Juan José Arreola

Confabulario y La Feria pertenecen al canon de la literatura mexicana de este siglo. Relatos breves y perturbadores, con un equilibrio estilístico excepcional, humor sutil y economía de palabras, los cuentos de Arreola no necesitan defensores. Por ello, en este Perfil de su maestro y amigo, Alatorre prefiere narrar algunas anécdotas compartidas con el escritor de la palabra encendida.
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Tras el breve diálogo telefónico en que me comprometí a escribir este “Perfil”, lo primero que pensé fue: “Ah caray, la cosa no va a ser fácil”. Si se me pidiera un perfil de Sor Juana, lo haría con la mano (izquierda) en la cintura: sin necesidad de releerla ni de documentarme, así nomás, de memoria, con lo que ya tengo en mí, me pondría a trazar en seis u ocho cuartillas algo bueno, preciso, con garantía absoluta de fidelidad. Mi visión de Sor Juana es objetiva y es nítida. Puedo situarla, aun de manera inconsciente, en su lugar, en su mundo de hace trescientos años. Sor Juana se me ofrece bien delineada, con un perfil que sobresale bien del trasfondo. Entre ella y yo hay distancia, hay perspectiva (uno de los fenómenos de la percepción que a ella le interesaron). En el caso de Arreola no hay tal. El “Ah caray” quiere decir: “Mi vida ha estado de tal manera vinculada a la de Arreola durante 55 años, que no puedo hablar de él sin estar hablando de mí, y lo que se me pide es un perfil, no dos“.

Confieso este escrúpulo para que los lectores estén avisados. Perdonen si el retratista se mete en el retrato. Lo primero que escribí sobre Arreola, hacia 1960, fue la presentación de un disco suyo, en la serie “Voz viva de México”, y ése sí es un escrito “objetivo”, como de profesor de literatura. Todo lo demás que he dicho de él, en artículos y entrevistas, es descaradamente subjetivo. Alternan todo el tiempo los pronombres él, yo y nosotros. No puede ser de otra manera. A quienes se interesen por Arreola me permito recomendarles, en particular, mi “Presentación” de la reedición facsimilar de la revista Pan (a continuación de la reedición facsimilar de Eos, presentada por Arreola) en la serie de “Revistas literarias mexicanas modernas” que dirigió José Luis Martínez.

Además, necesariamente he de repetir cosas ya dichas. La primera se refiere justamente a la revista Pan, de la cual digo, en esa “Presentación”, que no es para mí sino “un documento de mi relación con Arreola, recuerdo de un breve periodo (junio a noviembre de 1945) de nuestra amistad, algo tan personal, tan íntimo casi como una conversación o una carta”. La idea de reimprimirla al lado de revistas serias como Contemporáneos o El Hijo Pródigo me parecía extravagante; José Luis tomaba demasiado en serio a Pan. Yo no: “A mí me consta que Pan fue mero juego, diversión pura. Arreola y yo, cuando la hicimos, andábamos en las nubes. Soñábamos, y era placentera la ilusión de que nuestros sueños iban cuajando en algo concreto. Cada hoja que imprimíamos —que casi personalmente imprimíamos— no era sino eso: ilusión de sueño realizado”. (Y resisto heroicamente a la tentación de seguir citándome.)

Pero es fuerza retroceder al verano de 1944, que fue cuando conocí a Arreola, y explicar quién era yo para que se vea mejor quién era él. En 1944 hacía dos años que yo había salido al mundo tras un largo encierro en cierto instituto religioso. (Soy un défroqué, como me llamó Octavio Paz.) Me gustaba la lectura, me gustaba el estudio, y acababa de terminar, con aplauso de los profesores, el primer año de Derecho; pero no había en mi vida nada parecido a una “meta” (lo único cierto es que jamás me vi como “señor licenciado”). Arreola, en cambio, estaba plenamente seguro de su vocación. Había publicado dos cuentos y llevaba quince años de nutrirse de literatura. Yo salí de aquel instituto religioso con la idea de que el poeta número uno de México era Alfonso Junco, y de que los grandes novelistas eran José María de Pereda y Francisco Navarro Villoslada en el siglo XIX, y Hugo Wast en el XX. Cuando se lo dije en una de nuestras primeras conversaciones, Arreola pelaba tamaños ojos. Él había leído a Rilke, a Kafka, a Marcel Schwob…; él se sabía de memoria poemas de Verlaine, de Neruda, de López Velarde…, y aquí me paro. Estos seis autores representan otras tantas gotas en la vasta laguna de mi ignorancia. (Por supuesto, me eché a leer, ¡y qué gozosamente!, a esos seis y a muchísimos otros.)

