La cuarentena

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En esta novela de Goytisolo, inspirada en la tradición islámica, el narrador relata el viaje de cuarenta días que emprende su alma después de morir. Sus visiones entrelazan los tormentos a los condenados, la crueldad de la guerra y los horrores de las plagas. A continuación, se presenta el fragmento que se publicó en abril de 1993, en el número 197 de Vuelta. Esta sección ofrece un rescate mensual del material de la revista dirigida por Octavio Paz.

Estaba en su centro, morada y delicias, en las entrañas de un mundo palpitante de vida, solicitado a un tiempo por voces, olores, gestos, contactos, sabor de broquetas y cuencos de harina, consciente de la unicidad y diversidad de cada una de las partículas, de su igualdad radical con la masa proteica de cuerpos objetos de su imantación, misericordia o deseo, comunidad de destino asumida en la desnudez del nacimiento y tránsito, racimos humanos de inasible belleza y fulgor súbitamente extinto.

¿Eran su vejez o cansancio los que lo habían apartado poco a poco del territorio aguijador de la halca? ¿La sensación melancólica de haber agotado en lo escrito su lozanía original y diáfana? Lo cierto es que un día abandonó el pastoreo de corros, su instintivo y feraz nomadismo para apostarse en la esquina de un café y observar desde allí el espectáculo. ¿Necesidad de imponer una distancia entre sí y los demás o imponerse una distancia respecto a sí mismo? ¿Certeza brusca de su precariedad, de la inmensurable consunción de cuanto, próximo aún pero ya inalcanzable, nostálgicamente percibía? Simple mirón en cualquier caso del fugaz torbellino de viandantes que discurría entre los tenderetes, sombrajos, cocinas portátiles, alfombrillas de plástico con toda la gama de su proliferante heteróclita mercancía. El ámbito cuya llama le había ilustrado en tiempos de plenitud y dicha, ¿estaba condenado también a desaparecer? El fecundo teatro de luces y sombras, comedias y dramas cotidianos que alimentaba su vida y voracidad creadora, ¿sería despiadadamente barrido?

Y dio un paso más: se recogió a su casa adyacente a la Plaza y, acomodado en el descubrimiento de la azotea, se contentaba con atesorar, con mirada avara, estampas del gentío, vida todavía y no aniquilación, ifná o fana, apuntando con los prismáticos al cráneo robusto y perfectamente rasurado de Saruh al anillo que circuía a Cherkaui y sus palomas amaestradas, sombras y más sombras de nubecillas errátiles, impelidas y dispersas por una leve brisa en torno al fantasma de los últimos juglares, niños saltimbanquis, médicos dotados de ciencia infusa, recitadores de ensalmos, adivinos, cuentistas, encantadores de sierpes, risueños bailarines gnavas. Un hilo muy tenue lo unía todavía a aquel universo de espectros directamente amenazado por un rodillo compresor cuyo retumbo cubría de modo paulatino la marea de voces e incluso la llamada a la oración de los almuédanos desde los alminares de las mezquitas contiguas a la Plaza.

Fue entonces, la tarde de un 17 de enero, cuando, frioleramente arropado contra el cierzo de las tersas cordilleras nevadas, divisó en su perímetro vacío, desierto, la llegada de las primeras carretas de cadáveres. Venían sin bestias ni arrieros desde Bab Fateh y Semmarín, Riad Ez-zitún y Mohamed el Jamis con simultaneidad minuciosamente sincronizada, como movidas por control remoto o impulsadas por una fuerza natural. Empezó a cortarla, primero por unidades, luego por decenas mientras convergían al centro y vaciaban sus cargas, pilas ingentes de cuerpos dislocados o yertos, de boca entreabierta como para emitir un último grito y ojos desorbitados por el espanto. Ningún alma piadosa se había encargado de lavarlos y envolverlos en sudarios, cerrar sus párpados, obturar los oídos y fosas nasales con algodón, sujetar los pies y mandíbulas con un cordel, cruzar decorosamente sus manos sobre el pecho ni inclinarlos a la derecha conforme a los preceptos sagrados. Poco a poco, el espacio de la halca y el regateo de feriantes se había convertido, como en la leyenda bautismal del lugar, en una asamblea de cadáveres cuyo número aumentaba con la regularidad puntual y mecánica del trabajo en cadena de una gran fábrica. ¿Era una violenta evocación de Noche y niebla grabada para siempre en su memoria en todo su horror desnudo? Los prismáticos enmarcaban brevemente una cruda sucesión de imágenes de cuerpos maniatados, balazos en la nuca, pechos acribillados de metralla, bayonetazos asestados de espalda, semblantes inmovilizados por gases tóxicos o bombas de descompresión en muecas de dolor indecible. Solo entonces había advertido las primeras ondas aún sosegadas de la inundación.

