Tres millones y un poetas

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No sé qué singular y extravagante hechizo cayó sobre esa tierra, pero apenas tocas Japón, quieras o no, te des cuenta o no, te haces poeta. ¿Será la cortesía prodigiosa, y tan delicada, de esa gente, educada por el gran maestro Kong a quien llamamos nosotros Kongfuzi, id est, Confucio?, ¿será la mezcla bien balanceada de hipermodernidad tumultuosa con tradición antiquísima, y rara, sedante, que se aprecia por todas parte ahí?, ¿será por el poder y sutileza de sus jardineros?, ¿o algo, tal vez, en la comida, un filtro en el delicioso pollo crudo que Alberto López Habib y Keiko nos llevaron a comer a nuestra llegada, o será el tofu, siempre sospechoso, de la cena a la que nos convidó, otro día, el embajador De Icaza, y que fue una apoteosis de ese alimento en todas sus variantes?, ¿será la impresión, y hay que decirlo, la envidia, que me produjo oír a Aurelio Asiain hablar en perfecto japonés con un chofer de taxi de guantes blancos, corbata y gorra reglamentaria?
     No lo sé, la respuesta se hunde en el misterio, pero al tercer día, yo, que no escribo poemas, amanecí con dos haikús en la cabeza, y la firme resolución de (1) ponerlos por escrito y (2) leérselos cuanto antes, quisiera él o no, a Aurelio Asiain, que, como todo mundo sabe, es poeta.
     El haikú, se sabe, es poema breve, con versos de cinco, siete y cinco sílabas, tres versos nada más. El primero que se me ocurrió tiene su pequeña historia; el segundo, en cambio, apareció súbitamente, de improviso, poco antes de que despertara en mi cuarto de hotel. El primero, que es el que más trabajo me ha costado, tuvo la culpa de la aparición brusca del segundo, que nació armado, entero, y no requirió ningún esfuerzo.
     Empecemos con el segundo. Se llama Amanecer y dice así:

En el papel de arroz
     Sin tinta ni pincel va dibujando
     La luz de la mañana.

En un ensayo sobre Japón, Alfonso Reyes elogia al pueblo de las “casas de papel”. Y, en efecto, puertas y ventanas de las casas tradicionales de Japón, en vez de vidrios, tiene papel de arroz, enmarcado en madera muy livianita. Y también la pintura y escritura tradicionales del Oriente se traza con pincel sobre papel de arroz. De ahí este haikú.
     Ahora, ya sé que se va a decir que los versos no tienen cinco y siete sílabas, pero es que esa medida es la natural y espontánea del verso japonés, pero no del español: el verso de cinco sílabas es muy corto en castellano. Mejor medida es, creo, versos de siete y once sílabas, que en español se llevan bien y son flexibles. En mi haikú el primero es de siete, el segundo sí es endecasílabo, es decir, tiene once, y el tercero es de siete sílabas. Bueno, así brotó.
     El primer haikú, el dificultoso, se suscitó en un barrio muy interesante al que Alberto y Aurelio, dúo dinámico, pareja atómica de conocedores y enamorados del Japón, nos llevaron a Guita y a mí después de la proyección de Las Caras de la Luna, la película de Guita que se proyectó en Tokio. He de denunciar, en digresión corta, que esta película ha tenido mucho éxito en el extranjero. En Turín, Italia, ganó, por ejemplo, el Premio del Jurado. En todas partes, menos, claro, en México, donde recibió de los críticos sólo indiferencia, cuando no franca hostilidad, a veces lindante con el sadismo.
     En Asia se alcanza la apoteosis del gas neón, que tanto me gusta; la acumulación de anuncios luminosos es en el barrio que digo frenética, por su vida nocturna, pues es barrio de bares y cabarets con bataclanas proclamadas en fotos a la puerta de cada establecimiento. La luminosidad, el arco iris de anuncios, como digo, es intensa, ni Times Square puede comparársele.
     Pues bien, cuando salimos del metro, que es cómodo y preciso en Tokio, nos llamó la atención que entre los poderosos colores de los anuncios aparecía, pálida, la luna llenísima. Y esa experiencia, en el hechizo poético de Japón, imponía un haikú. Pero en ese momento no sentí impulso de hacerlo, fue más tarde cuando me acometió el haikú que decía así:

Entre el brillo delirante
     De la calle que no duerme,
     Asoma, pálida, la Luna.

Más tarde, cuando acorralé a Aurelio y logré comentar con él los poemas, corrigió el haikú, y apareció algo más japonés:

Entre el brillo delirante Sueña sin dormir
     De la calle insome, En el arco iris de gas neón
     La Luna pálida. La Luna pálida.

Es el de la derecha, pero no nos convenció del todo. “¿Sabes que en Japón hay tres millones de poetas registrados como tales?, todo mundo hace aquí poesía, es un frenesí”, me informó Aurelio. En este momento hay tres millones y uno, pensé, el último no registrado. A la izquierda figura una versión posterior, que tampoco me convence.
     A bordo del tren bala de Kioto a Tokio, ya de salida de Japón, de pie en el saloncito donde venden alimentos y refrescos, nos apareció a Guita y a mí, de pronto, el monte Fuzi, que llamamos Fuji. Aquí hasta las montañas son elegantísimas, comentamos. Y dice la tradición que quien descubre el monte Fuzi al salir, regresará a Japón. Ojalá sea cierto y regrese a aquellas tierras porque ahí fui, sin exagerar, completamente feliz. ~

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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