Arreola y yo fuimos “niños lectores” (lo cual no era cosa del otro mundo). Él en Zapotlán el Grande y yo en el no muy lejano Autlán de la Grana fuimos devoradores de libros. Y, como ni los padres de él ni los míos decían “esto sí”, “esto no” (eran gente sencilla), leíamos cuanto nos llegaba a las manos. Yo leí en mi infancia no sólo a Julio Verne y a Emilio Salgari, sino también, por ejemplo, a Juan A. Mateos, a Vargas Vila y hasta a Eugenio Sue. Arreola tuvo alimentos de más sustancia, porque un señor de Zapotlán, Alfredo Velasco, hombre culto, se constituyó en padrino suyo y le prestaba las cosas buenas de su biblioteca. (Andando el tiempo conocí al señor Velasco. Para mi traducción de la “Carta a un amigo” de Valéry, en el número 5 de Pan, utilicé su ejemplar de Monsieur Teste.) Yo no tuve un padrino así. Y a esta desventaja se añadió luego la otra, la más gorda: a los doce años perdí de golpe la libertad de lectura. El reglamento del instituto religioso incluía a horas fijas algún “tiempo libre”, que yo y otros dedicábamos a la lectura; pero todo estaba controlado por los superiores. (Uno de mis compañeros, Joaquín Antonio Peñalosa, que leyó sin permiso el Adolphe de Benjamin Constant, causó escándalo y se granjeó un tirón de orejas.) La libertad de Arreola nunca sufrió diques. Además, él tuvo la inapreciable ventaja del autodidactismo, pues no pasó de cuarto año de primaria. Era, como dijo Daniel Cosío Villegas, una propaganda muy negativa para la Secretaría de Educación Pública. Toda educación “formal” —no sólo la eclesiástica— se ajusta a un programa, lo cual forzosamente significa limitación, encajonamiento. El autodidacto se mueve en un territorio sin fronteras; él elige sus lecturas; lo que de ellas saca es conquista cien por ciento suya; es el apreciador más auténtico y el mejor atesorador de lo que llega por la vía de los libros. En 1944 la experiencia de Arreola estaba muy por encima de la de cualquier coetáneo suyo en trance de obtener un doctorado en Filosofía y Letras.

En 1944 ese Arreola me tomó de la mano, y de la manera más natural del mundo se hizo mi maestro. Aunque la experiencia literaria sea, por definición, cosa exclusivamente personal, yo puedo decir que aquí ocurrió una auténtica transfusión: Arreola me contagió su experiencia, y yo conseguí hacerla mía. Yo era un gran vacío en espera de ser llenado, y él era un gran lleno dispuesto a todos los desbordamientos. Los años 1944 y 1945 fueron para mí the banquet years. Y no era sólo la revelación de la gran literatura. El magisterio de Arreola abarcaba todo. Si yo no sabía quién era Proust, tampoco sabía quién era Freud. No sabía, en verdad, ni siquiera lo que estaba pasando en el mundo. Era incapaz de pensar por mi cuenta. En 1944 no se me había ocurrido someter a algún tipo de examen las “ideas” que se inculcaban en el instituto religioso: Hitler, Mussolini y Franco estaban muy bien; eran los exterminadores providenciales de una Bestia de tres cabezas: masones, judíos y comunistas. Lo que hizo Arreola en este caso fue bien simple: de la manera más clara, sin jergas ni fórmulas, me transmitió eficazmente su visión de la pasada Guerra Civil Española y de la aún presente Guerra Mundial. Arreola, en una palabra, me abrió los ojos. Él me sacó de Egipto.

