Todo sobre mi madre

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Mujeres y mujeres

En una ocasión escuché a Pedro Almodóvar decir en una entrevista que vive y trabaja "como si Franco nunca hubiera existido". Posición moralmente admirable —por su total rechazo al peor criminal que ha tenido España en el siglo XX— pero estéticamente reveladora de los límites de este talentoso director de moda. Almodóvar es un creador de situaciones fantásticas, de cintas melodramáticas y lacrimógenas impregnadas de humor transexual y con un exquisito sentido del tiempo y del ritmo visual, todo imaginado y proyectado a través del prisma de su propia sensibilidad gay, de orientación femenina. En general, el suyo es un mundo cinemático donde la maldad humana ("Franco") es casi inexistente, aunque la maldad natural —la enfermedad, las muertes repentinas, las pasiones incontrolables vistas como fuerzas no morales de la naturaleza— existe como disparadora de las emociones y de las decisiones emocionales. En Todo sobre mi madre (que ganó el premio del jurado en Cannes 1999) Almodóvar puntúa su melodrama de altibajos —en las vidas de sus mujeres reales y simuladas— con elegantes puentes visuales: la elaborada e introductoria secuencia del equipo médico, que establece el contexto para la parte inicial (la mejor) de la película; la muerte como el veloz montaje de lluvia, un coche y un parabrisas estrellándose; el tiempo como dos claros, límpidos trenes que pasan, en secuencia, en direcciones opuestas. Pero cuando sus personajes hablan y viven, la fuerza y debilidad de la aparentemente anárquica —pero que en realidad responde a muchas fórmulas— visión narrativa y emocional de Almodóvar se hacen notar, y evolucionan en secuencias a veces entretenidas, a veces banalmente predecibles.
     Todos los personajes principales (cuatro mujeres biológicas y dos transexuales) son femeninos; y el centro de todo, la "madre" esencial, es Manuela (Cecilia Roth), a quien primero conocemos como enfermera-administradora que supervisa las adquisiciones para trasplantes en un hospital de Madrid. Los primeros veinte minutos de la película —a través de toques diestros y breves— presentan dos tramas: una dedicada al trasplante de órganos —la vida se traspasa a través de la muerte—, otra al amor entre Manuela y su hijo adolescente, que terminará en un accidente (él corre velozmente en la lluvia, buscando el autógrafo de dos actrices que van en un taxi, y se estrella fatalmente contra otro coche). Ambas vertientes son significativa y poderosamente unidas cuando Manuela espera afuera del hospital para avistar al joven que ha recibido el corazón de su hijo. Él pasa al lado de ella, su pecho llena la pantalla y rápidamente se desvanece.
     Pero a partir de entonces la película se convierte en una típica telenovela almodovaresca, encerrada en sus propias fantasías, cuando Manuela va a Barcelona, buscando al padre de su hijo, a quien conoció hace aproximadamente quince años cuando actuaban ambos en Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams (la misma obra que ella y su hijo acababan de ver en la noche del accidente, y que se convierte —a través de fragmentos más bien moderados— en un motivo recurrente de estridente angustia femenina). Su antiguo esposo es ahora un travesti, por el momento ilocalizable, pero Manuela encuentra a otras mujeres: las mismas actrices que ahora actúan en la misma obra en Barcelona (amantes lesbianas con problemas), un prostituto transexual con senos implantados llamado Agrado (interpretado por Antonia San Juan, un artista de cabaret madrileño) y una monja novicia que trabaja con los pobres, la hermana Rosa (la extraordinariamente bella Penélope Cruz, cuyo perfil parece un retrato grecorromano de Fayoum), que se ha embarazado recientemente (y contraído sida) del antiguo esposo de Manuela.
     Siguen escenas de camaradería femenina, intercaladas con bromas sexuales, a veces chistosas, y por supuesto un final feliz. Aunque la hermana Rosa muere de sida, Manuela toma al bebé, se las arregla para presentárselo a su verdadero padre (ahora travestido) y comienza a educarlo. El sistema del bebé es de alguna forma limpiado de sida, "probando", como dice Manuela mientras sonríe, "que hay una cura". Nada de esto tiene sentido emocional, porque tiene lugar en un mundo fantástico de farsa y melodrama hecho a la medida de las especificaciones de Almodóvar. Las actrices son excelentes y la edición es ágil, pero el material es inconsistente, e incluso el  sentido de la unidad femenina (tan alabado por algunos críticos) es trivial porque es casi absoluto —todas son atentas y compasivas—  y es falso porque hasta las mujeres reales no son reales y funcionan como lo hacen sólo dentro del paraíso amoral de Almodóvar. Incluso el sida no puede limitar esta visión, porque a "Franco" no se le permite existir. El melodrama —para ir más allá de su mera fórmula— siempre tiene que transformarse de alguna manera (a través del lenguaje, del punto de vista, de la sorpresa), pero Almodóvar se queda con el mismo mundo limitado, manchado de lágrimas pero esencialmente feliz. Es cierto que Manuela llora por su hijo, pero su relación con el resto de la realidad es accidental, impuesta, teatral y no más.  La excelencia de las actrices y el afinado sentido del ritmo de Almodóvar impiden que incluso la banalidad se convierta en aburrimiento, pero ya es tiempo de que este director busque un contexto más amplio para el juego de sus obsesiones. –Traducción de Santiago Bucheli

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