Más que policías y ladrones

Sergio González Rodríguez fue un valiente y dotado escritor, que podía hablar con autoridad de una gran cantidad de temas. Fue también, apunta este cercano testimonio, un tipo decente, un amigo entrañable y un bebedor heroico.
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Sergio González Rodríguez era un bebedor inquieto.

Me acuerdo de un viernes que pasamos con un par de amigos, después de conocernos a principios del 2000. Empezamos en una cantina en el centro de la Ciudad de México, alrededor de la una de la tarde. Apenas el mesero nos sirvió las copas, Sergio comenzó a hablar sobre otra cantina a unas cuantas cuadras, que según tenía más chiste que adonde acabábamos de entrar. Antes de llegar a la segunda cantina, Sergio pensaba en un tercer lugar al que teníamos que ir a tomar una copa, una vez que termináramos con las que todavía ni habíamos pedido en el segundo. Y así la pasamos hasta que llegó la noche, cuando atontados y medio dormidos, solo de forma tambaleante registramos los lugares en donde habíamos estado.

Todos menos Sergio. En ese entonces, escribía una columna que aparecía cada viernes en Reforma, llamada Los bajos fondos. En tono seco e irónico, reseñaba bares, cantinas, discotecas y cualquier lugar donde se podía encontrar un trago en la Ciudad de México. (Los bajos fondos fue también el título de su primer libro, publicado en 1988, un ensayo sobre el submundo bohemio de la ciudad a finales del siglo XIX y principios del XX.)

Como su conocimiento sobre los bares de la ciudad era casi enciclopédico, siempre me sentía invencible cuando lo llevaba a un lugar que no conocía. Probablemente fuimos a ocho o diez bares en la excursión de aquel viernes. La última parada, una sugerencia mía, era el Bar Oxford en la planta baja del Hotel Oxford, en la colonia Tabacalera. El Bar Oxford ha cambiado en los últimos años, pero en aquel entonces la mayoría de los clientes eran comerciantes foráneos, y uno que otro mochilero europeo, que llegaban atraídos por la buena ubicación y los cuartos del hotel económicos aunque rudimentarios. Completaban el reparto los músicos ambulantes que habían ganado dinero y copas en las serenatas, y prostitutas corpulentas de mediana edad que, en las noches flojas, dormían con la cabeza apoyada en sus brazos encima de las mesas.

Pero era viernes, la noche más concurrida de la semana. Y era la primera vez que Sergio entraba al Oxford. Habíamos bebido durante más o menos nueve horas, de modo que ni él ni yo estábamos particularmente coherentes. Después de una copa, Sergio desapareció. Era su modus operandi: al final de una noche, casi nunca se despedía y prefería el método conocido como “la despedida francesa”. Podías estar platicando con él y, luego de desviar la mirada para sonarte la nariz o buscar algo en el bolsillo, Sergio ya se había esfumado.

El siguiente viernes, la crónica de Sergio sobre el Oxford apareció en Los bajos fondos. A pesar de todas las horas que habíamos pasado tomando, las piernas cenceñas en las que se apoyaba al final de la noche y la conversación desarticulada a esas alturas del partido, Sergio había escrito una descripción elegante, que hacía énfasis en los matices del lugar y acertaba en su caracterización. Incluía detalles que yo, un cliente más o menos frecuente, nunca había visto.

Para ser un escritor conocido por beber de manera heroica, Sergio era sumamente productivo. Además de Los bajos fondos, escribía dos notas a la semana para la sección de cultura en Reforma y formaba parte de la mesa de redacción de El Ángel, el suplemento cultural dominical. Antes de morir a la edad de 67 años, el 3 de abril de 2017, había publicado más de veinte libros y se había consolidado como uno de los escritores mexicanos más importantes de su generación. Escribió novelas, ensayos y crónicas, pero fue Huesos en el desierto, publicado en 2002, el libro que le dio renombre. Investigado y relatado de forma meticulosa, fue uno de los primeros libros acerca de los asesinatos de decenas de mujeres en Ciudad Juárez que empezaron a principios de los noventa. Aunque también hubo niñas y ancianas, la mayoría de las víctimas eran jóvenes, todavía adolescentes o veinteañeras, que habían llegado a Juárez para trabajar en las maquiladoras que se habían establecido en la ciudad una vez que el Tratado de Libre Comercio entró en vigor. Trabajaban turnos de doce horas en las líneas de montaje, fabricando cafeteras, hornos de microondas, tablas para planchar, uniformes de enfermeras y otros tantos productos que se vendían después en Estados Unidos.

