La historia como identidad nacional

En este ensayo publicado en el número 219 de Vuelta, en febrero de 1995, el historiador medita en torno a la relación que hay entre la historia y el nacionalismo. Esta sección ofrece un rescate mensual del material de la revista dirigida por Octavio Paz.
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Quien dice “identidad nacional” dice “historia” y concede e impone una “responsabilidad social” a quien elabora, conserva y enseña la historia. No cualquier historia. La historia nacional. Tal responsabilidad social puede chocar con la profesionalización del historiador, proceso reciente que ha tenido dos vertientes: la “científica” –la historia como ciencia social o humana– que da por meta la objetividad, la búsqueda de la verdad; y la vertiente instrumental, aplicada a una historia al servicio de un Estado, de una ideología, de una iglesia, etc. Hoy en día, el nacionalismo es un principio esencial de la legitimidad política. Por lo tanto hay que empezar con un repaso sobre su naturaleza.

Nación, nacionalismo, nacionalidad, sentimiento, identidad nacional… La multiplicidad de las palabras no significa claridad conceptual. Pertenecer a una nación es un lazo doble, el derecho a tener identidad, a recibir protección, y el deber de conformarse a las costumbres, a las leyes, eventualmente, de morir por la patria.

Todo ocurre como si en nuestra época la política no pudiese crear nada que no fuese nación. A partir de este hecho fundamental, el nacionalismo sirve de etiqueta ideológica y, por lo tanto, es proteiforme. Una ideología nacional supone una política de movilización de masas. Así, nuestras naciones con sus estados persisten en la empresa fundamental que persigue la sociedad de los hombres: agrupamiento de los hombres que dependen de una misma res publica, adquieren una identidad colectiva, inscriben en un mismo espacio natural sus posiciones respectivas, en un mismo espacio cultural sus instituciones, y se determinan como comunidad frente a pueblos extranjeros. Esa es la realidad, esa es la historia.

Si la historia es lo real, la historiografía es más que el relato, el recuento, el análisis de dicho real. Si la identidad nacional es un momento de la historia, la historiografía no tiene por qué identificarse con dicho momento y volverse instrumental. En este siglo el historiador ha conocido la demanda imperativa del Estado totalitario, ha sufrido las presiones y las seducciones del Estado autoritario, conoce ahora las tentaciones del mercado. ¿Cómo conservar la integridad profesional cuando uno está sometido a la presión de producir resultados esperados? La historia como identidad nacional no es más que uno de los aspectos de un problema mayor, el de la historia pública, de la historia sobre pedido, con o sin convicción, cinismo, prostitución.

Todo estado social exige ficciones, mitos. La historia puede ser una ficción, dado el hecho de que se la considere esencial para la creación y conservación de la identidad nacional. Ese conjunto de mitos fundadores actúa sobre el porvenir porque es una acción presente. El carácter real de esa historia es el de tomar parte en la historia. El porvenir, por definición, no se puede imaginar. Ese tipo de historia casi nos hace el milagro de darle una cara al futuro. Por eso, dicha historia es iconográfica, inseparable del himno y del estandarte, referencias todas religiosas. Nos ofrece un repertorio de situaciones y de catástrofes, una galería de antepasados, un formulario de actuaciones, expresiones, actitudes para ayudarnos a ser y devenir.

Nuestra disciplina está sometida a una constante revisión, a una ampliación de los campos y de los métodos y, sin embargo, en todos los países que conozco, programas escolares y libros de texto persisten en su ser cruelmente nacionalista y mentiroso. La historia que se enseña a las masas, fuera del aula de primaria, no es menos engañosa y bruta. ¿Por qué escapan al proceso de corrección, revisión, extensión que caracteriza a la historiografía?

La historia puede también ser “maestra de vida” y, como tal, factor positivo de identidad nacional, si es capaz de rescatar la voz de los “vencidos” y de los olvidados. Conservador de memoria, el historiador debe someterla a la crítica de siempre, con todo el rigor del positivismo. La tarea más difícil y más noble del historiador es el debate y el reexamen. La verdadera revisión necesita comprensión benevolente. Intercambio científico abierto para confrontar puntos de vista divergentes, para lograr una visión analítica y crítica, evolutiva sin ser relativista. No hay verdad definitiva, pero la honestidad es necesaria.

Si bien es cierto que la historia es un elemento de la identidad nacional, no veo por qué le tocaría al historiador, como “científico social”, garantizar la “verdad”, la veracidad de los llamados mitos fundadores.

Además, mi esperanza como ciudadano es que, en nuestra concepción de la vida pública, estemos pasando de una sociedad en la cual la legitimidad viene de la tradición a una sociedad regida por el modelo del contrato, al que cada uno aporta –o no– su adhesión. Nuestra vida pública no necesita de una historia “pública” como fuente de legitimidad. ~

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