Mujeres al habla

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Todos los jueves de una primavera soleada, tres amigas de mediana edad y buen ver se juntan en un parque, caminan enérgicamente y dialogan, aunque también muestran una tendencia al monólogo que alcanza en algún momento la categoría de stream of consciousness; los bancos del parque son sus asientos cuando se cansan de andar, y en uno de ellos está a veces un hombre bien vestido y absorto (Pedro Casablanc). Es uno de los hombres para quienes esas tres mujeres que han cumplido los cincuenta resultan invisibles, aunque él acabará observando y entablando conversación con la más guapa (Emma Suárez). La secuencia semanal, desde marzo a mayo, es rigurosa, y en paralelo a dichos paseos conversados muchas cosas suceden, algunas fuera de la pantalla, narradas como apólogos o sueños. Las tres amigas son de distinto carácter, sin llegar a ser prototipos femeninos, lo que evita el esquematismo y la representatividad; el guion, bien medido y firmado por la directora en colaboración con Antonio Mercero Jr., fluye con giros inesperados y algún que otro coloquialismo un tanto forzado que las protagonistas, extraordinarias las tres, saben suavizar y hacer suyo. Ninguna de ellas se come la lengua al hablar, lo que de hecho constituye el germen y la materia de Invisibles, el filme de Gracia Querejeta que se estrenó pocos días antes de la declaración del estado de alarma y ha renacido en la reapertura de los cines con un creciente número de espectadores.

Se trata de una película breve (83 minutos) que se las arregla para contar e insinuar, de modo sorprendente y humorístico muchas veces, lo que les pasa a las tres amigas y lo que no llega a pasar, lo que inventan y lo que quizá desean, y al expresarlo mienten o lo desfiguran; el dolor y la insatisfacción es un componente de su personalidad y de su amistad, en la que no falta una cierta rivalidad que disimulan y saben vencer a fuerza de confianza. Tal vez sea un guiño verbal de Querejeta que la película se llame Invisibles no solo refiriéndose al desaparecer físico que enuncia la más brava de las tres amigas y se ha hecho ya un tópico de la maduración femenina; además, o por encima de ello, la invisibilidad que articula el filme y le da su mayor peso dramático es lo no-visto y ni siquiera oído a los respectivos hablantes, vivos y actuantes en tanto que figuras metanarradas. Emma Suárez relata así al jefe desdeñoso pero quizá no tanto que la persigue o rechaza, la profesora de matemáticas Adriana Ozores crea (¿de la nada?) a la alumna suicida, y Nathalie Poza, en una deliciosa composición de ingenua, nos hace ver los peligros de su hijastra insumisa; por no hablar del inesperado regalo de esa Cuarta Amiga tan presente en las conversaciones de las tres, y tan ausente, aparecida, en un formidable golpe de teatro, también en un parque, con su feliz metamorfosis sentimental. Y así las tres solistas de la cantata componen, junto a la episódica voz corpórea de Pedro Casablanc, un coro de voces, la mayor parte mudas, que no dejan de resonar en toda la película.

Las tres amigas de los paseos primaverales de Invisibles son muy habladoras, hasta el punto de hacerse pesadas entre ellas, no al espectador. Son las tres, si se me permite un segundo anglicismo literalmente traducido, cajas de palabras (chatter boxes), es decir, parlanchinas de un modo arrollador pero irreflexivo. Distinta es la locuacidad atávica y autodefensiva de las dos mujeres centrales de La boda de Rosa, de Icíar Bollaín, una película de invocación feminista sostenida en una oralidad desatada a menudo gregaria y de impronta berlanguiana, burlón espíritu tutelar de esta comedia llena de localismos valencianos y escrita a medias por la directora y Alicia Luna, con la que ya antes había colaborado en el guión de Te doy mis ojos. Hay que decir que La boda de Rosa respeta con loable verosimilitud el uso de la lengua vernácula entreverada con el castellano, algo que en la anterior producción de Bollaín situada en buena parte en la Comunidad Valenciana, El olivo, sufría de impostaciones vocales e inexactitudes. Candela Peña, nacida en Gavá de familia muy andaluza, hace aquí una gran creación en su tonalidad y dicción del valenciano, en un contraste con el catalán barcelonés, pasado por Francia, de Sergi López, y el encastillamiento de clase del personaje de la otra hermana, Nathalie Poza, que se defiende del genius loci a base de españolizar todo lo que tiene a su alcance, siendo la actriz de Madrid pero de ascendencia francesa. Solo por ver a estos tres grandes actores, Peña, López y Poza, interpretar sus papeles, tan ajustadamente confeccionados para ellos, merecería la pena ver la película.

Sin embargo, bajo su capa de sainete ruidoso como un fuego de Fallas, La boda de Rosa también ahonda en la parte soñada de una historia, aunque la invención de la protagonista (Candela Peña) tiene una trastienda unipersonal: su fantasía, al contrario que las de Invisibles, no afecta a los demás, a sus amigos, amantes y familiares, sino a sí misma, para quien Rosa crea un duplicado que la lleve al altar: no el del sacrificio sino el de la expiación definitiva.

A la escueta geometría dialógica y monologal del filme de Querejeta, el de Bollaín opone el conglomerado, y voces enraizadas en las hablas y acentos autóctonos, algo que en Invisibles no cobra relieve, a pesar de haberse rodado una parte de esta película en escenarios extremeños. En el crescendo de La boda de Rosa, unos divertidos gags pamplonicas completan el cuadro geográfico de una fábula más que local en la que no podían faltar las estupendas bandas de música valenciana. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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