Un desastre más allá del terremoto

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Cientos de edificios colapsados; la infra-estructura del país destruida; un gobierno paralizado ante la tragedia, totalmente rebasado e incapaz de hacer frente a la emergencia; víctimas atrapadas en los escombros una semana después del evento; la infraestructura hospitalaria prácticamente obliterada; incapacidad logística para distribuir la ayuda llegada del extranjero. Para muchos mexicanos, estas dramáticas imágenes que llegan de Haití son un triste regreso de la memoria a la ciudad de México colapsada hace ya casi veinticinco años, durante el temblor ocurrido aquel 19 de septiembre.

Lo que en México fue una tragedia en 1985, en Haití adquiere las dimensiones de una hecatombe. Las cifras que empiezan a emerger, a pesar de su imprecisión y tal vez hasta de su manejo político, hablan elocuentemente de la magnitud del desastre. En Puerto Príncipe se estima que casi tres cuartas partes de las construcciones fueron destruidas o están severamente dañadas; y en el poblado vecino de Léogâne, epicentro del terremoto del 12 de enero, la proporción se acerca al 90%. Los edificios gubernamentales se colapsaron casi en su totalidad, obligando al presidente a atender sus funciones y la emergencia en una pequeña oficina de la policía. La información del número de muertes ha oscilado con cada declaración del gobierno haitiano; se habla de al menos 150,000 decesos, aunque hay organizaciones independientes que afirman que el número podría llegar a 200,000. Expertos más conservadores, sin embargo, citan cifras menores: entre 40,000 y 50,000 muertos.

Las Naciones Unidas estiman que hay alrededor de 600,000 personas sin hogar en Puerto Príncipe; algunos organismos no gubernamentales las cifran en más de un millón. Podemos apreciar la magnitud de este desastre haciendo un ejercicio de comparación: si la ciudad de México hubiera sufrido daños en esta misma proporción durante el temblor de 1985, el número de decesos habría sido de más de un millón de personas y de casi tres millones y medio de damnificados.

 

Las razones geológicas

En una de sus primeras entrevistas a la prensa, el presidente de Haití René Préval declaró que un sismo como este “no había ocurrido nunca” en la región. Lamentablemente esta afirmación tan socorrida por gobiernos, que frente a graves desastres tratan de encontrar una respuesta a lo sucedido recurriendo al argumento de la excepcionalidad del fenómeno, es totalmente falsa. Hace casi un siglo el reverendo J. Scherer publicó la primera cronología de sismos que han afectado a Haití desde su colonización hasta esa fecha.1 En ella da cuenta de los daños y efectos producidos por una serie de sismos destructivos ocurridos en la isla de La Española, comenzando por el temblor de 1502. A este siguieron los de 1562, 1673, 1684, 1701, 1751, 1761, 1770, 1860, 1887, 1904, 1911 y uno más en 1946. Entre ellos, los sismos más destructores en Haití parecen haber sido el del 18 de octubre de 1751 en Puerto Príncipe, que tenía poco tiempo de existir, y el del 3 de junio de 1770. Este último, en particular, causó extensos daños en la entonces pequeña ciudad de Puerto Príncipe. La mayor parte de las construcciones fueron aplanadas y aproximadamente doscientas personas murieron en ella y cincuenta en Léogâne.2 El número de víctimas pudo ser mayor, de no ser por un ruido subterráneo sentido algunos segundos antes de la ocurrencia del temblor, lo cual sirvió como una alerta que permitió que la población saliera corriendo de casas y edificios. En esa ocasión se prohibió en Puerto Príncipe la reconstrucción con mampostería que no estuviera reforzada con madera; lamentablemente nunca más se tomaron previsiones similares.

Los sismos en Haití se deben al hecho de que la isla de La Española es una frontera de placas tectónicas. Las placas tectónicas forman el cascarón externo de la Tierra y se mueven una con respecto a la otra. El movimiento entre las placas no es continuo sino episódico. La fricción existente en la frontera de placas las frena, hasta que la energía acumulada rebasa la fuerza de fricción entre ellas. Al vencerla, ocurre un deslizamiento súbito a lo largo de la falla geológica, provocando un terremoto. Estos deslizamientos ocurren repentinamente con periodos que van desde varias decenas a centenas de años. La falla geológica de Enriquillo-Plantain Garden, hipocentro del terremoto del 12 de enero, forma la frontera entre la placa del Caribe y la placa de Norteamérica. La mayor parte de los grandes sismos en la historia de Haití han ocurrido a lo largo de esta frontera.

