Sahagún, como Rabindranath

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Durante años, no hubo en Guadalajara un dependiente de banco que pudiera escribir correctamente el apellido de mi familia materna, ni una secretaria de escuela capaz de comprenderlo. Durante años fuimos adiestrados en la casa para el rápido deletreo: S-A-H-A-G-Ú-N (dicho como cantaleta: ese-a-hache-a-ge-u con acento-ene). Los resultados de esa campaña permanente de comunicación fueron más que modestos. En el Colegio Cervantes, mis hermanos y yo fuimos no pocas veces nombrados, premiados o castigados como unos meros Sahún. Para el recibo telefónico, mi abuelo era Manuel Sagín; para el de la energía eléctrica, Manuel Safrajín. Para el del gas era, de plano, Manuel Lechuga. Los cobradores del gas no sólo no le entendieron nunca al apellido, sino que le vieron algún parecido —inexistente— con el cómico de Ensalada de locos.
     La conversación de la familia incluía siempre anécdotas sobre las nuevas mutaciones a las que el apellido se había visto sometido por los malentendidos nativos: “¿Puedes creer que en la credencial del boliche soy Zaguán?”, “¿Te parece justo que para Gobernación sea yo San Gún?” Ni por el arduo trabajo misionero de Fray Bernardino, ni por las hipotéticas bellezas de Ciudad Sahagún (a donde nunca hemos ido) el país se había enterado de cómo escribir la palabra.
     Manuel Sahagún, mi abuelo, llegó a México en 1948, con mujer y dos hijos. Había sido republicano en la Guerra Civil y acabó, como miles de españoles más, por hacer vida lo más lejos posible de Franco. Nació en un pueblo llamado Villafranca de los Caballeros, en la provincia de Toledo, pero nada tenía que ver con el arquetipo del manchego bruto. Era profesor, dibujaba con notable gracia y leía a Unamuno, Azorín, Baroja. Se conserva todavía en casa su ejemplar de Los héroes, de Carlyle, comentado en los márgenes por su puño. Nunca frecuentó los círculos intelectuales, pero tenía una cultura sólida y muchos libros en casa.
     La primera señal de que algo iba a cambiar en la percepción sobre nuestro apellido fue el encabezado de un diario amarillista, entrevisto por mi madre desde la ventanilla de un autobús que cruzaba Michoacán, de camino al df. “Sahagún, acorralado”, decía. Se precipitó a adquirir el ejemplar, no se sabe bien si por la angustia de que uno de su sangre se encontrara en comprometida situación o por el gusto de ver su apellido escrito correctamente en letras bold de 110 puntos (el acorralado, cabe aclarar, no era pariente nuestro. Se llamaba Fernando Sahagún Vaca, y fue mandamás de la Dirección para la Prevención de la Delincuencia en los tiempos del inolvidable Arturo el Negro Durazo).
     El segundo síntoma fue más alarmante. “Hay una señora Sahagún que es la vocera del gobernador de Guanajuato”, informó mi madre un día, como en 1999. Tampoco esta mujer era pariente nuestra —nuestra rama es tan escasa en nacimientos que todos los Sahagún descendientes del desembarco de 1948 cabemos en un Volkswagen. Eso no impidió que mi madre y tía votaran por el gobernador de Guanajuato cuando se postuló para presidente “por hacerle el favor a la parienta”. Sus votos fueron, quizá, los únicos que Marta Sahagún puede atribuirse haber aportado a la campaña de Vicente Fox, además del propio.
     Con la llegada a Los Pinos, pero sobre todo con su boda con el presidente, doña Marta consiguió algo extraordinario: que la gente, al recordarla, pudiera escribir mi apellido materno sin recurrir a la equis o a la zeta —también provocó un efecto colateral nefasto: nos hizo sospechosos de cercanía con el poder o, peor aún, de connivencia con las decisiones presidenciales; más de alguna vecina piensa que mi madre alberga toallas diseñadas por Karl Lagerfeld, de diez mil bolas, en el baño de la casa que alquila.
     Sin embargo, las opiniones familiares se mantuvieron en la ambigüedad durante mucho tiempo —especialmente entre la generación mayor, porque entre los jóvenes la popularidad de la tía Marta nunca fue notable. Pero todo se derrumbó hace unas semanas: la primera dama, con todo y su letrado apellido —por lo que a nosotros toca, al menos— tuvo el desliz de confundir el nombre y género del poeta indio (y premio Nobel) Rabindranath Tagore al intentar citarlo en un discurso y lo convirtió en una misteriosa Rabina Grand Tagora. Eso es intolerable. ¿Los Sahagún, que sufrimos durante años la tiranía ortográfica de los ignorantes, seremos los primeros en escribir mal el nombre ajeno? ¿Acaso se piensa la primera dama que don Rabindranath, en caso de que viviera aún, no pondría todo el empeño de su turbante y barbazas en pronunciar Sahagún en toda su belleza manchega y sánscrita?
     Ni siquiera yo —que crecí en el odio a don Rabindranath por culpa de un padre efusivamente aficionado a regalar sus poemas en vez de regalar juguetes— apoyo el desliz: el nombre ajeno hay que decirlo bien, aunque duela. No, doña Marta, le agradecemos que lograra que los recibos por fin lleguen bien escritos, pero nunca más diremos “Sahagún, como Marta”. Ahora diremos, desde lo alto de nuestra ira: “Sahagún, con hache de Rabindranath.” Y si usted persiste en el error, nos cambiaremos el nombre a Lechuga. –

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