Ilustración: Hugo Alejandro González

Tres Ferreiras

Este mes se estrena la película más reciente de Scorsese, Silence, una historia de misioneros en el siglo XVII, cuyo conflicto tiene algo que decir al espectador contemporáneo.
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Cristóvão Ferreira apostató, tras de haber sufrido tortura, el 18 de agosto de 1633. Fue misionero jesuita en Japón de 1609 a 1633 y miembro de la Compañía de Jesús por 37 años. Luego de renegar públicamente de su fe, vivió en Japón durante diecisiete años al servicio de las autoridades locales como traductor y auxiliar de la Inquisición japonesa para hacer apostatar a otros misioneros. No falta quien sostenga que al final de su vida se arrepintió y murió como mártir en el seno de la fe católica. La historia de su vida ha sido tratada por historiadores, académicos, artistas e intelectuales de diversa índole, tanto occidentales como japoneses. Dos ejemplos destacan entre ellos: la novela Chinmoku (Silencio, 1966), del japonés Shusaku Endo, y la adaptación cinematográfica dirigida por Martin Scorsese (con Liam Neeson y Andrew Garfield en los papeles principales), a estrenarse en diciembre de este año. (No es la primera adaptación, Masahiro Shinoda llevó la novela a la pantalla en 1971, con guion de Endo).

 

La pregunta inevitable es: ¿Cuál es la actualidad del drama de Ferreira?

El Ferreira de la historia

El historiador jesuita Hubert Cieslik (1914-1988), sobreviviente de la explosión de la bomba atómica sobre Hiroshima, que vivió buena parte de su vida como profesor e investigador en la Universidad Sofía de Tokio, escribió “The case of Cristóvão Ferreira”, 

((En Monumenta Nipponica, vol. 29, núm. 1, primavera de 1974. Disponible en http://bit.ly/2fwwwr0
))

artículo bien documentado con fuentes tanto japonesas como occidentales, donde nos muestra un claro esbozo de la vida del misionero.

Ferreira nace en la villa de Torres Vedras, ubicada al norte de Lisboa, alrededor de 1580, e ingresa a la Compañía de Jesús en la Navidad de 1596. Se embarca en el navío São Valentim en abril de 1600, un año más tarde arriba a Goa y posteriormente a Macao, donde estudia en el colegio Madre de Deus, lugar don- de se formaban los seminaristas jesuitas para atender las misiones en China y Japón. Es en Macao donde siete años después se ordena sacerdote en la Navidad de 1608.

Ferreira es enviado a la misión de Japón y arriba a Nagasaki el 29 de junio de 1609. Es trasladado al seminario de la Compañía en Arima para aprender la lengua y la cultura japonesas. Pronto es reconocido por sus superiores por la calidad de sus homilías y prédicas. Hacia 1612 es enviado a Kyoto, capital del Imperio, y para 1613 se encuentra desempeñando los servicios de ministro y consultor del rector de la residencia jesuita. El 27 de diciembre de ese año aparece un edicto que ordena el censo de todas las religiones en Japón. Como el censo incluye también el registro de budistas, nadie imagina que era el inicio de una persecución religiosa contra los católicos.

El shogunato Tokugawa, que se extendió de 1603 a 1868, tenía serios motivos para considerar al catolicismo como un peligro para el Estado japonés: las noticias sobre la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) que devastaba Europa, y las guerras de conquista españolas y portuguesas, con su concomitante acción evangelizadora que en el Nuevo Mundo arrasó con culturas enteras. Mientras que con los holandeses se trataba únicamente de comercio, fundados temores debieron tener los shogunes de verse en el futuro convertidos en siervos de Portugal o España si sus misioneros continuaban predicando el Evangelio.

Cieslik da cuenta de las vicisitudes que padecieron las misiones jesuitas, franciscanas y agustinas, que tuvieron que ejercer el oficio clandestinamente bajo el peligro de verse descubiertos y sometidos a torturas similares a las que sus correligionarios dominicos practicaban por aquellos días durante la Inquisición en Europa y América con el propósito de corregir herejes. Una excepción era la denominada ana-tsurushi (la fosa), que Cieslik califica como “el tormento más cruel empleado en el Japón”, y que consistía en colgar al individuo por los pies (con el cuerpo firmemente vendado y con una pequeña incisión detrás de la oreja para que disminuyera la presión sanguínea sobre la cabeza) en una fosa llena de excrementos.

