Guillermo Cabrera Infante. La Habana, para un amante difunto

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En los últimos tiempos, el autor de Tres tristes tigres se autodefinía como “un escritor aficionado y un periodista profesional”, acaso sobrevolando esas especies: porque no abundan, al menos en castellano, artistas de la letra que conocieran con tanta precisión como conocía el cubano la sintaxis y la semántica de nuestra lengua, sus usos y costumbres regionales, su oralidad, que él prefería llamar, con modestia de melómano, tono musical. ¿Alguien podía creer que Cabrera Infante no frecuentara el Paradiso de José Lezama Lima? Pero así era. Prefería, antes que la prosa, la poesía de su compatriota, y por lejos, todo lo escrito por Virgilio Piñera, exiliado en la Argentina durante largos años, todos los que pudo soportar antes de volver a la isla, a su isla, donde murió ignorado, mal leído o nada leído; desconocido incluso como traductor del polaco Witold Gombrowicz (omisión inconcebible que hoy está siendo reparada, entre otros, por Antón Arrufat).
     Dos semanas antes de su internación, que resultó definitiva, Cabrera Infante atendió, como siempre, personalmente, el teléfono de su casa en Londres, donde residía desde 1966, cuando decidió no regresar a su país hasta que Fidel Castro se quitara de escena: no pudo ser. Esta es la conversación que sostuvo aquella tarde con Letras Libres desde la capital británica:

Puedo confesar que leí exactamente diez páginas de Paradiso; la encontré absolutamente impenetrable. Sin embargo, soy un gran lector de la poesía de Lezama; aparece muchas veces citada en La Habana para un infante difunto, mi novela; de hecho, aparecen versos enteros. Supongo recuerda mi ensayo sobre Lezama Lima y Virgilio Piñera, en realidad una biografía a dúo, Vidas para leerlas. Y no le creo, por supuesto, nunca le creí a Cortázar. Escribió que había leído Paradiso en diez días: puro esnobismo parisino.
      
     Bueno, nunca quiso mucho a Cortázar.
     No, no. Eso no es cierto, no es así. En todo caso, fue al revés. No quiero volver sobre los desgraciados episodios que dieron origen a ese repugnante simulacro de juicio, en Cuba, contra Heberto Padilla. Simulacro de los juicios de Moscú, igual de repugnantes. Ya sabemos… Sabemos que Cortázar, que García Márquez no abrieron la boca, y eso que la tenían bien grande (la boca digo) para decir “esta boca es mía”: pues nada, ni una palabra. Ergo, había que entender ese silencio como un apoyo implícito o explícito a la dictadura de Castro. Y eso, para mí, fue el final. Aunque las canalladas siguieron, las cartas anónimas, las amenazas, etcétera, etcétera, no de parte suya, de Cortázar, quiero creerlo, sino de sus sicarios: Eduardo Galeano, Roberto Fernández Retamar o ese pésimo poeta, pésimo escritor, Mario Benedetti…

Juan Carlos Onetti era amigo de Benedetti.
     Eso es muy cierto. Y también es muy cierto que a veces Onetti tomaba demasiado whisky [risas].
      
     Mejor hablemos de Cervantes.
     Cervantes es la cumbre del castellano, es la invención de la novela, del folletín, de la llamada nouvelle, del relato corto, del personaje, de la trama, de la ausencia de trama y hasta de la tan cacareada intertextualidad, y si por lo general no se lo merece, al menos en este caso, quien merece un homenaje es el doctor Sigmund Freud: no me interesan en lo más mínimo sus teorías sobre el origen de la sexualidad (otra cosa es su estilo, su escritura), pero hay que sacarse el sombrero frente a una persona que decide estudiar castellano sólo para leer a Miguel de Cervantes. Y no sólo el Quijote sino también Las novelas ejemplares, cuya forma, el relato, no ha tenido descendencia española. Sí en América Latina.

