Simulacro y simulación

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Bruno Galindo

Remake

Badajoz, Aristas Martínez, 2020, 186 pp.

Dice el ensayista cubano Iván de la Nuez que cuando cayó el muro de Berlín, lo hizo hacia los dos lados.

Las historias de los horrores del comunismo circularon con varias décadas de antelación al derrumbe del bloque socialista en 1989. Los relatos de lo que se desplomó del lado occidental, en cambio, han surgido poco a poco en el transcurso de los últimos años, al ritmo de esas burbujas bursátiles que de tanto en tanto estallan desestabilizando las principales bolsas del planeta y de los diversos ataques terroristas que marcaron a fuego las dos primeras décadas del siglo XXI. Son relatos que parecen gestarse como el despertar resacoso de una fiesta que terminó hace mucho tiempo. Una fiesta inolvidable, de la cual las posteriores son apenas una parodia y una cruel repetición.

Uno de estos relatos es el que ha construido Bruno Galindo en Remake, su segunda novela.

El derrotismo y la ironía dan el tono general a esta historia protagonizada por un personaje conocido simplemente como “el director”, antigua promesa del cine que ahora se dedica a “trabajos alimenticios” en una empresa llamada Evocalia. Sus clientes son particulares que quieren inmortalizar sus insulsas vidas a través de vídeos, álbumes o libros. Su incursión en este nicho laboral es la consecuencia de su fracaso en el mundo del cine, marcado por la puntuación menguante que sus películas obtienen en la página de imdb. Y, también, es producto de la obsesión de la sociedad por los tiempos pasados.

Así pinta el panorama el narrador de la novela: “La macroeconomía había hecho pedazos el sueño colectivo. El creciente deterioro social había desembocado en un limbo de decepción. La resignada disolución de los movimientos de protesta había generado una rutina de rezongues que ya nadie escuchaba. Toda alternativa política se revelaba manifiestamente inoperante. El presente era un artefacto muerto, un espacio de atrofia, una catástrofe sorda. Cualquier cosa parecía haber sido mejor antes, cuando no faltaba el trabajo, los metros cuadrados no eran el problema y las nuevas tecnologías dejaban ciertos huecos a la improvisación. Quizá por todo esto, porque el futuro no invitaba al optimismo, importaba más lo retrospectivo que lo contemporáneo.”

La trama muestra su primer giro importante al día siguiente de una entrega de premios de la que el director se ha ido con las manos vacías, durante la grabación de un aburrido vídeo institucional para una empresa de seguros. Allí, justo cuando el presidente de la compañía está pronunciando su discurso acompañado de toda la plantilla del personal, el director es testigo de la irrupción de una tropa muda de “recreacionistas” que intentan sabotear la filmación. Por fortuna, el director es el único testigo de este happening silencioso que, si no hubiera quedado registrado por la cámara, pasaría por una alucinación provocada por la resaca del afterparty de la noche anterior.

“El recreacionismo había empezado como un fenómeno de internet. Como un nuevo challenge. Como un reto retro”, explica el narrador. Un grupo de personas se reunía de repente en algún lugar, recreaba una escena de una película o un episodio histórico o un famoso cuadro, luego lo subían a YouTube y se volvía viral.

Junto a esta corriente mayoritaria, diletante, del recreacionismo, había un ala radical y políticamente comprometida: “una minoría para la cual la cultura de la repetición no era entretenimiento sino una estrategia de cara a una deseada transformación social”. A esta categoría pertenecían los que irrumpieron en la grabación del director. Y la escena recreada no fue una cualquiera, sino un momento fundamental de la historia del cine: la escena del coche de bebé que cae por unas escaleras en El acorazado Potemkin, de Sergei Eisenstein.

A partir de ese momento, el director constatará hasta qué punto la simulación, la repetición, el remake, han intervenido la realidad. Empezando por su propia vida, compuesta de yermos segmentos de rutina laboral solo alterados por otra rutina, la de sus encuentros casuales con un amor del pasado con quien ha mantenido una intermitente relación sexual y amistosa a lo largo de los años, una exactriz que se convirtió en agente y a quien solo conocemos como “la representante”.

Con la representante irá a exposiciones, fiestas y entregas de premios que son en sí mismas repeticiones de eventos anteriores a la vez que ocasiones para constatar la imposibilidad de tener nuevas experiencias. El mundo de Remake es una especie de El show de Truman donde todos son Truman y están al tanto de lo que sucede (o, más bien, de lo que no sucede). Y donde todos aceptan con resignación y algunos hasta con alegría ser los figurantes de las recreaciones existenciales de los otros.