Huesos en el desierto examina el fenómeno de los asesinatos a través de distintas historias: las de las víctimas y sus familias; la de un desdichado inmigrante egipcio, a quien habían usado como chivo expiatorio de algunos de los delitos; las de los elementos de la policía y las fuerzas armadas; y las de los políticos de los gobiernos federal, estatal y local. Estos no solo ignoraban si se había hecho justicia, sino que, según la investigación de Sergio, quizás estaban involucrados. Como usualmente hacía en sus crónicas, en este libro tampoco tuvo miedo de señalar y nombrar a los involucrados, sin importar qué tan poderosos eran.

En aquel momento, el noticiero matutino más popular de la televisión era el show de Brozo, la creación de Víctor Trujillo, quien, a pesar de vestirse y maquillarse como payaso (o tal vez debido a su disfraz), organizaba agudas discusiones sobre sucesos recientes. Cuando Sergio fue invitado a participar, Trujillo, a propósito de su osadía por haber acusado a figuras poderosas, le preguntó: “Los tienes bien grandes, ¿verdad?” Además de hacer evidente la predisposición del mexicano por valorar sus genitales sobre cualquier otro órgano, la pregunta exploraba la posibili- dad factible de que Sergio fuera asesinado por aquel libro. De hecho, un par de años atrás, había pagado un alto precio por los fragmentos de su investigación que habían aparecido en Reforma. Después de que uno de los capítulos se diera a conocer, Sergio sufrió un secuestro exprés a bordo de un taxi al que se había subido. Adentro del vehículo unos matones le dieron una paliza y le advirtieron que estarían vigilando su trabajo. A pesar de la hemorragia cerebral que sufrió, Sergio ignoró las amenazas.

Además de por su valentía, la labor de Sergio era notable por su alcance y agudeza. Me acuerdo de una conversación que tuvimos sobre un periodista estadounidense que había escrito algunos libros sobre el clima sin ley en Ciudad Juárez. Sergio lo consideró un idiota, a pesar de sus buenas intenciones: “Todavía cree que Juárez es una historia de policías y ladrones.” Por el contrario, el trabajo de Sergio acerca de Juárez, y acerca de todo el país en los últimos años de su vida, era más sofisticado. A través de un análisis minucioso, pintaba un retrato de México a nivel geopolítico. Señaló los vínculos entre el fracaso gubernamental en su supuesto intento de vigilar y juzgar a los criminales, y la complicidad entre el gobierno, las fuerzas armadas y los propios delincuentes. Todo se complicaba y agravaba con la participación del gobierno de Estados Unidos y con los esfuerzos de la cia para desestabilizar a México.

Recientemente traducido al inglés por Joshua Neuhouser, Campo de guerra es el libro en el que Sergio examina con mayor detalle la alianza profana entre México y Estados Unidos, y cómo el primero se entrega plenamente a las estrategias políticas globales del segundo. Describe la militarización de la policía mexicana, el involucramiento de la cia con grupos paramilitares que patrullan gran parte de la zona rural mexicana, y la designación de la dea de los narcotraficantes mexicanos como transnational criminal organizations, a fin de estigmatizarlos como terroristas en lugar de delincuentes.

Cuando me sentía confundido respecto a algún asunto de la política mexicana, llamaba a Sergio. Sin importar qué tan complicada era la situación, él podía explicármela de manera breve y concisa. Aunque Campo de guerra es una denuncia de la administración de Enrique Peña Nieto, hoy en día parece un presagio de ciertos aspectos del sexenio de Andrés Manuel López Obrador: particularmente la creación de la Guardia Nacional y la rendición absoluta ante los intereses de Estados Unidos. Cómo me gustaría hablar con Sergio sobre los sucesos recientes, de preferencia en una cantina.

*

Había nacido en la Ciudad de México en 1950. La madre de Sergio murió mientras él cursaba el tercer año de primaria y, como escribió en su libro Teoría novelada de mí mismo, publicado póstumamente, su padre formó otra familia tras abandonar a la primera. (Sergio fue siempre un devoto de sus hermanos y hermanas, sobrinos y sobrinas.) Estudió letras inglesas en la unam, y en su juventud tocó el bajo eléctrico en la banda de rock Enigma, junto con algunos de sus hermanos. En todos los años que lo conocí, utilizó un aparato auditivo; decía que se había hecho periodista después de haberse dañado los tímpanos en su juventud.

