Marx actual

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En las últimas décadas, luego de la caída del Muro de Berlín y la desa- parición del campo socialista, se ha producido una visible renovación de los estudios sobre la vida y la obra de Karl Marx. No se trata de una paradoja sino de un fenómeno perfectamente comprensible. Durante la Guerra Fría, el pensamiento de Marx formaba parte de los legados en disputa. Frente a los tratados soporíferos del marxismo soviético, los libe- rales más flexibles y los marxistas más críticos debían releer al pensador alemán e, incluso, reivindicarlo, tomando distancia, a la vez, del dogmatismo de Moscú y del anticomunismo conservador de Occidente.

Se trataba de una operación intelectual compleja que algunos, como Hannah Arendt o Isaiah Berlin, sortearon mejor que otros, como Jean-Paul Sartre o Herbert Marcuse, quienes en Crítica de la razón dialéctica (1960), del primero, y El marxismo soviético (1958), del segundo, acreditaron amplias zonas de la ortodoxia soviética. Después de 1989, liberales o marxistas han podido regresar a Marx sin necesidad de posicionarse ante los dilemas de la Guerra Fría. Esa ventaja se refleja lo mismo en las relecturas marxistas de quienes buscan salidas socialistas a la crisis del liberalismo que en quienes preservan el marco liberal, luego de someterlo a crítica.

La pregunta por la actualidad de Marx en el siglo XXI ha recorrido el campo académico en las últimas décadas. Pero la respuesta de filósofos e ideólogos ha sido diferente a la de historiadores y biógrafos. La filosofía neomarxista (Michael Hardt, Antonio Negri, Alain Badiou, Jacques Rancière, Slavoj Žižek, Ernesto Laclau, Chantal Mouffe…) produjo teorizaciones valiosas sobre el “imperio”, la “multitud”, el “evento”, la “fantasía”, el “populismo” o lo “real”. Sin embargo, detrás de todas aquellas elucubraciones, armadas con relecturas de Lacan y Derrida, del posestructuralismo francés y el psicoanálisis lingüístico, operaba el inten- to de sondear una nueva posibilidad para el comunismo, antes que demostrar la actualidad de Marx.

El marxismo originario produjo dos teorías, que sus fundadores entendían unidas y que la historia se encargó de desunir: la del capitalismo y la de la revolución. Si la primera no hace más que confirmarse, aunque en las condiciones del nuevo capitalismo posindustrial, la segunda lleva más de siglo y medio de refutaciones continuas. No es que después de la muerte de Marx, en 1883, no se produjeran revoluciones –de hecho se produjeron muchas: la mexicana, la rusa, la china, la cubana– sino que fueron esencialmente distintas al tipo de revolución obrera que el autor de El 18 brumario de Luis Bonaparte (1852), a partir del 48 francés y alemán y de la Comuna de París de 1871, vislumbró.

Las revoluciones fueron formas de hacer política, en el siglo XX, más comunes que la democracia, sobre todo, en América Latina, Asia y África. Pero esas revoluciones, como advirtieran contra la corriente hegemónica de la iii Internacional el socialista británico de ascendencia sueca e india Rajani Palme Dutt y el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, debieron anteponer o incorporar a la lucha de clases causas como la descolonización, la soberanía nacional, la identidad indígena o la reforma agraria, que Marx nunca consideró decisivas en la historia de la humanidad.

Después de todas aquellas revoluciones del siglo XX, de todos los nacionalismos y socialismos, de todas las identidades culturales y guerras civiles, el capitalismo sigue en pie. Un capitalismo que Marx y Engels no dudaron en llamar “revolucionario” en el Manifiesto comunista y que solo dejaría de serlo cuando el proletariado industrial, luego de la ineluctable depauperación de la pequeña burguesía, acabara convertido en la nueva clase hegemónica del planeta. La única revolución que ha demostrado ser permanente en el último siglo es la capitalista. Como sostiene Terry Eagleton en Por qué Marx tenía razón (2011), muchos de los elementos del actual capitalismo posindustrial –globalización, cambio tecnológico, aumento del trabajo intelectual o pronunciamiento de la desigualdad– fueron previstos por el pensador alemán.

En su libro, Eagleton razona más como historiador que como filósofo. Se pregunta, por ejemplo, qué efecto pudo tener en la decadencia ideológica de los marxismos, a fines del siglo XX, el avance del conocimiento histórico y biográfico sobre el revolucionario alemán. Saber, por ejemplo, con mayor detalle que sin las factorías textiles Ermen & Engels de Barmen y Manchester, propiedad del padre de Friedrich Engels, industrial del ramo, es muy probable que un “pobre crónico” como Marx no hubiera podido escribir sus invectivas contra el empresariado textil alemán o inglés. O que durante toda su vida, como documentara el marxista argentino José Aricó, las ideas de Marx sobre América Latina fueran perfecto reflejo del eurocentrismo y el racismo de la cultura occidental de su época.