Geológicamente, esta falla es similar a la falla de San Andrés, que separa la placa del Pacífico de la placa Norteamericana y que produjo el famoso temblor de San Francisco en 1906. Ciudades como Tijuana, Los Ángeles y San Francisco están a lo largo de esta falla. Sin embargo, las velocidades promedio de movimiento relativo entre estos pares de placas tectónicas son distintas. En el caso de la falla de San Andrés, el movimiento promedio es de seis centímetros al año; en Haití, el sistema de fallas que forman la frontera geológica se desplaza dos centímetros al año, aproximadamente.

El reciente sismo de Haití fue causado por el desplazamiento súbito de un segmento de 40 kilómetros de largo sobre la falla de Enriquillo-Plantain Garden. El deslizamiento sobre la falla fue de casi cuatro metros y desplazó la parte sur de la isla, asentada sobre la placa del Caribe, hacia el este con respecto al resto de la isla, que está sobre la placa Norteamericana. Este movimiento tuvo lugar en unos cuantos segundos, dando origen a las ondas sísmicas que sacudieron la región.

 

Catalizadores del desastre

El temblor de Haití no debió haber sido sorpresa para nadie. Los desastres sí avisan es el título de un libro publicado hace ya varias décadas.3 Desde hace muchos años los especialistas discutían la probabilidad de que un sismo de magnitud importante ocurriera en la mencionada falla geológica. Los pronósticos ubicaban la magnitud del probable sismo en 7.2, no muy lejos de los 7.0 grados del temblor de enero pasado en Haití. Esto no constituye una predicción formal del sismo, sino un pronóstico a largo plazo que debió haber gestado una serie de acciones destinadas a mitigar y reducir los daños potenciales debidos a un sismo de esta magnitud.

Tristemente, como sucede en muchos países, incluido México, en Haití no se tomó ninguna medida para mitigar un posible desastre de origen sismológico. Si bien fue la magnitud del temblor, aunada al hecho de que su epicentro se ubicó muy cerca de la ciudad de Puerto Príncipe, lo que produjo ondas sísmicas de gran amplitud, hay otros factores que sirvieron como catalizadores de esta tragedia. Resulta evidente que la calidad de las construcciones de esa capital es muy pobre. Edificaciones como el palacio presidencial, la sede de la misión de paz de las Naciones Unidas, el Ministerio de Justicia, el de Obras Públicas, y la mayoría de los edificios gubernamentales y privados más importantes, se desplomaron durante el temblor.

Una de las razones más determinantes de la debilidad estructural de los edificios haitianos es la ausencia de un reglamento de construcción sismorresistente que tome en cuenta las condiciones sísmicas de Haití, estableciendo una práctica adecuada de diseño y construcción. El hecho de que una ciudad con más de tres millones de habitantes no tuviera un reglamento de construcción sismorresistente es obviamente resultado de las condiciones sociales y económicas de Haití. Sin embargo, es también una muestra de la falta de previsión de muchos países y organismos no gubernamentales que han ofrecido su ayuda para paliar las necesidades de la población, los cuales no identificaron esta carencia y las funestas consecuencias que traería consigo.

La deficiente calidad de las construcciones es producto también del crecimiento acelerado y sin control de Puerto Príncipe debido a la creciente migración rural a la capital. La ciudad se rodeó de barriadas que también sufrieron fuertemente los efectos del sismo. Por otro lado, Haití no cuenta con un sistema adecuado de protección civil y carece de recursos materiales y humanos para atender desastres asociados con fenómenos naturales. El país ha sufrido los embates de ciclones que afectan la región y para ello tampoco existen previsiones, aunque estos fenómenos se presentan año tras año. Estas carencias, aunadas a un gobierno débil y a instituciones gubernamentales frágiles, imposibilitan la atención rápida y efectiva en caso de desastres.