Los figurantes es, justamente, el título de la película que se ha ganado todos los premios de ese año, los que no ganó el director. Rodada al estilo del cinema vérité, dice el narrador, “la película contaba un fenómeno social de la época: el de los trabajadores despedidos que volvían a escondidas a su lugar de empleo para seguir ejerciéndolo de manera voluntaria, clandestina y (esto era lo más singular) sin remuneración alguna”.

Lo alarmante de este fenómeno de la novela de Galindo no es solo que permite apreciar en toda su extrañeza y esnobismo la propia “figura del figurante”, ese ser anónimo que hace de bulto en una filmación para obtener la sola recompensa de haber estado ahí, del otro lado de la cámara, como un píxel más en una imagen de fondo. Lo aberrante de este fenómeno es que es perfectamente trasladable a nuestro mundo real e hiperconectado, donde se ha ido imponiendo esta misma dinámica. Así lo ha estudiado con detalle Remedios Zafra en El entusiasmo: precariedad y trabajo creativo en la era digital, donde desmonta el espejismo de la fama y la visibilidad en las redes sociales que se le ofrece a los trabajadores y creadores a cambio de ceder sin remuneración su fuerza de trabajo. A cambio de figurar.

Uno de estos figurantes de cine le expone al director su teoría sobre el porqué de las cosas: “Yo creo que hemos asumido que no hay remedio ante el actual escenario. En el fondo todo son ideas viejas: bien contra mal. Idealismo contra materialismo. Realidad contra ficción. Lo mismo que parece mantenernos con vida es justamente lo que nos tiene paralizados.”

La parálisis de estos personajes recuerda a la de los comensales de El ángel exterminador. La solución parece ser la misma: reproducir la serie de gestos y movimientos que alguna vez fueron auténticos para romper el cerco invisible que los atenaza. En la película de Buñuel, los burgueses que han quedado atrapados en la casa al final logran escapar. En la novela de Galindo, los personajes participan de distintas formas de la repetición sin mayores esperanzas de subvertir el orden. Lo hacen para llenar el vacío. Lo hacen porque quizás es lo último, lo más valeroso y a la vez lo menos peligroso, que pueden hacer. Quizás esta es la revolución al alcance de los burgueses y la clase media: el “como si” de la revuelta, el “como si” de la propia existencia. El participar conscientemente del reino de la artificialidad y la simulación, pues en esa conciencia recae la última forma de autonomía.

¿Y los pobres? ¿Y los desesperados?

Los recreacionistas que han intervenido en la filmación del vídeo institucional le han legado al director el señuelo de una alternativa, la vieja alternativa que tanto seduce a la clase intelectual europea: la revolución. ¿No es ese acaso el sentido de haber reproducido la escena más conocida de El acorazado Potemkin?

“Yo creo que la revolución no será televisada porque no habrá ninguna revolución. Pero en fin, supongo que creer en la nostalgia aún es creer en algo”, le dice también el figurante al director.

No obstante, la revolución sí será televisada. Entre otras razones porque en el perturbador mundo imaginado en Remake, el de un depauperado y estancado primer mundo pero primer mundo al fin, la revolución ya solo tiene cabida como happening captado al azar por una cámara, o al dictado de una costosa superproducción.

Muchas son las referencias y las reflexiones que dispara esta novela. Algunas forman parte del propio tejido ensayístico de la obra, donde se reconoce a otros remakers contemporáneos como Pablo Katchadjian o Agustín Fernández Mallo, cuyos respectivos remakes del remaker mayor, Jorge Luis Borges, fueron condenados judicialmente por María Kodama.

Otras referencias permanecen latentes. Pienso en Prisión perpetua, de Ricardo Piglia, y en Los huérfanos, de Jorge Carrión. En algunas de sus páginas también se cruzan, como recuerdos intervenidos artificialmente, escenas y atmósferas de las películas de Léos Carax. En especial, de esa joya de la simulación y la repetición que es Holy motors. Y de la cual esta estupenda novela de Bruno Galindo sería no solo un tributo o un remake sino, como ya dijo Borges, un original posterior. ~

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(Caracas, 1981) es escritor, editor y profesor universitario. Su primera novela The night (Alfaguara, 2016) fue reconocida con el Premio Rive Gauche à Paris du livre étranger.


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