“Sin revolución…”

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La conmemoración de la invasión de Bahía de Cochinos y de la revelación del carácter marxista de la Revolución Cubana quizá ha tenido este año una mayor intensidad retórica y litúrgica, por lo cuadrado del aniversario. Amparado por un incansable ángel de la guarda, a Fidel Castro lo mismo le han surgido fraternales o interesados, incluso inéditos valedores (como Hugo Chávez, Marcos, China, Kevin Costner o John Lennon), que mitos casi bíblicos (como el de Elián rescatado de las aguas del cálculo egoísta, ya saben: del sinuoso abrazo de la gran perra).
     Castro tiene la baraka, como casi todo héroe, y un algo de Viriato que aspirara a ser César, lo que impregna sus discursos. Si la dictadura se justificaba en Julio César porque garantizaba manu militari el orden en la república, la paz y la grandeza de Roma, apuntando su retórica a la monarquía; si el Estado de Obras ocupó buena parte de la oratoria operística de Benito Mussolini, así como la arquitectura y la ingeniería de un Estado que tenía vocación imperial hasta en el alcantarillado, son los "logros" de la Revolución Cubana: la sanidad, la educación y el aprovisionamiento universales, los mandamientos que animan al cesarismo castrista, su imperium, demandando la absoluta subordinación de las libertades a la supervivencia del régimen —bien entendida ésta como gloria. Asimismo romano y lusitano, el guerrillero ha hecho de una resistencia en parte sólo imaginaria la razón misma del Estado de Movilización Total, característico del totalitarismo y uno de cuyos pilares es —tanto si su mentalidad resulta premoderna como moderna, religiosa o laica— la guerra (no importa si servida fría, caliente o a pedradas de honda).
     Y Fidel sostiene a Cuba en pie de guerra contra Estados Unidos. Esa es la ficción que se encarna y que pone a la isla en alerta permanente, siempre en alarma y en permanente sujeción al caudillo, Numancia sitiada y seducida por una dramaturgia que entrevera el materialismo dialéctico con pronunciamientos bolivarianos, con tronantes invectivas martinianas o de Maceo; y sus rezos, estratégicamente conmovidos por invocaciones espartaquistas, algo melodramáticas… porque, simple y llanamente, Castro Ruz no es Espartaco.
     Ni quiso, ciertamente, ni podría serlo: Espartaco, un esclavo, encabezó una revuelta de esclavos que luchaban contra Roma para conquistar su liberación personal. Abogado y algo criollo, por gallego, Fidel nunca fue obrero ni campesino, clases sociales —por llamarlas de alguna forma— a las que defiende desde otra cultura, la de los independentistas: Bolívar, San Martín… de ideología tan criolla como la de Martí, o la de Maceo, muchas veces conservadores antes que liberales, y a los que adecenta y adelanta por la vía marxista-leninista; Fidel tampoco soñó con marcharse a casa —como un Espartaco moderno— vestido de paisano o de político, una vez derrocada la tiranía de Fulgencio Batista, sino de militar y siempre al mando, a la cabeza del Estado, como así lo ha hecho y como lo hicieron Tito o Franco, también campeones de una guerra civil.
     Claro que Castro no es Espartaco sino Viriato y también un David criollo, un caudillo que será rey mientras Goliat viva, o más bien un César, sostenido por el heredero, su hermano Raúl, al frente de los ejércitos. O todas esas cosas… El problema del David criollo que encarna Fidel Castro es que nunca ha abatido, como así lo hizo el héroe bíblico, a Goliat. David combatía contra otros que como él mismo eran pastores, agricultores, mercaderes o nómadas. Su fábula transcurre en la Arcadia campesina y su desenlace restaura un orden anterior, que ha sido quebrantado: el relato, a su manera, parece una comedia épica, a medias legendaria e histórica. En cambio, el David criollo defiende el orden nuevo que él ha instaurado en el más acá de una tragedia, y que sobrevive a sus enemigos interiores, ya vencidos, mientras Goliat exista, gracias a él, mientras haya guerra real o imaginaria. No importa que Goliat —sólo así visto— sea un molino de viento, porque no es la realidad, sino la ficción lo que importa; y quizá por eso, por necesitar que el gigantesco ogro muera y resucite con cada tiro de honda revolucionaria, nunca lo abate, sino que dramatiza, consagrándola una y otra vez, la escena del mito primordial, reafirmándolo en cada nueva ceremonia con las hazañas presentes y coyunturales. De abatirlo, así fuera psicológicamente, lo mismo Goliat que David quizá se esfumarían, como fan-tasmas disueltos por la luz del día.
     Y así, el pasado 16 de abril el César y caudillo, el mesiánico comandante en jefe y sumo pontífice, Viriato o el David criollo con el fusil al hombro repitió, despistándose entre cuartillas, la oración fúnebre pronunciada en 1961 —por él: aquí, en esta misma explanada de El Vedado— a los caídos en Playa Girón. En El Vedado, un barrio residencial donde antes de la guerra civil (¿qué otra cosa es una revolución sino una guerra civil, en la que un bando aniquila al otro?) vivía la corrupta alta burguesía de La Habana. El escenario no ha cambiado, pero es fantasmático y nada lo refresca del deterioro ruinoso de los edificios y de las mansiones batistianas, de la decrepitud del oficiante y de sus concelebrantes. David está viejo. Y Goliat, también. Nada se ha construido sobre las vivas ruinas de Numancia. Pero ahí están y la liturgia sacramental prosigue hacia su clímax: Castro, después de haber enunciado todo aquello que no se habría conseguido "Sin la revolución…", como a él le gustaba y le gusta predicar, aún habrá de renovarle el juramento revolucionario a una multitud de cien mil confirmados, que quién sabe si aún creen metralleta en alto en todo ello, si fingen y no le son tan fieles, o si tan sólo aguardan estoicamente a que el dictador fallezca, para así acabar con la miseria y recuperar el desarrollo y el progreso fatalmente postergados con tanta Historia y tanta leche. Qué cansancio.
     En fin, de no haber sido secuestrada y sojuzgada por la Revolución manu militari —esto es: "Sin Revolución…", sin los hermanos Castro y sin Partido Ejército—, quizá la justificada y muy legítima revuelta de Sierra Maestra habría alumbrado una democracia vivible, aunque poco heroica y poco mítica —ya saben: simplemente de clases medias, humana y de andar por casa… pero próspera. –

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