Ironía del destino: el 22 de marzo de 1632, Ferreira envió su último reporte a los jesuitas de Macao, en donde describió la tortura y el martirio del jesuita japonés Antonio Ishida. Un año más tarde, el 18 de octubre de 1633, Ferreira fue aprendido junto con otros líderes religiosos, sometido a la fosa y después de cinco horas de tormento (otras fuentes dicen que tres días) apostató. Tenía 53 años y había dedicado 37 de ellos a la Compañía de Jesús.

Ferreira fue obligado a casarse con la viuda de un mercader chino que había sido ejecutado, le cambiaron el nombre de Cristóvão Ferreira por el de Sawano Chuan. Tradujo al japonés tratados occidentales de astronomía y medicina, sirvió de intérprete en la corte para múltiples asuntos, entre los que destacan juicios contra misioneros jesuitas y otros católicos renuentes a apostatar y se dice que escribió un libro contra el cristianismo: Gengiroku (algunos especialistas dudan de su autoría). Murió en noviembre de 1650, a los setenta años.

Cieslik nos informa de otros aspectos de su vida. En entrevista con el comerciante portugués Manuel Mendes de Moura, Sawano Chuan le pregunta sobre el padre André Palmeiro, y Mendes le informa que murió a consecuencia de los ayunos y otras penitencias a las que se sometió al conocer la noticia de que Ferreira había apostatado, y que todos los padres de Macao estarían dispuestos a dar la vida para que Ferreira “pudiera alcanzar las alturas del martirio”. Dice Mendes que Ferreira se puso a llorar, y que lloró aún más cuando le informó que en la iglesia de Macao habían plantado árboles en memoria de los mártires del Japón, que habían dejado un espacio para sembrar un árbol en cuanto recibiesen la noticia del martirio de Cristóvão Ferreira. Sus compañeros esperaban la noticia de un martirio que nunca llegó.

Mendes lo vio atribulado y profundamente avergonzado. Dijo que lo visitó cuatro veces en total, y que en la última había dado señales de arrepentimiento y reconversión. Al despedirse, Ferreira le habría dicho que en un año más “pudiera ser…”.

La vergüenza impidió el regreso de Ferreira. La Iglesia de la contrarreforma no discutía sobre sutilezas morales, sino sobre actos jurídicos formales constatados, sin detenerse mucho en circunstancias ni en intenciones. El Día de Muertos de 1636 se decretaría la expulsión definitiva de Ferreira de la Compañía de Jesús. Hasta los suyos se avergonzaron de él.

Humillado, incomprendido, expulsado de su orden y avergonzado ante toda la cristiandad oriental y europea, ¿era factible su regreso? ¿Apostató realmente o solo formalmente para impedir el sufrimiento propio y ajeno? ¿Se arrepintió y reconvirtió después?

El jesuita Hubert Cieslik lo reivindica tres siglos más tarde: ante la tortura, “la decisión moral genuina es imposible”. Dicho criterio vale tanto para la apostasía como para el martirio: ¿cómo podríamos excomulgar a unos y canonizar a los otros si en ninguno de los casos el agente moral tiene dominio sobre su decisión?

El Ferreira de la literatura

La novela Silencio, de Shusaku Endo, es mucho más impactante que las crónicas historiográficas documentadas sobre este episodio histórico. Fernando Guillén, sacerdote católico de la congregación de Escuelas Pías, en su artículo “Dios en la literatura asiática”, 

((Las citas provienen de “Dios en la literatura asiática: ¿compasión o confesión?” de Fernando Guillén Preckler, disponible en http://bit.ly/2fBQKhN
))

realiza un brillante comentario sobre la novela. No me ocuparé de hacer una recensión de la recensión que hace Guillén; en todo caso, me centraré en el Ferreira que Guillén percibe a través del libro de Endo.

El protagonista de la novela no es Cristóvão Ferreira, sino el también portugués, jesuita y sacerdote Sebastião Rodrigues, discípulo de aquel, que al enterarse de la apostasía de su maestro decide enlistarse para ir a buscarlo y conminarlo a volver al redil. “El clímax de la novela –señala Guillén– se alcanza en la larga y detallada entrevista entre Rodrigues y Ferreira.”

Este diálogo acontecerá en el calabozo que está a un lado de la fosa de tortura. Durante la noche previa al encuentro, Rodrigues descubre en la pared del calabozo unas palabras grabadas: Laudate eum (‘Alabadlo’); reflexiona sobre su situación y le molesta el estentóreo ronquido del guardia afuera de su celda.

