Mirar un árbol un minuto cada día

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Recomienda Juan Arnau mirar un árbol cada día durante un minuto. Yo lo venía haciendo de vez en cuando, aunque no creo que haya llegado nunca a esa barbaridad de un minuto entero: siempre hay algo más urgente. Pero he comprobado que el árbol, cuando lo miras, te habla. Te dice cosas, te transmite mensajitos, whatsapps, sugestiones, emulsiones. Una vez me di cuenta de que todos los árboles están conectados entre sí (lo habría leído en Menéame, que es mi fuente de info más habitual); otro día, hace años, una acacia me dio esta frase: el árbol crea el viento. Así que cuando he visto esa recomendación en un vídeo (en su web, juanarnau.com), me he propuesto reanudar estas microexperiencias animistas. Desde luego, un minuto es un lujo fuera de mi alcance.

He llegado a Juan Arnau por su libro, fabuloso como la sombra de un buen árbol, titulado La fuga de Dios. Las ciencias y otras narraciones (Atalanta). Me encanta, y hasta creo que tiene razón: la presunta objetividad de las ciencias ha devorado la consciencia y nos ha hecho creer que vivimos en un mundo de materia muerta. Arnau se opone a ese concepto de moda que sostiene que el ser humano es un subproducto casual de la evolución, un desecho; ciencia mecanicista ya superada por la relatividad y la cuántica –dice Arnau–, ciencia que sigue excluyendo al ser humano de la ecuación. Es más partidario de Berkeley: “ser es percibir”. La fuga de Dios (el título puede despistar) es un precioso manual de historia de la ciencia y de la filosofía, una propuesta que abre esperanza a la participación, la imaginación y la creatividad. “Cada día las neurociencias se hallan más cerca de aceptar que el cerebro es más un sistema de sintonización que un dispositivo de almacenamiento de memoria” (autocita: el cerebro es un navegador).

Edward O. Wilson afronta también la debilidad de las humanidades ante el poder de la ciencia en su libro Los orígenes de la creatividad humana (Crítica, colección Drakontos, dirigida por José Manuel Sánchez Ron), pero no cuestiona, como Arnau, el paradigma de la ciencia. Nacido en 1929, Wilson es un naturalista reconocido, entomólogo de prestigio y principal impulsor de la sociobiología. Escribe rápido, a machetazos, quizá enfadado, y transmite una urgencia que pone de los nervios. Es estimulante porque culpa a las propias humanidades de su postración. Wilson reconoce que nadie invierte en ellas y les recomienda tres vías para que se rehabiliten y reanuden la conexión con las ciencias: que “huyan de la burbuja en la que el mundo sensorial humano […] permanece atrapado”; que conecten la evolución genética con la cultural; y que “disminuyan el antropocentrismo extremo”. (A la segunda vía tal vez pertenezca el libro de Antonio Damasio, El extraño orden de las cosas, publicado por Destino). Wilson propone una “Tercera Ilustración” en la que ciencias y humanidades se combinen de forma fructífera.

La Autoridad (la empresa) y sus periféricos (la Universidad, el Estado) han abandonado ya las humanidades. La filosofía es ahora la contracultura, quizá la revolución. Se estudia en la calle, como el rap, o el trap. Esta es la visión estándar, pero quizá Wilson tiene también algo o mucho de razón.

Juan Arnau se aficionó a las estrellas en los veranos de su infancia en Teruel; se licenció en astrofísica en Madrid, estudió en la Universidad de Benarés con el maestro de sánscrito Óscar Pujol, hizo la tesis doctoral en el Centro de Estudios de Asia y África de El Colegio de México, dio clases en Míchigan (Estados Unidos) y ahora es profesor en Valencia. Este recorrido solapero me lleva a la web de ceaa.colmex.mx y ahí ya me pierdo en la revista y en este laberinto: “Significación semiótica del diseño del jardín el Laberinto, paradigma del Yuanming Yuan”, de Manuel V. Castilla, que encabeza una cita de Borges, lo que obliga a extraviarse en él.

Una vez en México, y ante el estreno inminente de una nueva época o sexenio amlo, esta frase de Luis Buñuel en una carta a su amigo José Rubia Barcia, el 15 de mayo de 1947, que sube la autoestima:

Ante todo le diré que estoy encantado de vivir en México. Por lo pronto, aquí se respira libertad o, al menos, se lo cree uno si se compara esta manera de vivir con la de los restantes países del mundo. Mi primera impresión del país fue desagradable, impresionado como estaba por la civilización del frigidaire, pero de entonces a acá he cambiado radicalmente de criterio. México, hoy por hoy, y pese a su tradición anárquica, es el país más estabilizado, tranquilo y unificado del mundo, y esto se traduce en una especie de paz interior de la que se carece en esa rascacielesca nación donde vive usted.

La cita es del libro Luis Buñuel. Correspondencia escogida, edición de Jo Evans y Breixo Viejo (Cátedra) que da para una vida. Para el buñuelófilo (acaso todos lo somos, o lo seremos) es de cabecera (y sirve para hacer pesas); en general, es un vademécum del siglo XX, a la vez íntimo y comercial: aunque son documentos comerciales y culturales en una mezcla explosiva, todas las cartas contienen el código Buñuel: “Por aquí sigo en pleno dolce far niente y dispuesto a seguir así hasta la consumación de los siglos.” Quizá esta correspondencia ya contiene el testimonio que reclama Edward O. Wilson a las humanidades sobre la evolución. Hay que agradecer y nombrar a The Leverhulme Trust, Reino Unido (leverhulme.ac.uk), que ha financiado este tomo de incalculable valor (¡en este caso sí ha habido dinero para las humanidades!).

p.d.: En la Letrilla de junio proponía Paridad universal y renta básica: olvidé la tercera pata: legalización de las drogas. Vuelvo a mirar el árbol de Arnau, a ver si llego a medio minuto. ~

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(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).


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