Un nuevo mundo ideológico

En una época de creciente desigualdad, precariedad y crisis de representatividad, la política se ha vuelto agresiva y polarizada, pero siempre en cuestiones superficiales.
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A finales del siglo XX, la Tierra parecía plana. La globalización de las comunicaciones estaba haciendo el mundo más homogéneo. La democracia liberal de mercado se extendía por todo el planeta. El liberalismo a izquierda y derecha promovía el triunfalismo y auguraba el fin de los conflictos ideológicos. La política se redujo a la gestión tecnocrática de la abundancia. El liberalismo, una filosofía política que sostiene que la democracia es pluralismo, debate y conflicto, acabó asociado a un discurso vacío, autocomplaciente y eufemístico sobre el progreso o la necesidad del consenso. En el fondo, todos estábamos de acuerdo o lo acabaríamos estando.

La prosperidad permitía el consenso. Y no había señales de que la prosperidad pudiera acabarse. Durante los años de la llamada Gran Moderación (desde finales de los ochenta hasta la crisis de 2008), caracterizados por la estabilidad y la baja volatilidad económica, los economistas mostraban un exceso de confianza. En 2003, el economista y premio Nobel Robert Lucas dio una charla ante la Asociación Económica Estadounidense. “Mi tesis en esta conferencia –dijo– es que en su sentido original la macroeconomía ha tenido éxito: su problema central de prevención de la depresión se ha resuelto, en todos los sentidos prácticos, y de hecho ha quedado resuelto por muchos decenios.” Pocos años después la crisis económica dejó tiritando el capitalismo.

Mientras Occidente se dirigía hacia una de sus peores crisis económicas (en 2007 se produjo la quiebra y nacionalización del banco británico Northern Rock, preludio de la de Lehman Brothers, y Facebook pasó realmente de ser una red social local a ser mundial), Mark Zuckerberg promovía una utopía digital de conectividad. Las redes sociales harían posible la “aldea global” como nunca pudo imaginar Marshall McLuhan, que acuñó el concepto en los años sesenta. El teórico de la comunicación no imaginó que la aldea global sería ideal o armoniosa, pero Mark Zuckerberg sí. El progreso tecnológico global provocaría una civilización de las costumbres y la verdadera globalización de la democracia. El discurso liberal de los noventa se actualizó en el siglo XXI con la revolución digital. Si Anthony Giddens, el filósofo de la Tercera Vía, defendía en 1994 “una arena pública en la que los temas controvertidos […] pueden resolverse, o al menos gestionarse, a través del diálogo”, en la década siguiente Zuckerberg intentó crear la logística y los medios que permitieran eso.

Los dos triunfalismos, el tecnológico y el ideológico, en buena medida entrelazados, han fracasado. El consenso liberal se topó con el populismo y con nuevas brechas: sociedades abiertas-sociedades cerradas, cosmopolitismo-comunitarismo, campo-ciudad, educados-no educados, pero sobre todo la vuelta de la clase como categoría válida, consecuencia del crecimiento de la desigualdad. De pronto, el mundo ideal con soluciones win-win dio paso a un mundo de suma-cero (donde se perciben más los ganadores y los perdedores), como ha señalado el periodista del Financial Times Gideon Rachman.

El utopismo digital, por su parte, se topó con la tribu, como ya avisó McLuhan: “Cuanto más nos juntamos, ¿más nos gustamos? No hay evidencia de eso en ninguna situación que conozcamos. Cuando la gente se junta se vuelve más y más salvaje e impaciente.” El teórico de la comunicación anticipó el tribalismo en las redes y la cara oscura del engagement que promueve Zuckerberg en ellas: el creador de Facebook pensaba que la interconexión, la creación de comunidades y el compromiso con causas tendrían efectos positivos, pero han creado burbujas cognitivas y fomentado la radicalización.

Arrogancia liberal

Tanto los liberales como los tecnólogos utopistas tenían una visión de la naturaleza humana limitada: los primeros pensaban que el progreso (moral y material) es lineal, los segundos cayeron en la trampa del determinismo tecnológico. Ambos promovieron una sensación de inevitabilidad.

