Siesta en Hampstead Heath

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En 1988 mi mujer, Guita Schyfter, y el de la voz, fuimos becados por el benemérito British Council para hacer estudios en Londres. El viaje fue, quiero creer, además de delicioso, bien aprovechado por nosotros. Mi mujer estudió producción de cine (ya había estado ahí, en Londres,estudiando en la BBC por dos años) y yo análisis conceptual de la imaginación, sobre la que entonces escribía un libro, que luego resultaron dos, ya redactados y publicados, uno sobre los sueños y otro sobre arte. La mansa escena que reconstruyo en mi memoria duró muy poco, segundos tal vez; como se verá, es difícil cronometrar estas cosas. Los hechos tienen lugar el domingo 19 de junio de ese año.
     Estoy reclinado en una silla de jardín y siento el placer de descansar; curioso deleite el de hallar tan placentera la inmovilidad. Los ojos están entrecerrados, pero alcanzo a ver cómo reverbera la luz del estanque entre las hojas del sicomoro. El jardín de la casa donde fuimos invitados a comer y donde ahora reposamos da a un estanque. Hace un rato di un trago a mi enorme taza de té con leche y sentí que me tragaba una marta cibelina o un visón, y antes estuvimos paseando por el parque hermosísimo de Hampstead Heath. Sólo un parque inglés puede alcanzar esta perfección en el desorden (Kant pone de ejemplo de belleza pura, rebelde a todo concepto, un jardín inglés). El día es cálido, sin nubes, brillante y jubiloso; días como éste, acaban de exagerar aquí los contertulios de la comida, se ven siete u ocho al año en Londres. Podría quedarme dormido, soy el tipo de persona que puede dormir por lapsos brevísimos, o por más tiempo, ya francamente roncando y babeando, en cualquier parte. Y creo que no sería del todo mal visto, dado que nuestros dos anfitriones están, cada uno en su silla, sumidos en profundo sueño. Pero somos cinco invitados, y cuatro, Guita entre ellos, que es incansable, mantienen viva la conversación. Hablan de la Umbria, en Italia, donde alguien, británico, acaba de comprar una casa de campo.
     —Los campesinos italianos —afirma una invitada, psiquiatra inglesa de habla extremadamente pausada y cortés— han elevado su nivel de vida con el mercado común, y han ido, por supuesto, a vivir a los pueblos, donde tienen todos los servicios, dejando abandonadas sus viejas y preciosas casas de piedra en el campo. Los ingleses y los alemanes se han dedicado a comprar y remozar esas casonas. Los campesinos, claro, no pueden entender que alguien quiera vivir ahí, en descampado, si puede vivir en el pueblo.
     Mi mente se mueve perezosamente recordando la vieja pasión inglesa por Italia (Byron, Shelley, Keats, Browning, E.M. Foster), pero desecha el tema. Estamos, me digo, en Hampstead Heath y hasta hace relativamente poco este era un pueblecito cercano a Londres (como San Ángel era cercano al D.F.). Esto dice el portentoso resumen de lo británico que está en la Vida del doctor Samuel Johnson de Boswell, libro geológico, logrado por acumulación de capas sucesivas de vida real, y muy superior, por tanto, a lo que el mero ingenio individual puede engendrar: nadie, ni Shakespeare puede inventar un personaje tan rotundo y variado como Diccionario Johnson moviéndose en las mil circunstancias y recovecos de la existencia. Y el melifluo y puntilloso Boswell es un partner o patiño tan cabalmente adecuado, tan polarmente situado frente al imperioso maestro, que el contraste no puede menos que producir, en su profunda lección, un interminable regocijo. El Quijote y Sancho, Laurel y Hardy.
     Mi mente discurre vagamente. ¿Qué día es hoy? Domingo. No, ¿qué fecha? El jueves pasado, en la cena con amigos en Notting Hill Gate, John Edmons recordó que era el día de Joyce, mejor dicho el día del señor Bloom, el interminable y legendario día de Leopold Bloom, es decir, el 16 de junio. Ah, sí, y saco la cuenta contando hacia atrás, jueves 16, viernes 17, etcétera; soy de las personas a las que se les dificultan las operaciones más elementales de aritmética. Por estas adversidades, un día, de adolescente, tomé la resolución de no dedicarme a ninguna profesión "de grave responsabilidad", es decir, aquellas en las que un error mío trajera la ruina de alguien: ingeniero, abogado, médico, por ejemplo; la casa que se cae, el infeliz que va a la cárcel, el paciente que muere bajo el cloroformo; "nada de eso, me dije, si no puedes ayudar, al menos no hagas daño, elige algo en que puedas ser irresponsable". Y me hice escritor, oficio de los más inofensivos e irresponsables que puede haber. Mi mente sigue discurriendo mansa, floja, ¿para qué quería saber la fecha? No sé, la mente vagando perezosa hace cosas inútiles, extrañas a veces. No sé, para situarme, tal vez; hace dos semanas que estamos en Inglaterra y he perdido muchas referencias. Bastan dos semanas para mostrarnos la banalidad de nuestras urgencias y desvelos. ¿Cuál es nuestro verdadero radio de acción?
     El sopor aumenta, cierro por completo los ojos, desaparecen las ramas del sicomoro y la luz reverberando en las ondas del estanque, pero entro a un grato universo de sonidos, al acuario mental. Es domingo y allá en el parque la gente huelga y se divierte: unos nadan en el estanque, otros pescan con cañas larguísimas, otros se tiran en la yerba y beben vino y conversan, otros, simplemente, pasan paseando. Es maravilloso cómo operan los sonidos situando las cosas y generando el espacio. Pero, claro, con los ojos cerrados aumenta la impresión, la certidumbre de que el espacio está todo dentro de nosotros, no afuera, es decir, que es creación o ilusión nuestra, como asentó Leibniz en diferentes escritos.
     En ese momento perdí conciencia de dónde estaba y me quedé, por fracciones de segundo, tal vez, dormido. –

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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