(Y así como Dios, después de seis días de Creación, vio que estaba bien lo que había hecho, así Arreola, después de unos diez meses de magisterio, me juzgó lo suficientemente déniaisé para acompañarlo en la aventura de Pan. Podíamos dar ante el mundo la impresión de estar a la misma altura.)

Arreola me enseñó a percibir la belleza de las palabras. Me decía, por ejemplo: “Fíjate en esto: la luna azul, descalza, entre la nieve“; “Fíjate en esto otro: y manzanas de olor y simetría“. Sin ser narratólogo, él me enseñó la función de la estructura. Una vez le dije que me había hecho gracia algo que leí en un cuento de Efrén Hernández: “Tú no sabes bañarte —le dijo un chofer a otro—, todito te mojas”. Sí, buen chiste, me contestó Arreola, pero fíjate en lo fuera de lugar que está. También me enseñó, muy suavemente, lo que va de la belleza fácil a la difícil. Un compañero de la Facultad de Derecho me había regalado Campanas de la tarde, de Francisco González León, y cuando le dije a Arreola que esos versos eran preciosos, su comentario fue: “Lee ahora a López Velarde, a ver qué pasa”.

A veces se cambiaban los papeles: podía revelarle a Arreola algo que él desconocía —y que él, con gran regocijo, se apresuraba a incluir en su tesoro—, por ejemplo una letra de Alonso de Bonilla en que dice el devoto: “Virgen, ¿si querrá conmigo/ ese Niño? Dadle acá”, y contesta la Virgen: “Anda, llévatelo ya,/ que llora por ir contigo”, o la “Cena jocosa” de Baltasar del Alcázar (“En Jaén, donde resido…”). Pero lo que más recuerdo es lo mucho que leímos simultáneamente: poemas y más poemas de Laurel (que yo me robé en una librería, porque era libro muy caro), números y más números de la Revista de Occidente, los Entremeses de Cervantes, el gran libro de Amado Alonso sobre Residencia en la tierra, los volúmenes que iban llegando del roman-fleuve de Georges Duhamel, la amenísima biografía del cardenal Cisneros por un tal Luys Santa Marina, y tantas otras cosas.

Si en este momento me pregunta alguien qué adjetivo, según yo, define mejor a Arreola, le contestaré: entusiasta. Ese Arreola que me cayó del cielo chorreaba entusiasmo. Ganaba un sueldo miserable en El Occidental, y jamás lo vi alicaído. Alguna vez, sí, preocupado, como cuando nació su primer retoño. Mucho tiempo después contó él, ante varios oyentes, una cosa que yo había olvidado. Ya era hora de que Sara y la bebita (Claudia) regresaran a casa —una casa modestísima—, y faltaba cierta cantidad para cubrir los gastos médicos; y entonces yo (según Arreola) llegué con mi puerco de Tlaquepaque, lo quebré con alguna solemnidad, nos pusimos a contar el dinero, ¡y resultó exactamente la cantidad que faltaba! Tal vez sea cuento de Arreola. Pero, suponiendo que no lo sea, mi gesto no tiene nada de sublime: yo ganaba menos que él, pero no sostenía una familia y una casa, pues vivía “arrimado” a unas tías mías. Lo que importa subrayar, por si no ha quedado claro, es el tono “entusiasta” del cuento: no hay ni sombra de self-pity, sino un gusto de contar que se convierte sobre la marcha en arte de contar. El final feliz cae en su lugar: la cantidad exactita.