Las grandes plataformas tecnológicas crearon un nuevo ecosistema que ofrecía comodidad y gratuidad sin una aparente contraprestación. La idea de un sistema win-win volvió a parecer factible. Pero cuando los usuarios empezaron a comprender qué hacían con sus datos privados (no solo venderlos a empresas de marketing y data brokers sino también a partidos políticos), el mito de Silicon Valley de que la gente ya no valora tanto su privacidad se cayó. (Zuckerberg dijo en 2010 que la “norma social” sobre la privacidad había cambiado, pero casi diez años después, en 2019, tras la crisis de reputación de Facebook, se retractó: “El futuro es privado. Con el tiempo, creo que una plataforma social privada será más importante para nuestras vidas que las plazas públicas digitales”.)

Hoy el tecnooptimismo de principios de siglo ya no es tan fuerte y sabemos que sí que cedemos algo a cambio de lo gratis y cómodo. Somos más conscientes del desarrollo de un “capitalismo de vigilancia”, como lo ha denominado Shoshana Zuboff, autora de The age of surveillance capitalism: “[Es] un nuevo orden económico que usa la experiencia humana como una materia prima libre para ejercer prácticas comerciales ocultas de extracción, predicción y ventas”, y es también “una lógica económica parasitaria en la que la producción de bienes y servicios está subordinada a una nueva arquitectura global de modificación del comportamiento”.

La visión de la naturaleza humana de los utopistas liberales, por su parte, era incompleta porque asumían que toda la población aceptaba los valores de la diversidad y el cosmopolitismo. Su política de la inevitabilidad, de “lo tomas o lo dejas”, resultaba arrogante. Como ha escrito Zygmunt Bauman, “la invocación al ‘multiculturalismo’, en boca de las clases cultas, esa encarnación contemporánea de los intelectuales modernos, significa: ‘Lo siento, no podemos sacarte del lío en el que estás metido.’ Sí, hay confusión sobre los valores, sobre el significado de ‘ser humano’, sobre las formas adecuadas de convivir; pero de ti depende arreglártelas a tu modo y atenerte a las consecuencias en el caso de que no te satisfagan los resultados”.

El psicólogo social Jonathan Haidt afirma que hay, en esencia, seis valores importantes para la mayoría de la población: lealtad, justicia, libertad, jerarquía, cuidado y lo sagrado. Muchos votantes antisistema se movilizaron en defensa de algunos de esos valores. Cuando el populismo hizo aparición, el establishment liberal lo descartó simplemente como una vuelta atrás, como un bache en el progreso, y no como la respuesta a su propia arrogancia y una reacción de una parte de la población ante el miedo a perder sus valores. Algunos arrojaron todas las culpas (cuando claramente no todo se explica con eso) a la injerencia extranjera en las elecciones (Trump, brexit, Salvini) e incluso a teorías de la conspiración. Pero, como ha escrito John Gray, “si los centristas han virado hacia las teorías de la conspiración es porque se niegan a asumir el papel que han jugado ellos mismos en su propio declive”.

En The future of capitalism, el economista Paul Collier afirma que las élites que gobiernan desde hace treinta años se dividen en dos grupos: “economistas tecnócratas y utilitaristas” y “abogados rawlsianos”. Los primeros ofrecen una solución solo material y creen que es suficiente con ofrecer “el mayor bienestar al mayor número de personas”, pero asocian el bienestar solo con el mayor consumo; los segundos han creado una visión de los derechos basada en el victimismo de ciertas minorías y han promovido el particularismo frente a una visión más universalista. En un interesante artículo académico (“Brahmin left vs merchant right: rising inequality & the changing structure of political conflict”), el economista Thomas Piketty afirma que la principal brecha política en Occidente hoy es entre “universalistas/liberales” y “tradicionalistas/comunitaristas”, y afirma que:

desde los años setenta y ochenta, el voto de “izquierdas” se ha ido asociando gradualmente a los votantes con educación superior, lo que ha dado lugar a lo que denomino un sistema de partidos “de élites múltiples” en las décadas de 2000 y 2010: las élites con educación superior votan a la “izquierda”, mientras que las élites con altos ingresos/alta riqueza todavía votan a la “derecha” (aunque cada vez menos). Así, la “izquierda” se ha convertido en la élite intelectual (izquierda brahmán), mientras que la “derecha” puede verse como el partido de las élites empresariales (la derecha comerciante).

Para Piketty, esto puede explicar “el aumento de la desigualdad y la falta de respuesta a ella, pero también el aumento del ‘populismo’ (ya que los votantes de baja educación y bajos ingresos se pueden sentir abandonados)”. Mientras aumentaban la desigualdad y las fuerzas populistas, las élites a izquierda y derecha cerraban filas.

