Metro Villoro

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Juan Villoro

El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México

Ciudad de México, Almadía/El Colegio Nacional, 2018, 410 pp.

 

A comienzos de 1932, ocho años antes de su suicidio precipitado por la cacería nazi, Walter Benjamin empezó a trabajar en un libro autobiográfico que se publicaría póstumamente bajo el título de Infancia en Berlín hacia 1900. En esta breve pero sustanciosa reunión de ensayos íntimos, el filósofo alemán que concibió la cultura del siglo XX como un sistema de pasajes similar al que interconecta los Grandes Bulevares de París ajusta cuentas con la ciudad que lo vio nacer y a la vez con el niño de ocho años atento a las luces y sombras de esa urbe que sería extrañada y reconstruida por la escritura del adulto de cuarenta. El texto que inaugura el libro, “Tiergarten”, abre con un par de frases célebres que constituyen una declaración de principios: “Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje.” Para este aprendizaje Benjamin apelaba al ejemplo del flâneur, tomado de sus investigaciones de la vida y la obra de Charles Baudelaire y adaptado a un contexto contemporáneo a través del paseante que trazaba nuevos mapas durante sus extravíos citadinos sin un destino fijo. Lo que el filósofo no consiguió prever fue la brutal explosión demográfica que llevaría no solo a Berlín sino a todas las principales capitales a convertirse en vastas y conflictivas concentraciones humanas que obstaculizarían casi por completo la errancia meditabunda y pausada que practicó Baudelaire, y por ende el aprendizaje resultante de dicho vagabundeo. Hoy día es prácticamente imposible enfrentar las metrópolis con espíritu benjaminiano y mucho menos si se trata de la Ciudad de México, cuyos moradores están obligados a lidiar con un permanente astillamiento del sentido de orientación y de pertenencia: “[La] visión fragmentada, rota, discontinua, es común a millones de capitalinos. Hace mucho que la figura del flâneur que pasea con intenciones de perderse en pos de una sorpresa fue sustituida por la del deportado. En Chilangópolis, la odisea es la aventura de lo diario; ningún desafío supera al de volver a casa.”

Esto que dice Juan Villoro (Ciudad de México, 1956), lector puntual de Walter Benjamin, es justo lo que experimentamos los miles de deportados que día con día tratamos de regresar al hogar que dejamos por diversas razones y que nos parece una Ítaca inalcanzable en medio de una multitud que aumenta sin control: “Somos muchos, pero nadie siente que sobra. Cuando Günter Grass visitó la ciudad en los años ochenta quiso saber cuántos habitantes tenía el df y el área conurbada. El desconcierto llegó con la respuesta que se daba por entonces: ‘Entre dieciséis y dieciocho millones.’ El ‘margen de error’ era del tamaño de Berlín Occidental, donde vivía Grass. Esa incertidumbre solo ha crecido.” La incertidumbre y la búsqueda de un orden al menos escritural en el caos sin fin de la capital mexicana son los ejes que articulan las cuarenta y cuatro estupendas crónicas agrupadas en El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México, libro con el que Villoro salda una deuda de veinte años tanto con sus seguidores como con el monstruo cuyas entrañas recorre con sagacidad y agudo olfato literario. Con un título que evoca el asombro de Pierre Eugène Drieu La Rochelle ante la inmensidad de la pampa argentina, El vértigo horizontal organiza el pasmo del cronista en seis líneas de un metro imaginario que circula a la velocidad de la prosa inteligente y vivaz a la que Villoro nos ha acostumbrado: “Vivir en la ciudad”, “Personajes de la ciudad”, “Sobresaltos”, “Travesías”, “Lugares” y “Ceremonias”. Encabezadas por una bella señalética ideada por el diseñador Alejandro Magallanes, estas líneas temáticas brindan dos vías de lectura: la tradicional, que atraviesa el libro de principio a fin, y la alternativa, que propone peregrinar por las estaciones de una sola línea para luego transbordar y hacer diversos entrecruzamientos. A la manera de Rayuela, que incluye un “Tablero de dirección” con el que Julio Cortázar pretende guiar al navegante de su novela, El vértigo horizontal asegura una experiencia múltiple y enriquecedora: un viaje por la megalópolis que amamos y odiamos por partes iguales y que “se ha transformado en tal forma que ofrece dos ciudades: una está hecha de los evanescentes relatos de la memoria colectiva; otra, de la devastadora expansión cotidiana”.

¿Qué espera al pasajero que se decida a abordar el Metro Villoro? Para comenzar, una entrañable autobiografía fracturada que se reparte a lo largo de la línea 1 (“Vivir en la ciudad”) y que reúne estampas donde se suceden la infancia (“Si ven a Juan…”, “Los Niños Héroes”, “El Olvido” y el fabuloso “Paseo de la abuela”), la juventud (“Sopa de lluvia” y “El conscripto”, uno de los textos más logrados del volumen) y la madurez (“La ilusión política”), y en las cuales el cronista externa una nostalgia que no entorpece el flujo escritural: “Algo me quedó para siempre de [la niñez]. Camino por la ciudad sin rumbo fijo y sin pensar en la hora del regreso, confiando en que algún conocido me avise de pronto que debo volver a casa.” Este periplo memorioso da paso a la indagación de la identidad chilanga y mexicana, cargada del humor fino que caracteriza al autor (“Moriré siendo mexicano, pero al hacer trámites tengo la impresión de que moriré de ser mexicano”) y distribuida especialmente en las líneas 2 (“Personajes de la ciudad”, con textos brillantes como “El chilango”, “El encargado”, “El Rey de Coyoacán”, “El merolico” y “El limpiador de alcantarillas”) y 6 (“Ceremonias”, con magníficas muestras de la idiosincrasia nacional como “El Grito”, “La burocracia capitalina: dar y recibir” y “El libro de seguridad”). Por su lado, las líneas 3 (“Sobresaltos”), 4 (“Travesías”) y 5 (“Lugares”) acomodan exploraciones variadas que transportan al lector de la incapacidad de precisar el número de habitantes de la Ciudad de México (“¿Cuántos somos?”) a la reconfiguración urbana en el recuerdo (“Atlas de la memoria”), de la indigencia infantil en la superficie (“Los niños de la calle”) a las paradojas que se hacinan en el subsuelo (“La ciudad es el cielo del metro”), de “Los mausoleos de los héroes” y “Tepito, el Chopo y otras informalidades” a la Ciudad de los Niños y Santo Domingo, sitio al que se dedica un magnífico texto que prueba de sobra las dotes ensayísticas del cronista, que en algún momento dice: “La ciudad real produce otra ciudad, imposible de encontrar, que necesita ser imaginada para ser querida.” Clara evidencia del amor no exento de azoro y espanto que Juan Villoro profesa por su Chilangópolis natal, El vértigo horizontal nos entrega el retrato de una urbe que se antoja fruto de una imaginación convulsa, desbordada, y en la que perderse requiere un aprendizaje mucho más arduo que el que Walter Benjamin llegó a vaticinar. ~

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(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.


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