 

Los desastres no son naturales

Las vulnerabilidades acumuladas y los riesgos construidos son particularmente evidentes ante la presencia de amenazas naturales potencialmente destructoras. “Los desastres no son naturales” reza la frase con la que surgió en 1991 la Red de Estudios Sociales en Prevención de Desastres en América Latina (LA RED), intentando con ello dar cuenta de que muchos de los desastres son generados por prácticas humanas vinculadas con la degradación ambiental, el crecimiento y la concentración demográfica, los procesos de urbanización, la gobernanza y la gobernabilidad.4

Los estudios históricos y los análisis antropológicos sobre sismos en varios países de América Latina durante los últimos quinientos años han demostrado el papel que el incremento de la vulnerabilidad y la creciente construcción social de riesgos juegan en la ocurrencia de desastres.

Uno de tantos ejemplos proviene de comparar dos terremotos ocurridos en México, el de 1845 y el de 1985, ambos con magnitud similar, pero con efectos e impactos muy diferentes: el del 7 de abril de 1845, con una magnitud estimada de 8.1, la misma que 140 años después tendría el devastador sismo del 19 de septiembre, provocó daños severos en la capital del país; no obstante, en 1845 se registraron 17 personas lastimadas o muertas, mientras que en el ocurrido en el siglo XX las cifras oficiales hicieron referencia a alrededor de 6,500 fallecidos.5 Como ha dicho el sismólogo mexicano Cinna Lomnitz: ¿qué es lo que mata: los sismos o los edificios?

 

Eternas confusiones

Como vimos antes, los centros de población con mayor desarrollo y crecimiento se encuentran en una relación exponencialmente peligrosa: el aumento de la población ha sido directamente proporcional al aumento de su vulnerabilidad. Cada vez que una amenaza se materializa, los desastres provocan daños, cuyo impacto se mide por el número de muertes, y no por el costo material de la destrucción. El reciente terremoto de Haití da cuenta con creces de estas circunstancias.

La falta de recursos para atender muertes masivas ha conducido a respuestas que continúan repitiéndose desde hace siglos y en casi todas las sociedades: piras funerarias, fosas comunes sin ninguna sistematización, o bien el entierro apresurado de los cuerpos sin el protocolo de su identificación. No existen protocolos convencionales que cuenten con recursos formales y sistemáticos para estimar el número de fallecidos en casos de “desastres de muertes masivas”, y que permitan, asimismo, determinar sus impactos y alcances. La instrumentación de una herramienta tal choca con tres variables: a) la inmediatez con que las autoridades en turno estiman el número de decesos; b) el aprovechamiento por parte de los medios de comunicación de elevadas cantidades de víctimas para captar consumidores de noticias; c) la conveniencia que representa un alto número de fallecidos como indicador de la magnitud del desastre para atraer ayuda internacional.

Un ejemplo es la tragedia del estado Vargas, en Venezuela, ocurrida en 1999. Las estimaciones sobre el número de fallecidos oscilaron entre 10,000 y 50,000. Esas diferencias en decenas de miles no sólo resultan irrespetuosas, sino confusas e ineficientes. Investigaciones académicas realizadas en los archivos de las morgues y los cementerios señalan que el número de fallecidos en aquel desastre no supera las 700 personas, cosa que revela la falta de escrúpulos en el manejo de las cifras por parte de las autoridades.6 Ante semejante diferencia, corresponde preguntarse sobre la falibilidad de las estimaciones en situaciones similares, y el ejemplo de Haití, donde los cálculos han fluctuado significativamente, vuelve a llamar la atención al respecto.

La metodología más eficaz ante las muertes masivas producto de un desastre fue presentada por un equipo de médicos forenses luego del tsunami de 2004.7 Esta estrategia supone el entierro en fosas comunes de los cuerpos rescatados, parcelando la fosa e identificando el lugar de entierro del mismo modo que los arqueólogos dividen sus excavaciones. Esto permite que los familiares de las víctimas puedan acudir a las listas de protocolos, reconocer a sus posibles allegados y acudir al lugar de entierro para que, luego de una exhumación cuidadosa, sean identificados los cadáveres hallados. Para esto las autoridades han de contar con equipos de refrigeración previamente dispuestos, así como con cuerpos de forenses entrenados a tal fin. La experiencia en estos países resultó ejemplar.

