Utopía y Apocalipsis

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La segunda mitad de este siglo ha sido el periodo de explosión de las ciudades. No sólo en los países como el nuestro con demografías enloquecidas. Las grandes ciudades de países del primer mundo también crecieron desorbitadamente después de 1950: Nueva York, Los Ángeles, Tokio, París, Londres. Pero, claro, la Ciudad de México, junto con otras del llamado tercer mundo, es la estrella de esta carrera demográfica. No sólo ha crecido desorbitadamente, sino que es muy diferente de como la imaginábamos en 1950, cuando el proceso se inició. En esa fecha estábamos imbuidos de las ideas sociales y redentoras del movimiento moderno. Pensábamos que se podía ordenar la forma urbana y regular la ocupación del territorio. Eran los años en que se creía en la planeación urbana y territorial. Pero la ciudad se resistió a la planeación: los habitantes de bajos ingresos invadieron laderas, cerros, cauces de ríos y lagos. Y lo mismo hicieron los sectores de mayor ingreso, ocupando "legalmente" cerros, laderas, barrancas y bosques, que eran áreas básicas de la ecología del valle. Los servicios, el equipamiento y las infraestructuras siempre fueron atrás del crecimiento. La ciudad ordenada que pensábamos se volvió caótica, discontinua y contrastada. En 1950, que es la fecha en que empecé a trabajar en arquitectura profesionalmente, imaginábamos una ciudad en la que progresivamente iba a dominar la arquitectura abstracta del movimiento moderno. No fue así. Las áreas de viviendas y los comercios de todos los sectores sociales están inundados de pastiches que imitan groseramente muchos estilos. No nos dábamos cuenta de que se estaba generando una nueva sociedad muy diferente a la homogénea del siglo pasado y de la primera mitad del XX; una sociedad plural con tendencias, aspiraciones y gustos diversos y contrastados, y también mucho más democrática. Esa diversidad se está reflejando en la ciudad. La ciudad es una enorme obra de arquitectura colectiva, que todos los habitantes vamos haciendo en el tiempo. Su forma retrata esa diversidad.
     Pero hubo algo más que tengo que mencionar: en 1950 se inició el vaciamiento del viejo centro de la ciudad. (Se repetía en México el proceso que arruinó los centros —los down towns— de las ciudades norteamericanas —San Luis, Chicago, Boston, Filadelfia— con la salida de las instituciones y la vivienda al suburbio.) Fue con la creación de la Ciudad Universitaria —en la que, a pesar de mi juventud, me tocó jugar algún papel— que se inició ese proceso. Se salieron los estudiantes, los maestros y los servicios que generaban. Les siguieron algunas oficinas privadas y lamentablemente casi todas las del gobierno federal, con todos sus servicios (la Presidencia sólo usa el Palacio Nacional para ciertas ceremonias). En el sexenio pasado —esto es una anécdota— se estaba pensando en crear la residencia del regente de la ciudad en Santa Fe. Se iba a repetir el proceso de Los Pinos —que fue absorbiendo poco a poco las funciones de Palacio Nacional— pero ahora con las autoridades de la propia ciudad. Felizmente no se hizo.
     Por otro lado, esta ciudad —la gran obra de arquitectura colectiva a la que me refería— ha sido realizada por una sociedad de una enorme vitalidad. Todo visitante lo siente y lo admira. Los habitantes tienen una enorme capacidad de autogestión para agenciarse los servicios y las infraestructuras. El "abandonado" Centro Histórico en realidad ha sido ocupado. Se ha convertido en un enorme centro comercial de las personas de bajos ingresos, con base en vendedores ambulantes.
     Nuestra ciudad requiere una mirada diferente a la de 1950. La sociedad se resistió al ordenamiento de forma y a la regulación del suelo. Pero este fenómeno no es sólo mexicano. También las áreas de crecimiento suburbano de las viejas ciudades europeas y estadounidenses son caóticas y contrastadas. Han sido resistentes al planeamiento clásico. La nueva mirada consiste en una nueva política urbana de acciones puntuales en áreas restringidas y enlazadas por redes de infraestructura, como se ha realizado exitosamente en Barcelona y en parte de París. Pero si las acciones pertinentes son las puntuales, los planes de infraestructura han pasado al primer plano, son más urgentes que nunca. En la Ciudad de México, aunque nunca con el ritmo deseado, se realizan: el transporte subterráneo, la reestructuración vial y las redes de comunicaciones. Pero se titubea con los grandes libramientos viales extremos y el tren elevado, y prácticamente se ha olvidado la red de mercados. Pero el más urgente, el agua, no sólo no se ha atacado, sino que se han realizado obras que van en contra de la ecología del valle. El drenaje profundo deja escapar gran parte del agua que penosamente, cada año, la naturaleza sube a este valle, a tres mil metros de altura. Y dependemos de otras cuencas para abastecernos de agua, a las que hemos dañado seriamente. Como no es suficiente, tenemos que seguir bombeando intensivamente dentro del valle, lo que acelera el hundimiento del centro de la ciudad. Varios monumentos, como la Catedral, están en grave peligro de colapso y existen eminentes riesgos de fracturas que pueden contaminar los acuíferos.
     La paradoja triste es que existe un gran proyecto, pensado por un grupo de los mejores científicos e ingenieros que ha tenido nuestro país, en el que se propone la creación de un sistema de lagos —en el lecho de los viejos lagos originarios— para almacenar agua potable, y reciclar agua tratada para usos agrícolas e industriales. El sistema se completaría con una red de presas en las laderas circundantes del valle. El sistema resolvería las inundaciones —haría innecesario el drenaje profundo; resolvería el abastecimiento de agua sin necesidad de recurrir a otras cuencas y se detendría el hundimiento del suelo. Los expertos —no los que han hecho las obras— sostienen que es factible volver autosuficiente a la ciudad en abastecimiento de agua. Pero, además, este plan abre la perspectiva de otra ciudad: en lugar de páramos polvorientos tendríamos enormes cuerpos de agua rodeados de praderas y bosques —como se puede ver en los dos lagos realizados con muy escaso presupuesto, que son parte mínima de ese proyecto. El clima cambiaría: los climatólogos prevén temperaturas dos grados más temperadas. Nuestra ciudad se instalaría en un escenario que recrea las condiciones originales del valle y de la espléndida ciudad prehispánica. Recrearíamos la ciudad lacustre. Habría espacios para planes puntuales de vivienda, equipamiento cultural y de recreo al borde del agua. O dentro del agua, como lo propone Alberto Kalach para el nuevo aeropuerto —sería el verdadero puerto de entrada a la ciudad. Este plan abre un futuro promisorio a la ciudad. Un horizonte de esperanza para una nueva vida urbana.
     Quiero terminar con una modesta propuesta para este Centro Histórico. Propongo que meditemos la vuelta al centro invirtiendo el proceso de cómo se vació: que sean los estudiantes, sus escuelas y facultades los primeros que regresen a dar nueva vida al centro, creando servicios, cafés, librerías, bibliotecas y viviendas para jóvenes. No es una utopía: muchas ciudades españolas, italianas y francesas han salvado sus viejos centros con la vitalidad de los estudiantes. Después vendrían las oficinas y comercios y el Palacio Nacional volvería a recuperar sus funciones prácticas y simbólicas. –— Teodoro González de León

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