En 1944/45 me hablaba Arreola de una experiencia completamente ajena para mí: el teatro. Él y yo fuimos “niños recitadores” (esos que en las fiestas escolares declamaban “Madre, la selva canta…” o “Como renuevos cuyos aliños…”), pero él recitó más y mejores cosas; y, sobre todo, él siguió recitando toda su vida. ¿Qué vino a hacer a México en enero de 1937, con una mano delante y otra detrás, ese provinciano de 18 años? Vino a estudiar teatro. Estaba gritando: “Quiero ser actor, quiero dedicar mi vida a las tablas”. Y sucedió lo que tenía que suceder (lo que en 1944 iba a suceder conmigo): Arreola sedujo a medio mundo; sedujo a Villaurrutia, a Usigli, y sobre todo a Fernando Wagner, el único “profesor de teatro” que había en 1937. Nadie podía cerrarse a un entusiasmo tan vibrante. ¿Y cómo se sostuvo Arreola en esos tiempos en que no existía Conaculta ni nada parecido? Muy simple: agarró una chamba de “abonero”; por las mañanas recorría de puerta en puerta las vecindades vendiendo zapatos “en abonos fáciles”. (En 1937, o tal vez 1938, Fernando Wagner mandó a no sé qué revista alemana una noticia sobre su escuela de teatro. Entre las ilustraciones hay una foto de Arreola con su racimo de zapatos al hombro. Esa foto debiera titularse “El entusiasta”.)

En 1944 hacía tiempo que Arreola estaba ya de regreso en Guadalajara, pero ¡cómo añoraba esa aventura! —la cual, a lo que entiendo, se interrumpió porque fracasó el apenas iniciado Teatro de Media Noche, empresa no comercial (¡era tan poquita la vida cultural!). Lo que puedo contar con todo detalle es la aventura que vino después: el viaje a París, a fines de 1945, para “estudiar teatro” con Louis Jouvet y Jean-Louis Barrault. (El Arreola de 1945, por cierto, se parecía bastante al Barrault de entonces: rasgos afilados, mirada alerta, movilidad de ardilla.) Entre tantas otras cosas, Arreola me enseñó a ver cine. Concretamente, cine francés. En 1944/45 el Teatro Colón de Guadalajara vivía de películas francesas anteriores a la Guerra. Arreola se las sabía de memoria (fue así, mirabile dictu, como aprendió a hablar francés, incluidas la expresión facial y la mímica), pero las veía una vez más conmigo, encantado de la vida. En ciertos momentos me daba un codazo: “Fíjate en la escenita que viene ahora”. (Recuerdo una de esas escenitas: Jouvet, anarquista buscado por la policía, tiene con Barrault un encuentro quedura tal vez un minuto, pero un minuto cargado de suspense.)

En la “Presentación” de Pan cuento de qué manera hechizó Arreola a Jouvet, en el momento mismo en que el astro bajaba del tren que lo había llevado, con su troupe, a Guadalajara. Arreola leyó eso, y me dijo: “bueno, no sucedió así exactamente; veo que tú también inventas”; pero yo sigo aferrado a mi cuento. La aventura de París duró unos meses apenas (el porqué de la interrupción sería largo de explicar), pero Arreola nunca la ha olvidado. He aquí dos instantáneas: Arreola en el taller de declamación de Barrault, descubriendo los ritmos del alexandrin, y Arreola haciendo un papel en la puesta en escena de Antonio y Cleopatra de Shakespeare, creo que en traducción de André Gide. Es un papel humilde: Arreola, temblando de frío, sin más que un taparrabos egipcio, es uno de los remeros de la galera de Cleopatra; pero el escenario es todo lo contrario de humilde: ¡es la Comédie Française! Y por algo se empieza, ¿no?