Esta vez es diferente

La Gran Recesión cambió muchas cosas. Sacudió los sistemas políticos occidentales. Propició el surgimiento de partidos populistas. Ha colocado en la agenda política y en el debate cuestiones tan importantes como la desigualdad. Pero hay dos cuestiones clave que no han cambiado. No ha cambiado el sistema económico (sus dinámicas, inercias, incentivos): la financiarización, la concentración económica, la globalización y el fomento del capitalismo de vigilancia siguen su curso, y en ocasiones se han acelerado. Tampoco ha cambiado la visión de una parte de los liberales y progresistas de que la política es solo guerra cultural: uno de los grandes conflictos políticos del primer mandato de Trump ha sido el Me Too, un movimiento surgido desde las élites culturales que ha sido tratado por la prensa como un fenómeno del corazón.

En una entrevista en el podcast Alphachat del Financial Times, Angela Nagle, autora de Muerte a los normies (Orciny Press, 2018), afirma que “en la izquierda uno puede tener una gran amplitud de ideas en temas económicos. En Reino Unido, por ejemplo, puedes ser del partido laborista y puedes ser desde un neoliberal hasta un estalinista o algo así. Habría gente que discreparía contigo pero tendrías debates civilizados basados en el mundo material. Pero en cuestiones culturales, si te desplazas un centímetro de lo que es considerado aceptable hoy puedes tener muchos problemas”. Los progresistas identitarios han elaborado un “sistema de tabúes”, como explica Nagle, que etiqueta a quienes se salen de un consenso espontáneo como intolerantes o indeseables; la derecha populista, por su parte, se dedica a la ruptura de esos tabúes sin ofrecer una alternativa más allá del “rabiar a los progres”.

En una época de creciente desigualdad, precariedad y crisis de representatividad, la política se ha vuelto agresiva y polarizada, pero siempre en cuestiones superficiales. Las diferencias parecen irreconciliables pero siempre son culturales. Los partidos escenifican un conflicto por puro posicionamiento; las discrepancias en cuestiones materiales no son visibles y no polarizan. Las identidades políticas se crean en oposición a un otro al que hemos convertido en un estereotipo.

Pero más allá de la guerra cultural, el mundo real se ha vuelto mestizo y difícil de explicar con las categorías clásicas. Los partidos de izquierdas pierden voto obrero, los de derechas coquetean con el proteccionismo e incluso el ecologismo o el antineoliberalismo (solo hay que ver al Frente Nacional, ahora denominado Rassemblement National). Hay multimillonarios pidiendo impuestos a la riqueza, sindicatos contra la apertura de fronteras y libertarios que proponen la renta básica. The Economist defiende a Marx y el Financial Times a Piketty. Estamos en mundo ideológico nuevo.

Tampoco funcionan las recetas de siempre en el mundo tecnológico. Las grandes plataformas tecnológicas ya son algo más que empresas. Antes de la crisis, Facebook era simplemente una red social en crecimiento; hoy es casi un Estado que piensa emitir su propia moneda, llamada Libra. Zuckerberg ha señalado que Facebook funciona más como un gobierno (aunque un gobierno totalitario) que como una corporación. ¿Cómo se regulan empresas que se creen Estados y que se han convertido no solo en monopolios naturales sino casi en bienes públicos, que son más una infraestructura que un servicio? ¿Y cómo nos desenganchamos de un modelo de negocio basado en la “economía de la atención”?

Una parte del establishment liberal y tecnológico asume que estamos en un bache, una transición. Lo que vivimos es temporal y de poca importancia. Las cosas volverán a su cauce y seguiremos al mando. Las élites de izquierdas volverán al neoliberalismo progresista, que combina la desregulación con la guerra cultural progresista e identitaria. Y seguirán atrapados, como dice Christophe Guilluy, “en su sociología y en las grandes ciudades”. Y los tecnólogos volverán a proponer sus utopías libertarias de innovación y a “moverse rápido y romper cosas” sin que les molesten con cuestiones como la privacidad, la vigilancia o los monopolios. Pero es posible que nada vuelva a ser como antes. Cuando la prosperidad no esté a la altura de las promesas de las élites, los ciudadanos y usuarios volverán a cabrearse. ~

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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