Una marea de sangre, como desbordada de un gran estanque o presa, avanzaba con lentitud desde las calles cercanas al Banco del Magreb y edificio de correos, se extendía y enrojecía mansamente el suelo entre las pirámides humanas apiladas por la afluencia continua de las carretas. ¿Quién lograría, aun con palabras sueltas / hablar de tanta sangre y tanta herida, / aunque diese al discurso muchas vueltas?, recordó. ¡El flujo subía visiblemente de nivel, cubría el aparcamiento de coches y terraza del Glacier, alcanzaba de continuo cotas más altas! ¿De qué inmenso caudal de venas y arterias procedía? ¿De los desheredados de Ben Suda? ¿Manifestantes ametrallados en las calles de Orán? ¿Humillados y ofendidos de los barrios populares cairotas? ¿Martirizados de Sabra y Chatila? ¿Madres sorprendidas de compras en los feroces bombardeos de Beirut? ¿Adolescentes lanzapiedras de Kair Malik? ¿Aldeanos exterminados de Halabxa, niños apriscados en el infierno de El Chatti? ¿O eran simplemente los lechos del Tigris y Éufrates los que se vertían con ímpetu en la medina de los Siete Hombres Santos y anegaban jardines, mercados, avenidas y calles? Miró a la Kutubia y descubrió que en el asta de la bandera izada durante la plegaria ondeaba una camisa chamuscada y embebida de sangre. ¿Qué ángel colérico o mensajero de muerte podía haberla plantado allí? Apostado en su atalaya frágil, percibía sin necesidad de los gemelos el auge amenazador de la crecida mientras inundaba los bazares fronteros y arramblaba con sus enseres y mercancías. ¿Sumergía ya los bajos del Hotel de France, doblaba irrefrenable la esquina en dirección de Riad Ez-zitún? Escuchó el rumor de la inundación encauzado por la angostura del pasaje y la vio teñir de rojo la entrada del cine Edén, atropellarse como una mugiente boyada por el laberinto de callejas que conducía a su casa. Su fragor, similar al de las aguas desbocadas en las compuertas de una presa, ascendía conminatorio y brutal por entre los muros de las viviendas. ¿Se había vaciado repentinamente la ciudad de todos sus habitantes? ¿Nadie, fuera de él, se percataba de aquella riada sangrienta? Aparejó el oído a la espera de gritos y llanto, aguardó en vano alguna lábil señal de vida. ¡El grueso de la avenida había irrumpido en el zaguán, se volcaba en el patio, cubría los tiestos de flores y la fuentecilla! ¿Ningún morador de la casa reparaba en lo sucedido? ¡Rápido, pronto, coged bayetas y cubos, formad un dique de contención, impedid que esa sangre suba las escaleras! ¿No veis que va a entrar en la biblioteca y empapar los textos? ¡Salvad al menos los borradores y las notas de este texto, los místicos musulmanes, cristianos y hebreos, los volúmenes de Dante e Ibn Arabi, la Guía espiritual, el Libro de la escala! ¡No permitáis que cubra y borre la expresión de la inteligencia y corazón humanos, que las palabras sustanciales sean abolidas! ¿Hablaba a solas? ¿Alguna ánima medrosa lo escuchaba? Pero todo era rojo ya y del cielo bermejo y su hostil coalición de nubes cárdenas llovía asimismo un denso turbión de sangre cuyas gotas reventaban como frutas maduras sobre los signos precarios trazados por él mismo, las páginas manuscritas dispersas de su obra inconclusa y para siempre anegada. Solo tuvo tiempo de abrir el ejemplar de un poemario que tenía a la mano y leer pisa la tierra con suavidad, pronto será tu tumba, antes de sumirse en la vorágine del remolino hacia la plétora, los muertos y el ángel exterminador de la Plaza. ~

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(Barcelona, 1931) es escritor, uno de los miembros más relevantes de la llamada Generación del 50 española. La editorial Galaxia Gutenberg publicó sus Obras completas.


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