Arreola ha sido durante toda su vida un “recitador”, un cultivador de la commedia dell’arte. Vaya a este propósito una anécdota. La escena tiene lugar en casa de don Octaviano Valdés, donde cada domingo hay una curiosa tertulia: se chupa mate argentino y se habla de literatura & Co. Están los Méndez Plancarte, Agustín Yáñez, mi tocayo Gómez Robledo, Alí Chumacero, Henrique González Casanova y otros más (yo por ejemplo). El año es 1952. Agustín Yáñez es ya, dizque por voluntad popular, gobernador electo del estado de Jalisco. Y he aquí que Arreola, inspirado por Talía, se pone a improvisar, y fabrica una pieza parecida a aquellos pasatiempos de tertulia que a comienzos del siglo XIX se llamaban “unipersonales”. Él, Arreola, es el valet del señor gobernador Yáñez (y aquí Arreola se describe cariñosamente a sí mismo: peluquín blanco, chaleco de brocado, calzón corto de seda, medias inmaculadas, zapatos con hebilla de plata). El valet se encarga de cosas que el gobernador, por decoro, no puede hacer: está al tanto de todas las intrigas palaciegas; es él quien conoce los hilos del tinglado político. Tiene un salario considerable, porque le es imprescindible al gobernador. Éste, por ejemplo, va a dar audiencia a alguien, y dice: “Arreola, recuérdeme qué negocio trae este fulano”; el valet se lo recuerda en pocas palabras; entonces el gobernador le pregunta: “¿Qué será bueno hacer?”, y el valet contesta: “Salvo que Su Excelencia opine otra cosa, yo diría que…”; y, en vez de terminar la frase, hace Arreola el gesto de apagar lentamente una vela. El público, que ha estado embobado (y no es un público de bobos), prorrumpe aquí en risas y aplausos.

Un punto brillante de mi curriculum vitae es el programa semanal de TV que durante ocho meses (1978/79) tuvimos Arreola y yo. Era media hora de improvisación pura (sobre todo de mi parte; él, como veterano, tenía sus trucos): sin ningún acuerdo previo, nos poníamos a divagar en torno a sonetos de todos los tiempos y lugares, a soneto por sesión. Llegué a ser famoso. Había personas que me reconocían en la calle o en un restaurant, y me saludaban, y me decían: “¡Por fin el desbordante Arreola se nos presenta con un verdadero interlocutor! A los anteriores los tenía siempre aplastados bajo el torrente de sus palabras”.

Sobre la larga carrera de Arreola como astro de TV no diré ni malo ni bueno. Varias veces oí decir a personas del gremio intelectual: “¡Qué pena! ¡Cómo ha degenerado Arreola!”; pero yo creo que esas personas no le concedían a la vox populi el respeto que merece; además, a propósito de uno de los mayores escándalos, el de Arreola metido a comentarista de deportes en un Mundial de Futbol (cosa que yo no vi), contaré lo que me dijo Ruy Pérez Tamayo: “¡Ese Arreola! A diferencia de los comentaristas de cajón, que todo el tiempo se desgañitan exhibiendo su profesionalismo, él nos descubre serenamente, ¡pero con qué entusiasmo!, el sentido profundo de la competencia entre dos grupos humanos; nos da una cátedra de filosofía del deporte”.

Se me acaba el espacio que me asignaron. Releo lo escrito y veo que no he trazado un “Perfil”; solamente, si acaso, algunos rasgos. No he mencionado los muchos entusiasmos de Arreola que a mí me son ajenos. Es impresionante la catolicidad de sus intereses, y enorme, desmedida, la alegría con que todo lo vive: el ajedrez (incluyendo una pasmosa erudición sobre campeonatos mundiales), el ping-pong, las cosas de lujo: prendas de vestir, encuadernaciones, muebles, cristales art-nouveau, buenos vinos (sobre todo franceses)… Pienso, por cierto, que así como el autodidacto es quien mejor sabe apreciar los bienes de la cultura, así el que ha nacido pobre disfruta de los bienes de la fortuna más plenamente que el que ha nacido rico.

Si Arreola fue mi maestro, también lo fue, en épocas posteriores, de José Emilio Pacheco, de Vicente Leñero, de Alejandro Aura, de José Agustín, de Federico Campbell y de tantos otros. Él ha sido el maestro perfecto, el que vive enriqueciéndose con las más variadas experiencias y al mismo tiempo comparte generosamente sus riquezas con los demás. Sus actuaciones en la TV caerán en el olvido, pero dos frutos de su entusiasmo y su optimismo radicales durarán por mucho tiempo: uno es ese ya histórico magisterio —pues Pacheco y los demás son un grupo nutrido y de importancia capital en la república literaria—, y el otro es, por supuesto, su obra escrita, su “varia invención”, su prosa trabajada y pulida con manos de artesano (comparación muy de él), su gozosa exhibición de la cosa bien hecha.

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