En los últimos años, tres veteranos de la New Left Review –Terry Eagleton en el libro comentado, Eric Hobsbawm en Cómo cambiar el mundo (2011) y Robin Blackburn en An unfinished revolution (2011)– eludieron la ruta filosófica o ideológica del neomarxismo para insistir en que Marx, su obra y su vida siguen siendo actuales en el siglo XXI. Sugirieron que Marx no solo es actual por esa mezcla familiar o cíclica de auge y decadencia del capitalismo sino por una serie de atributos de su vida, en el siglo XIX, que lo vuelven un espectro del ciudadano global del siglo XXI. Biógrafos del pensador alemán como Francis Wheen, David McLellan, Gareth Stedman Jones y Jonathan Sperber, en las últimas décadas, han confirmado esa perspectiva: Marx es nuestro contemporáneo porque fue siempre un exiliado y un disidente.

A los diecisiete años, desde que abandonó la casa familiar de Tréveris, una ciudad mayoritariamente católica en un imperio en su mayor parte protestante, para irse a estudiar en la Universidad de Bonn, Marx rompió con el cristianismo converso de sus padres judíos. Uno de sus primeros escritos, Reflexiones de un joven sobre la elección de profesión, planteaba la tesis de que, en muchos casos, como el suyo, la vocación era un acto de voluntad contra las “relaciones sociales preestablecidas”. Desde sus estudios en la Universidad de Bonn, de donde tuvo que huir luego de varios duelos y pleitos taberneros, y posteriormente en las universidades de Berlín y Jena, la vida de Marx estará marcada por la protesta y la migración.

Luego de graduarse en Jena, con una tesis sobre la filosofía materialista de Demócrito y Epicuro, el joven Marx, recién casado con Jenny von Westphalen, una joven intelectual de ascendencia aristocrática, herma- na del ministro del Interior prusiano que lo perseguía, se convirtió en articulista regular de diversos periódicos y revistas. Ese oficio, el del columnismo periodístico, que practicará toda su vida, lo acerca también al siglo XXI, cuya cultura mediática demanda mayor intervención pública de los intelectuales. Los temas de sus artículos en la Gaceta Renana no podrían sernos más familiares: el despotismo, la represión, la censura, el racismo, la intolerancia religiosa, el antisemitismo y el sionismo, los derechos laborales, la ampliación del sufragio y los problemas del gobierno representativo y la democracia parlamentaria.

A sus veinticinco años, en la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel (1843), ya el gran proyecto teórico de Marx está esbozado. La crítica a los jóvenes hegelianos (Feuerbach, Bauer, Stirner) de La sagrada familia (1844) y La ideología alemana (1846), los tientos humanistas de los Manuscritos económicos y filosóficos (1844) e incluso la inversión de la dialéctica, la teoría de la lucha de clases y la radiografía del capitalismo, que leeremos en la Contribución a la crítica de la economía política (1859) y El capital (1867), ya se insinuaban en aquel tratado juvenil. Sin embargo, la constancia teórica de Marx no fue nunca ajena al vaivén de las querellas y los pactos políticos de la naciente socialdemocracia y el movimiento obrero. La nueva historiografía, especialmente Gareth Stedman Jones en su importante libro Karl Marx. Ilusión y grandeza (2017), tiende a considerar los vínculos de Marx con la primera socialdemocracia como más profundos de lo que los comunistas del siglo XX, peleados con los socialdemócratas desde los tiempos de Zinóviev y Bujarin en la Comintern, han sostenido.

Los ideólogos del comunismo del siglo XX siempre han machacado que Marx, además de un teórico del socialismo, fue un revolucionario práctico. Lo que nos cuentan biógrafos e historiadores, como Sperber y Jones, en contra del retrato heroico de Franz Mehring y buena parte de la hagiografía soviética y alemana oriental, es que, durante la mayor parte de su vida adulta, Marx fue un gentleman victoriano en el Soho londinense. Por supuesto que fue un líder central del movimiento obrero y un conspirador socialista, pero –para usar sus propias categorías– su fuerza de trabajo fue invertida, durante la mayor cantidad de tiempo, en una sala del Museo Británico o en su despacho en Maitland Park, investigando y escribiendo sobre el capitalismo moderno.