Al amanecer llega Ferreira con el intérprete, quien entra primero al calabozo para hacerle saber a Rodrigues que los “ronquidos” del guardia en realidad eran los gemidos de unos pobres cristianos japoneses torturados en la fosa. Ferreira empieza revelándole a Rodrigues que fue él quien talló en la madera la frase latina Laudate eum. “Después de toda una noche escuchando estos gemidos, ya no pude seguir alabando al Señor. Si yo apostaté no fue porque me colgasen en la fosa. Tres días, aquí donde me ves, tres días colgando de cabeza […] y no se me escapó una sola palabra que traicionase a Dios […] Sí, yo apostaté porque después del tormento me trajeron aquí y escuché los gemidos de esa pobre gente y Dios no hizo nada por ellos. Le recé a Dios como un desesperado, pero Dios no hizo nada.”

“Tú te crees más importante que ellos –prosigue Ferreira–. Te preocupa tu propia salvación. Si dices que apostatarás, esa gente será liberada de sus sufrimientos. Si rehúsas hacerlo es por tu miedo a traicionar [a] la Iglesia. Temes ser un desecho de la Iglesia como yo […] En aquella fría negra noche, yo también era como tú ahora […] Sin embargo, ¿es este tu camino de amor eficaz? Un cura debe vivir la imitación de Cristo. Si Cristo estuviese aquí.”

Ferreira termina su argumento: “¡Hazlo por amor!”

Endo muestra a un Ferreira en el que aparece “una clara oposición entre las leyes eclesiásticas y la imitación de Cristo”, al suponer que si Cristo hubiese visto sufrir en la fosa a los campesinos japoneses, “por amor, habría apostatado”.

Guillén no justifica ninguno de los argumentos de Ferreira. La apostasía de Cristo habría significado “rechazar la misión recibida del Padre […] renegar de su propia identidad”, sin embargo, Cristo se mantiene firme hasta el final, hasta el consummatum est. Por esta imitación de Cristo muchos sacerdotes y laicos japoneses pudieron llegar hasta el martirio, cosa que Ferreira no hizo.

El Ferreira del cine

De acuerdo con Tom Shone, crítico y catedrático de historia del cine, la carrera del cineasta Martin Scorsese es, entre sus contemporáneos, la que ha experimentado más cambios emblemáticos en el último medio siglo. 

((Sobre Scorsese y su película Silence, véase el libro de Tom Shone Martin Scorsese: A retrospective (Abrams, 2014).
))

Silence es un proyecto que Scorsese ha venido alimentando desde hace más de veinticinco años. Finalmente, después de muchas vicisitudes, pudo ser filmada en el verano de 2014 en Taiwán y está próxima a estrenarse. No es extraño en la obra de Scorsese ver los temas de pecado, culpa, perdición, muerte, sufrimiento y redención. Dos son sus grandes pasiones: el cine y su fe católica.

A estas alturas todavía es válido preguntarse: ¿Qué puede tener de actual para el baby boomer que está próximo a jubilarse o el millennial que está al inicio de su vida laboral en este incierto y desigual siglo XXI la persecución de los misioneros jesuitas en el Japón del siglo XVII? Para un mal católico como yo, el caso de Cristóvão Ferreira genera más preguntas que respuestas, en particular una: ¿Qué significa ser cristiano hoy en día?

Los grandes absolutos, creados por el desespero humano –el partido, la nación, el Estado, la dictadura del proletariado, la razón, la mano invisible del mercado, la religión, la raza, la clase, la riqueza, la ley, la ciencia, la historia, la moral, las buenas costumbres y demás quintaesencias–, siempre han provocado la adhesión irracional de prosélitos incautos con sus consecuentes persecuciones y trágicas carnicerías. Evidentemente no es el caso de Ferreira, quien prefirió la apostasía ante el sufrimiento ajeno que sí podía evitarse. Tal vez esa sea la “acuciante actualidad” de la vida de aquel misionero que terminó renegando públicamente de su fe en aras de mitigar el sufrimiento: Ferreira descubrió que todos los absolutos de nuestra fe y de nuestra razón quedan supeditados al sufrimiento que puede evitarse en los seres humanos más desfavorecidos.

En la novela de Endo, antes de ser apresado y habiendo sido testigo del martirio de tres católicos japoneses, Rodrigues reflexiona sobre el pecado y concluye que “pecado para un hombre es caminar brutalmente sobre la vida del otro y olvidar completamente las heridas que deja atrás”.

El descuido irresponsable frente al rostro del otro, la autosuficiencia, la creencia en una superioridad moral que desprecia a los demás por considerarlos inferiores, la indiferencia ante el sufrimiento son nociones ajenas a Ferreira, para quien este sufrimiento bien valió hasta la vergüenza máxima de la apostasía. ~

 

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Es filósofo, consultor de empresas privadas y editorialista


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