 

El nebuloso futuro de Haití

El temblor de Haití del 12 de enero de 2010 evidencia claramente la ausencia de políticas adecuadas y de largo plazo para mitigar los desastres. Puerto Príncipe es una de tantas ciudades latinoamericanas ubicadas a lo largo de fronteras de placas, en las cuales se replican muchas de las razones que provocaron esta tragedia: incremento masivo de la vulnerabilidad física por la construcción irregular y de baja calidad, ausencia de reglamentos de construcción o su aplicación inadecuada, falta de una cultura de protección civil, carencia de recursos y personal necesario para atender de manera exitosa y oportuna la emergencia y, particularmente, condiciones históricas de miseria y descomposición que se han manifestado claramente en una mínima cohesión social.

No obstante, las condiciones de pobreza y atraso económico de Haití no deben constituir una explicación fácil y expedita para justificar los daños y el enorme número de víctimas. La trágica situación haitiana debe ser un llamado de atención para muchas ciudades latinoamericanas ubicadas en fallas geológicas activas. El suponer que un desastre de esta naturaleza se debe únicamente a las carencias sociales y económicas de Haití sería atender sólo una parte del problema. Baste mencionar los daños ocasionados por el paso del huracán Katrina en la ciudad de Nueva Orleans, en 2005, para demostrar que si bien la riqueza de un país o su grado de desarrollo pueden ser determinantes en la capacidad de respuesta y recuperación de la población dañada, no son de suyo garantías para evitar las catástrofes.

La ausencia de recursos en uno y otro casos conduce al advenimiento de otro tipo de víctima en situaciones similares: los desaparecidos. En muchos casos, cuando no existen instrumentos eficientes al respecto, los desaparecidos sobrevienen como un resultado inevitable, pues buena parte de los cuerpos que nunca llegan a ser identificados encierra a muchos de los denunciados como desaparecidos. Igualmente, cuando el caos generalizado se apodera de la emergencia, el tráfico de personas (especialmente niños y adolescentes) se asoma dramáticamente, como ha ocurrido después del terremoto del 12 de enero.

El drama que nos arropa con esta nueva tragedia conduce a preguntas indefectibles. ¿Cómo reconstruir Haití? ¿Cómo devolverle sus edificios públicos y religiosos, sus viviendas, sus vías de comunicación, su vida cotidiana? La falta de institucionalidad, la pobreza, la violencia, el deterioro social y económico se presentan como un entramado insoslayable antepuesto a cualquier esfuerzo por entregarle una nueva vida, una salida digna, un camino seguro. ¿Cómo reconstruir Haití, entonces, sin volver a construir, con todo ello, nuevos riesgos que conducirán a nuevos y mayores desastres? Hoy estas interrogantes aún se encuentran muy lejos de tener respuestas claras y satisfactorias. ~

 

 

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1. Bulletin Semestriel de l’Observatoire Météorologique du Séminaire-Collège St. Martial (1911) y Boletín de la Sociedad Sismológica de América (1912).

2. José Grases, Terremotos destructores del Caribe: 1502-1990, Montevideo, UNESCO-RELACIS, 1990; Stephen Taber, “Jamaica earthquakes and the Bartlett Trough”, Bulletin of the Seismological Society of America, vol. 10, núm. 2, pp. 55-89, 1920; Stephen Taber, “The seismic belt in the Greater Antilles”, Bulletin of the Seismological Society of America, vol. 12, núm. 4, pp. 199-219, 1922.

3. Andrew Maskrey, Los desastres sí avisan, Lima, ITDG, 1991.

4. Riesgo y pobreza en un clima cambiante / Invertir hoy para un mañana más seguro / Informe de evaluación global sobre la reducción del riesgo de desastres 2009, Ginebra, Naciones Unidas, 2009.

5. Virginia García Acosta y Gerardo Suárez Reynoso, Los sismos en la historia de México, vol. 1, México, UNAM/CIESAS/Fondo de Cultura Económica, 1996.

6. Rogelio Altez, “Muertes bajo sospecha: investigación sobre el número de fallecidos en el desastre del estado Vargas, Venezuela, en 1999”, Cuadernos de Medicina Forense, vol. 13, núm. 50, pp. 255-268, 2007.

7. Un equipo compuesto por médicos de Tailandia, Sri Lanka, Indonesia, Inglaterra, la OMS y la OPS, publicó sus resultados en la revista PLoS Medicine bajo el título “Mass Fatality Management following the South Asian Tsunami Disaster: Case Studies in Thailand, Indonesia, and Sri Lanka”, en el volumen del 6 de junio de 2006.

 

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(Ciudad de México, 1952) Es investigador titular del Instituto de Geofísica de la UNAM.


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