Sociolatría

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De unos meses para acá se ha puesto de moda componer panegíricos de la sociedad mexicana en prensa, radio y televisión, como si el cambio de régimen nos hubiera convertido de la noche a la mañana en un dechado de perfecciones. Contraponer la honradez y la nobleza de los ciudadanos libres a la rapiña gubernamental fue un recurso ideológico útil para unificar a la sociedad en su batalla contra la dictadura más provecta del mundo. Había que impulsar una corriente de opinión mayoritaria en favor de la democracia para vencer a una mafia omnipotente y cualquier simplificación era bienvenida con tal de lograrlo. Pero desde el momento en que el pueblo mexicano alcanzó la mayoría de edad, la sociolatría empezó a desgastarse. La exaltación de las virtudes cívicas ha degenerado en cursilería y si el periodismo de combate quiere seguir mereciendo ese título, debería combatir en primer lugar la autocomplacencia de la sociedad victoriosa.
     Hace veinte años, el politólogo Carlos Pereyra hizo una brillante aportación al debate político nacional cuando propuso que la izquierda mexicana debía situarse a la vanguardia de la sociedad civil para obligar al Estado corporativo a abrir espacios democráticos, en vez de crear las condiciones para la revolución, como indicaban los viejos manuales marxistas. Representar a un cuerpo tan heterogéneo como la sociedad civil significaba en los hechos abrirse a una política de alianzas con otras fuerzas sociales. La estrategia imaginada por Pereyra dio fruto en la insurrección ciudadana de 1988, cuando el Frente Democrático derrotó en las urnas al aparato gubernamental, con mucho menos dinero que los amigos de Fox y sin tener acceso a los medios de comunicación masiva. Se había logrado unificar a grupos antagónicos bajo una bandera pluriclasista y revertir con éxito la cerrazón ideológica de la izquierda. Sin embargo, a partir de la entrada en escena del EZLN, el Subcomandante Marcos redefinió el concepto de "sociedad civil" con un criterio sectario, para excluir de ella a los propietarios agrícolas, a los industriales, a los comerciantes, a los panistas, a los perredistas, a los indígenas beodos, a los intelectuales burgueses, a los reporteros de Televisa, a los caricaturistas que no le queman incienso y, en general, a cualquiera que realice una actividad con fines de lucro, sin importarle que el 90% de la población pertenezca a este perverso conglomerado. Desde entonces la sociedad civil es una entelequia sin capacidad aglutinadora. Mientras el poetastro de Las Cañadas purgaba a la sociedad civil de elementos indeseables, la derecha empezó a fraguar su propia sociolatría, basada en la tradición antigobiernista conservadora. Cuando México perdió la guerra con Estados Unidos, Lucas Alamán formuló un diagnóstico de los problemas nacionales muy similar al de Vicente Fox en su campaña por la presidencia: "Todo lo que ha podido ser obra de la naturaleza y de los esfuerzos de los particulares ha adelantado; todo aquello en que debía conocerse la mano de la autoridad pública ha decaído: los elementos de la prosperidad de la nación existen, y la nación como cuerpo social está en la miseria". Fox conquistó el voto antipriísta de muchos adversarios ideológicos gracias a su plataforma incluyente, pero su filiación partidaria lo aproxima, sobre todo, a los grandes capitalistas y a la clase media conservadora. Son estos sectores los que ahora se autoelogian sin medida y, a juzgar por su retórica triunfalista, creen haber desempeñado un papel decisivo en la muerte del dinosaurio. Suponiendo que los grandes empresarios sean, como creía Alamán, el único elemento sano de la sociedad, su reciente despertar político suscita varias preguntas: ¿Por qué tardaron tanto en salvar al país? ¿Cuándo dejó de convenirles su alianza con el PRI? ¿La propaganda gubernamental les impidió oler la podredumbre en el sexenio de Carlos Salinas o más bien formaban parte de ella?
     Una clave para comprender los móviles de nuestros hombres de empresa es que si bien solían quejarse en secreto de la familia gobernante, sólo empezaron a combatirla en serio cuando la inseguridad provocada por el desastre económico del 94 se volvió insoportable. Mientras el régimen logró mantener a raya la delincuencia, ni los dueños de la riqueza ni la clase media partidaria de la inmovilidad se inmutaron jamás por la falta de democracia, ni por los estragos de la miseria, ni por el asesinato masivo de militantes opositores: fue preciso que el hampa tomara por asalto las colonias residenciales, que la ola de secuestros creara una psicosis colectiva entre las familias acaudaladas, que los barones del narcotráfico gobernaran varios estados por medio de testaferros y que las señoras de sociedad se vieran obligadas a ir al excusado con catorce guaruras, para sacar de su letargo a estos ciudadanos modelo. El PRI perdió el poder, principalmente, por haber consentido y usufructuado la corrupción policiaca a costa de la paz social. Pero si hubiera tenido una policía eficaz, como la Guardia Civil del franquismo, sus aliados con poder económico difícilmente le hubieran vuelto la espalda.
     No pretendo condenar a la clase empresarial en su conjunto, pues de ella también han salido luchadores sociales que hicieron grandes sacrificios para militar en la oposición. Pero si queremos deslindar las lacras imputables al difunto sistema político de los problemas que la propia sociedad ha engendrado, más nos vale empezar a vernos tal como somos. –

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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