Metacine

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Tengo entendido que a los más incorregibles adictos a las sustancias psicotrópicas se les proporciona, como paliativo y sustituto de bajo riesgo, metadona, un analgésico sintético de doble propósito: mantener el efecto narcótico del producto prohibido y aliviar paulatinamente el síndrome de abstinencia de la droga. Pensaba en todo esto hace unos días, mientras iba de un cine a otro a ver, a las cuatro, La mirada de Orson Welles de Mark Cousins, y después, a las ocho, El gran Buster, así como en mi adicción cinematográfica de larga duración (casi la de mi vida entera) y en las metadonas contemporáneas a las que todavía no me someto en la pequeña pantalla casera o informática; yo, como William Burroughs, un junkie que probó las dos vías de acceso a los paraísos artificiales, prefiero la droga dura en vena, es decir, en sala, al menos mientras el cine sea un estimulante legal dispensado tras el paso previo por taquilla. Y para ampliar el espectro de lo auténtico y lo derivado, supe a los pocos días que se estrenaba Entendiendo a Ingmar Bergman, título sincopado del original alemán, dirigido por Margarethe von Trotta.

Se trata a mi juicio, más que de una casualidad o una moda, de una variante del arte del simulacro y la glosa, que también afecta a la literatura actual, en la que priman cada vez más novelas no ficticias o ensayos no epistemológicos, en los que el sujeto supera a la obra, imponiendo por encima de la metodología las veleidades del yo. Otra manera más llana de ver el fenómeno sería asociarlo al género biográfico, que lleva siglos de existencia en lo que respecta a los escritores o a los pintores, y en el cine, por razones obvias, se ha inclinado al biopic de estrellas de la pantalla, cuanto más desdichadas o folloneras, mejor. Ahora, la lupa de la erudición, el examen de archivos y la crestomatía de la obra realizada habrían por fin alcanzado al cineasta, y no al modo fantasioso e irreverente con el que se filmó, dos veces, la vida de Hitchcock y una al menos la de Godard. Los tres que hemos citado al principio son primeras figuras de su arte, pero no se me hace fácil imaginar el mismo tratamiento de exaltación y búsqueda minuciosa de indicios que practican Cousins, Bogdanovich y Von Trotta aplicado, por ejemplo, a los inmensos Yasujiro Ozu, John Ford o Manoel de Oliveira.

Los metatributos recién estrenados se ven con gran placer, por la estatura de los directores retratados y el puro placer de ver no solo fragmentos memorables de sus obras fílmicas sino también retales desconocidos de ellos mismos. En el caso de La mirada de Orson Welles, A Contracorriente Films, la audaz distribuidora de los tres documentales, la ha rebautizado elegantemente, quitándole el fetichismo adorador, tan ñoño a veces, que el crítico de origen escocés Mark Cousins muestra respecto a Welles; el filme se llama en inglés The eyes of Orson Welles, y más allá del rostro del americano, Cousins delira por su ídolo (que también lo es mío, aclaro), terminando su comentario en off, más propio de colega que de estudioso serio, con una declaración de amor un tanto sonrojante referida al autor de Sed de mal: “Gracias por seguir haciendo miel como las abejas.”

Pero Cousins ha trabajado a fondo, y tuvo además la suerte de hallar en una oficina de Nueva York una maleta llena de interesante material inédito, en papel sobre todo, con curiosísimos bocetos y acuarelas de la mano de Welles. Lo mejor, con todo, es la importancia dada al Welles político y al Welles enamorado; según su hija Beatrice, la inolvidable pajecillo de Campanadas a medianoche hoy una mujer madura entrevistada en su casa de México, el gran amor de la vida de Orson fue Dolores del Río, muy por encima de lo que su padre sintiera por Rita Hayworth o por la propia madre de Beatrice, la italiana Paola Mori. Y el compromiso progresista y antirracista del director está muy bien contado, con entrevistas poco difundidas de radios americanas y la bbc. En una de ellas podemos oír al maestro explicar el final, distinto al de la novela, que él quiso darle a su película de El proceso; Kafka escribía antes de Hitler, pero no así él al adaptarla al cine: el Holocausto fue su referencia.

