi el nombre de El Poeta en él. Había vuelto a escribir. “Pobre iluso”, pensé. Leí: “He visto el magma de Dios desprendiéndose de mí / diciéndome que la única salvación posible es la del cínico”.

Le agradecí con un beso y sonreí. No creo que lea ese libro.

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