A diferencia de los filósofos neomarxistas, desde la Escuela de Frankfurt y Louis Althusser hasta los posestructuralistas de fin de siglo, los biógrafos e historiadores liberales se han interesado, preferentemente, en la inmensa obra periodística y en textos cercanos al ensayo o, incluso, al panfleto, como el Manifiesto comunista (1848), Las luchas de clases en Francia (1850) y El 18 brumario de Luis Bonaparte, que con frecuencia cuestionan la metateoría del marxismo, supuestamente plasmada en los Grundrisse (1858). Wheen dedicó un libro a la concepción y escritura de El capital, pero en su biografía las glosas más detalladas son las de los escritos políticos e históricos. Sperber se ha ocupado de obras subestimadas por el marxismo profesional, como Revelaciones de la historia diplomática del siglo xviii (1857), Herr Vogt (1860) o sus borradores sobre Rusia, en los que se percibe una evolución favorable al reconocimiento del papel revolucionario de la comuna rural, como en su famosa carta a Vera Zasúlich de 1881.

La actualidad de Marx tiene que ver tanto con la coherencia como con esos acomodos de su plataforma doctrinal y, también, con su itinerario de exiliado por la Europa del siglo XIX: Berlín, París, Bruselas, Londres. Un itinerario que describe, a su vez, la cartografía de los orígenes del movimiento obrero moderno y de las grandes revoluciones europeas. Jonathan Sperber, que ha estudiado aquellas revoluciones, reconoce en Marx, junto a Louis Blanc y Auguste Blanqui, uno de sus principales líderes y testigos. La obra de Marx está ligada a la crítica con nombre propio del poder europeo de su tiempo: Federico Guillermo IV, Guillermo I, Napoleón III, Otto von Bismarck, la reina Victoria y sus primeros ministros, whigs o tories, lord Russell o Gladstone.

En libros recientes de Robin Blackburn y Allan Kulikoff se explora, en cambio, la relación de muy diverso signo que establecieron Marx y los marxistas con Abraham Lincoln. A fines de 1864, un mensaje de la Asociación Internacional de Trabajadores, redactado por Marx, felicitaba al presidente de Estados Unidos por su reelección, luego del triunfo sobre las fuerzas esclavistas de los estados confederados sureños. Allí decía Marx que los obreros europeos “sentían instintivamente que los destinos de su clase estaban ligados a la bandera estrellada”. El pensador alemán reconocía la importancia de la “idea de una república democrática”, personificada por Estados Unidos, cuyo límite fundamental era la esclavitud recién abolida. Y concluía que así como la Revolución de Independencia había dado inicio a la dominación burguesa, el triunfo del abolicionismo en la Guerra Civil, de la mano de Lincoln –“hijo honrado de la clase obrera”–, conduciría a la “transformación del régimen social” y a la “nueva era de la dominación proletaria”.

Como recuerda Blackburn, Lincoln respondió a Marx a través de su embajador en Londres, Charles Francis Adams, agradeciéndole el apoyo de los obreros europeos. Y especula el historiador con la posibilidad de que Lincoln reconociera a Marx entre las firmas del mensaje de la Asociación Internacional de Trabajadores por la colaboración permanente que el alemán sostuvo con el New York Daily Tribune y su director, Charles A. Dana, defensores de la causa abolicionista en la Guerra Civil. Dana, que conoció a Marx durante sus viajes por Europa en 1848, como corresponsal de aquellas revoluciones, llegó a ser secretario asistente de Guerra durante el conflicto de secesión, por lo que su cercanía con Lincoln es indudable.

Blackburn recuerda que aquella aproximación mutua entre marxistas y republicanos fue breve, ya que bajo las presidencias de Andrew Johnson y, sobre todo, de Ulysses Grant y Rutherford Hayes, el movimiento obrero se enfrentó a las políticas económicas de Washington que desembocaron en la crisis de 1873. La simpatía de Marx por Lincoln, sin embargo, puede ser archivada como uno de esos momentos en que el rígido enfoque clasista del marxismo se abrió a la comprensión de proyectos políticos basados en demandas nacionales o raciales. Aquel enfoque, heredado con celo dogmático por el comunismo soviético, especialmente en el periodo de la iii Internacional estalinista, produjo en América Latina las principales tensiones entre las izquierdas marxistas, populistas y nacionalistas revolucionarias en el siglo XX.

En el asomo al republicanismo, así como en su resuelta defensa de la libertad de asociación y expresión, Marx es nuestro contemporáneo. Hoy las izquierdas hegemónicas no son mayoritariamente marxistas: no lo son en Europa o Estados Unidos, ni en China, Rusia o América Latina. Pero algo de aquel malestar de las monarquías absolutas del XIX o de los totalitarismos del siglo XX con las libertades públicas se reproduce en esas nuevas izquierdas, en cuanto se adueñan del Estado. La obra periodística de Marx ha quedado ahí, como testimonio de la lucha contra la censura y los vetos del poder de un pensador sin el que difícilmente puede comprenderse la hechura del mundo moderno. ~

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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