Béla Tarr en Morelia

Reseña de El caballo de Turín, la cinta que presentó el famoso director húngaro en el FICM.
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Este año el Festival Internacional de Cine de Morelia rinde homenaje al húngaro Béla Tarr, “el cineasta contemporáneo más importante”, según la directora del evento, Daniela Michel. Se exhiben aquí cinco largometrajes del europeo (cuya filmografía, entre ficciones, documentales y cortos, es conformada por 15 títulos, cuatro de los cuales se proyectan por primera vez en México –entre ellos Sátántangó, que dura 450 minutos).  El europeo presentó en el arco del festival el que no solo es su más reciente largometraje, sino el último: Tarr ha anunciado su retiro del cine, y El caballo de Turín (2011), que se llevó de Berlín el premio de la crítica internacional (FIPRESCI) y el Oso de plata del Gran Jurado, es su testamento.

Tarr es un director inclasificable, casi un género en sí mismo. De acuerdo con el norteamericano Gus Van Sant es “uno de los pocos directores auténticamente visionarios”; y la obra del húngaro, además, representa una influencia importante en su trabajo. (Algo similar reconoce el mexicano Carlos Reygadas, quien también viajó a Morelia y contribuyó a que la visita del maestro fuera posible.) Por lo general Tarr renuncia a la causalidad y al relato en tres actos: sus películas ofrecen más que historias, son experiencias que “se acercan a los verdaderos ritmos de la vida”, como también afirma Van Sant. Del espectador demandan algo más que el hilado de los eventos que se le presentan: lo invitan a asumir una postura activa (de otra manera corre el riesgo de aburrirse), la apertura para aventurarse por rutas poco transitadas en las que la emoción surge del abordaje de asuntos de la cotidianidad (en Family Nest se registran las crisis familiares que provoca la escasez de espacios habitacionales; en El caballo de Turín se siguen las actividades diarias de una familia en un medio rural) lo mismo que de las ideas que se plantea la razón (de la sociología a la religión en Werckmesiter Harmonies). En sus películas el tiempo cobra densidad y los eventos y diálogos que albergan alcanzan para iniciar la reflexión. El estilo del húngaro es rico en planosecuencias que se extienden por largos minutos; y si en algunas ocasiones recorren distancias impresionantes, a menudo también la cámara permanece estática, como un observador: en Werckmesiter Harmonies (2000), por ejemplo, la muchedumbre enardecida se dirige a destrozar el hospital del pueblo, y su desplazamiento por las calles es seguido por la cámara durante cinco minutos; en El caballo de Turín hace “marcación personal” a sus protagonistas, a los que acompaña en sus recorridos por los espacios que habitan; esta cinta, que dura casi dos horas y media, se compone de pocas decenas de planos. La puesta en escena es rica en atmósferas gélidas, en paisajes urbanos o rurales áridos; no es extraño que la neblina se haga presente, y en su última entrega el viento es una fuerza sobrenatural.

Calificada por Tarr como una película “fea, larga y aburrida”, la idea de El caballo de Turín surge en 1985, cuando el cineasta escuchó una conferencia de László Krasznahorkai, colaborador de cabecera con el que escribió cinco películas. En el prólogo, con la pantalla en negros, se escucha una voz que hace la narración de lo que vivió Friedrich Nietzsche el 3 de enero de 1889 en Turín: “Salió a la puerta del número seis de la Via Carlo Albert. No muy lejos, el chofer de un carruaje batalla con su caballo. Cuando el animal se rehúsa a avanzar, el chofer comienza a azotarlo. Nietzsche se acerca, lanza sus brazos sobre el caballo y empieza a sollozar. Su casero lo lleva a casa, donde permanece inmóvil y en silencio durante dos días hasta pronunciar sus últimas palabras”. Lo que vivió el filósofo a continuación es bien conocido (demente, estuvo al cuidado de su madre y hermanas), pero “no sabemos  qué le pasó al caballo…” La película sugiere lo que vivió después del incidente: luego de llegar a la caballeriza de su amo, se niega a comer y a “trabajar”. Mientras, el chofer y su hija, que apenas se hablan, siguen rigurosamente una rutina: temprano por la mañana ella saca agua del pozo, ambos toman el desayuno, aprestan el carruaje, comen su respectiva papa, etcétera.

Tarr hace sensible el peso de las horas y los días que se viven de forma rutinaria. La “intimidad” del hogar sólo es interrumpida dos veces: la primera por un hombre cuyo discurso hace recordar al de Nietzsche (si bien Tarr hace un añadido: si Dios ha muerto, como apunta el filósofo, a la destrucción del mundo han contribuido tanto Él como ella, la humanidad); la segunda es cortesía de un grupo de gitanos, que escandalosos y libres dejan a la hija un libro, “la anti-biblia”, que consigna cómo los sacerdotes cierran las iglesias porque la gente peca. A lo largo de seis días se recorre de forma inversa el orden que según la Biblia siguió Dios para crear al mundo. Pero lejos del apocalipsis espectacular que propone el libro sagrado, el fin del mundo según Tarr se acerca como él lo ve en la vida real: “lenta y silenciosamente”. 

Con Béla Tarr, como con Terrence Malick, Theo Angelopoulos, Andrei Tarkovski o Lars von Trier, el cine es una herramienta seductora que va más allá del entretenimiento y más abajo de la superficie; es un medio provechoso para invitar a la reflexión sobre las miserias humanas: con ellos el espectador se convierte en espeleólogo y en filósofo. Y pocas veces el cine y la filosofía son tan emocionantes. 

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