Podía escribir y hablar con autoridad sobre escritores tan diversos como Marcel Proust y Henry James, Juan Rulfo y Adolfo Bioy Casares, Georges Bataille y Gilles Deleuze, E. M. Cioran y Walter Benjamin, J. G. Ballard y Philip K. Dick. También tenía un conocimiento exhaustivo del cine y escaparse a ver una película, a solas en la tarde, era uno de sus placeres culpables. Su erudición sobre arte, diseño y arquitectura era notable y, unos años antes de morir, obtuvo un título en derecho por parte de una universidad española. A menudo, lo invitaban a dar conferencias en diversos países europeos.

Como complemento o contraparte de su intelecto, Sergio era muy sentimental. Nunca lo veía más feliz que cuando examinaba las opciones de una rocola. Una vez, en mi departamento, le salieron las lágrimas cuando puse en el reproductor de discos compactos mis canciones favoritas de Dinah Washington.

A finales de los años noventa se hizo amigo de Roberto Bolaño, que había vivido en la Ciudad de México en su adolescencia durante la década de los setenta. Gran parte de la obra de Bolaño se ubica en México, y a menudo el chileno le llamaba por teléfono, porque Sergio le ayudaba a llenar los vacíos de su memoria. En su novela 2666, Bolaño inventó el personaje de un periodista que se llama Sergio González Rodríguez y que desde una ciudad en el norte de México investiga los asesinatos de mujeres inocentes. A pesar del nombre y la premisa, el personaje tiene muy poco que ver con Sergio. En broma yo le decía que prefería la versión de Bolaño, aunque en la vida real Sergio era mucho más complejo. También aparece como personaje en la “novela falsa” de Javier Marías, Negra espalda del tiempo.

Durante los últimos años de su vida, vi a Sergio con menos frecuencia que en la década anterior. Sufrió un accidente mientras andaba en bicicleta y tuvo problemas de salud, entre ellos, una enfermedad de los huesos. Nunca entró en detalles, pero dijo que no se trataba de osteoporosis ni de osteopenia. Regularmente nos enviábamos correos electrónicos y mensajes. De vez en cuando me hablaba sin avisar, por lo general en la tarde, y preguntaba con sequedad: “¿Qué haces?”

“Estoy trabajando”, le respondía, o tomando café con un amigo, o cualquier cosa que estuviera haciendo.

“Ven aquí”, decía él, sin mencionar en dónde estaba. “Todo lo que te pido es media hora de tu tiempo.”

Rara vez picaba el anzuelo y dejaba todo para verlo. Con más frecuencia hacíamos un plan formal para vernos y él siempre proponía que fuera “algo leve”. Esa “levedad” empezaba a la hora de comida en un restaurante, por lo general en la colonia donde vivo. Él primero pedía un tequila como aperitivo antes de almorzar. Compartíamos una botella de vino con la comida y después Sergio tomaba unos Cuarenta y Tres como digestivo. Una vez que tomaba los suficientes Cuarenta y Tres sugería irnos a mi departamento, donde sabía que siempre tenía una botella de bourbon escondida. De vez en cuando, él proveía de algún otro narcótico para acompañar el whisky.

Sergio fue una de las personas más generosas que he conocido en la vida, en lo referente a su tiempo, dinero, contactos y recursos. En el mundo del periodismo de la Ciudad de México, abrió puertas para muchos reporteros locales, otros que llegaron del interior del país y gente como yo que venía de más lejos. Una noche, en una cantina, me contó lo indignado que estaba con un reportero. Sergio le había pedido un texto para El Ángel de Reforma y el sujeto –a quien Sergio le había entregado las llaves periodísticas de la ciudad– le dijo que no podía. El reportero se había ya comprometido con otro editor, una persona notoriamente celosa del éxito de Sergio que le había prohibido colaborar en cualquier medio donde Sergio estuviera involucrado.

Sergio lo consideraba la forma máxima de ingratitud. Una vez, al contar la historia, aparecieron lágrimas en sus ojos. Después de calmarse dijo: “No te preocupes. Los buenos vamos a ganar.” De entrada, el comentario me asombró. ¿Había Sergio, tan mundano, bien leído y complejo, dividido el mundo entre buenos y malos? ¿No era, a fin de cuentas, una perspectiva reduccionista similar a la del reportero gringo que retrataba Juárez como una historia de policías y ladrones? Después de reflexionarlo, me di cuenta de que no se trataba de eso. Sergio era brillante, valiente, un gran escritor y también el mejor compañero de copas de la Ciudad de México. Pero sobre todo era un ser humano decente y su lamento tenía que ver con el hecho de que esta característica era escasa entre nuestros colegas y contemporáneos. Tuve solo un hermano, que murió de sida en 1992. Cuando falleció Sergio, tuve la sensación de haber perdido otro. ~

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