Los trabajos hagiográficos de Von Trotta y Bogdanovich son menos carnales, pero también más convencionales, pues ambos directores recurren, al contrario que Cousins, al trillado expediente de los bustos parlantes, que no siempre tienen cosas que decir. En El gran Buster le elogian, entre otros, Mel Brooks, Werner Herzog y Quentin Tarantino, todos más bien de modo rutinario; otro entrevistado muy poco o nada conocido dice sin embargo la frase más llamativa del documental: “El mejor efecto especial de las películas de Keaton era él mismo.” Los fragmentos mostrados son una delicia, naturalmente, y siempre gusta ver el emparejamiento con Chaplin en Candilejas, donde actúan ambos como es sabido; Bogdanovich reafirma lo que yo siempre tuve por leyenda, que Keaton mismo, que era gran cineasta aparte de gran cómico, dirigió la escena de la muerte de Calvero, el protagonista, mientras Chaplin, dentro del encuadre, yace en la cama turca de su camerino, que será su lecho mortuorio; la escena está rodada con gran refinamiento y eficacia patética, dentro del sentimentalismo sublime de ese filme. Y llama mucho la atención el retazo teatral incluido, de un Buster Keaton en una función de los años 1940 en Broadway: impresionante. Aunque un atropellado Bogdanovich juzga huero el papel que Keaton interpretó en la obra maestra Film, mediometraje mudo realizado en 1964 en las calles del Village de Nueva York por Alan Schneider siguiendo “desde el concepto original hasta el último fotograma” la visión y el tono fijados en el guion de Samuel Beckett, activamente presente durante todo el rodaje y al que sin duda se puede considerar coautor del filme.

La alemana Von Trotta da a conocer su apuesta desde el primer envite. Ella quiere contar su amor por Ingmar Bergman, aunque, lógicamente, tiene también que contar las relaciones eróticas del director sueco con varias de sus heroínas; es otra curiosa coincidencia que tanto Welles como Keaton y Bergman fueran los tres no diré que mujeriegos, palabra sospechosa en la actualidad, pero sí de amores profusos y dados al casamiento. En cuanto a bustos parlantes, sorprende que el francés Olivier Assayas, director a menudo inspirado, diga solo banalidades, algo que sin embargo no sorprende oír de la boca del sueco Ruben Östlund, tan superficial opinando de cine como haciéndolo. Carlos Saura, en francés, apunta a la sexualidad imperante en el cine bergmaniano, pero sabe a poco. ¿Dijo más y fue cortado en montaje? Quienes sí tienen cosas que decir son los intérpretes, mucho mejor ellas que ellos, de ese grandísimo director de actores que fue Bergman. Y cuando se mezclan en las declaraciones el trabajo y el amor, Liv Ullmann y Gunnel Lindblom nos seducen doblemente. Se habla mucho de teatro, lo que es de justicia, no se evade el espinoso asunto de su encontronazo con el fisco sueco, y hay una alusión que parece anecdótica y yo considero sustancial: Bergman gustaba de trabajar en lugares fríos y oscuros, siendo doce grados su temperatura ideal. De ahí que la pasión latente en su extraordinaria obra nunca se queme en la incandescencia.

Si estos tres filmes aquí reseñados producen, con todos sus aportes, un cierto efecto de placebo, lo que se anuncia es aún más profiláctico: What she said, un documental, estrenado ya en la Berlinale del pasado febrero, sobre la crítica norteamericana Pauline Kael, temida con respeto y denostada con saña, según los gustos. El mío respecto a ella es intermedio, pero la verdad, para leer u oír fórmulas magistrales de cine prefiero, antes que al doctor, al practicante. Por ejemplo glorioso, Agnès Varda, que se ha despedido del mundo a los noventa años (en esa maravilla que es Varda por Agnès), sentada ante un atril y alucinándonos con su sabiduría de primera mano. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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