¿A quién se refiere particularmente?
     Bueno, estaba Augusto Monterroso, algunos cuentos de Cortázar (lo mejor de su obra); y forzando un poco los términos, hasta Rulfo, que sin dudas, en ese género es uno de los herederos privilegiados de Cervantes… y también en la novela, ¿qué más puede decirse de Rulfo?: el tono, claro: el tono de sus cuentos, que antes de estar narrados, parecen estar hablados, parece como si la lengua hubiera conseguido una cierta autonomía respecto de sus emisores, los protagonistas; es como si la lengua de ciertas zonas de México conversara, por medio de las personas, las palabras, consigo misma. Pero prefiero no entrar demasiado en esa vía porque parezco un profesor de estructuralismo, una especie impostada, sui generis de Lévi-Strauss, a quien admiro mucho, debo decirlo, gracias a la influencia obsesiva de Octavio Paz; sobre todo sus Tristes trópicos y el análisis de los mitos aborígenes. Y finalmente Borges, que junto a muy pocos más, Vallejo, Neruda, Paz, Huidobro, son los pilares del castellano contemporáneo. Yo no puedo estar de acuerdo con las posiciones políticas de Neruda, pero Residencia en la Tierra es imprescindible, tanto como Trilce y Huidobro entero, y Paz, exceptuando sus piezas de juventud, también entero… representan una torsión, una vuelta de campana sobre la idea clásica del castellano. Borges es palabra mayor. Cervantes es al castellano lo que Shakespeare al inglés de su época. Es curioso, también más cercano en el tiempo. Borges ha sido un precursor de sí mismo; está a años luz, todavía, de cualquier otro gran prosista en castellano… Pero como tenía esas mañas…
      
     ¿Por qué lo dice?
     Se sentía indigno de éste, de aquel y del otro: mentiras. Estoy seguro que no se sentía indigno de ningún escritor del siglo XX; podía encontrarse indigno de Cervantes, de Shakespeare, pero todos somos indignos de Cervantes o de Shakespeare; pero ¿indigno de Joyce, de Conrad? De Conrad seguro que no, porque además era un especialista en el Quijote. Para Conrad, el Quijote era un converso, digno de ser admirado precisamente por converso: por haberse convertido a una fe imperativa que lo había hecho alejarse de las menudencias cotidianas, de los pequeños trabajos del hidalgo, incluso al precio de ser apaleado, encerrado en jaulas de madera…Y no le perdona (a Cervantes) la crueldad con sus criaturas, por ser Cervantes, un escritor, un hombre que cultiva ciertos sueños de justicia muy atendibles. Eso dice. Y Borges no lo ignora. Seguro que no. Borges era muy consciente de su estrategia, y tenía mucho humor; se inventó el mito de la austeridad, la sobriedad, el adjetivo exacto, pero también festejaba la floración en Drummond de Andrade, en Martí, en Darío, el siglo de Oro español, Quevedo, Góngora, nuestra reserva… porque es a partir de eso que tuerce las cosas. Borges, Neruda, Paz, Vallejo, Huidobro… son inexplicables sin el siglo de Oro español.

Ese es un tema para otra conversación. Estamos con Cervantes.
     La más grande de las parejas de espíritu y naturaleza y la más ortodoxa es la del Quijote y Sancho Panza. A diferencia de Próspero y Calibán, su relación es armoniosa. Son cómicos; el Quijote está cómicamente loco; Sancho está cómicamente cuerdo, y cada uno encuentra en el otro una fuente de diversión. Es esta comedia la que vuelve al libro ortodoxo. La orden de Cristo es tomar la cruz y seguirlo. El Quijote debe verse, a la fuerza, como una figura cómica, pues no es Cristo sino un hombre como el resto. Su falta de ilusiones es una señal de que su locura no sólo es mundana sino santa, y que sin Sancho no sería siquiera cristiana. Para que su locura sea cristiana, el Quijote debe tener un prójimo. Sin Sancho, el Quijote estaría solo, y la clase de religión implicada entonces sería otra: donde el amor de Dios no sólo fuera posible sin el amor al prójimo sino también incompatible con él. –

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