Los paisajes del thriller

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No siempre el cine negro ha transcurrido en callejones oscuros y trastiendas densas por el humo de los cigarrillos; los grandes espacios y hasta el mundo futuro han dado pie a notorias obras del género, pero aun así sorprende la conjunción de dos relatos fílmicos isleños, y además de islas del mismo archipiélago. Los dos además ostentan en el título el nombre de la isla correspondiente, como si el lugar fuera efectivamente el distintivo de ambos, el largometraje La Gomera, del rumano Corneliu Porumboiu, y la serie televisiva española en doce capítulos Hierro. Confieso aquí que me atrajeron, al estrenarse una y emitirse (en dos temporadas espaciadas) la otra, no solo porque soy un islómano, término que inventó Lawrence Durrell para esa manía o gusto que él también tenía; hubo una curiosidad añadida al tratarse de las dos únicas islas Canarias que no he visitado, aunque en ese sentido es justo advertir, a islómanos y viajeros en general, que si se busca ante todo el contexto, La Gomera no satisface tal ansia, cosa que sí hace generosamente Hierro, llena de bellas imágenes panorámicas y aéreas, tomadas gracias al artilugio conocido como cabeza caliente, y asimismo, quizá, con una escuadrilla de drones.

Ideada por los gallegos hermanos Coira, Pepe al frente de los guiones y Jorge en tanto que realizador en jefe, Hierro desarrolla una trama de especuladores asesinos y avaricia inmobiliaria que no añade mucho al tema, tan epocal, pero lo sabe revestir muy atractivamente en cada uno de sus negociados. Dicho ya antes el gran partido paisajístico que se le saca a esta isla escarpada y sinuosa, la serie cuenta con un reparto de muy alto nivel general, en el que al lado de protagonistas indiscutibles como Candela Peña y Dario Grandinetti, que llevan el peso de la acción, hay un conjunto de segundos papeles caracterizados con inteligencia y desempeñados con brillo y originalidad por Enrique Alcides y Celia Castro, en el bando de los malos, y frente a ellos, Naira Lleó (la hija mayor del asesinado) y Marga Arnau (la secretaria judicial). Todo el cast defiende además sus bien trazados personajes con una atención a las músicas vocales de los distintos acentos isleños o foráneos, y también es un logro el saber crear, en un metraje de una duración de más de diez horas, un compacto espíritu de comunidad pequeña enfrascada en sí misma, factor que sin duda la isla favorece pero la cámara y las peripecias reflejan con delicada intensidad.

En su geografía del thriller radiante de sol y costeño, los hermanos Coira han sabido dosificar el paisajismo exuberante y reservarlo para ciertas ocasiones: la inevitable persecución automovilística, las plantaciones plataneras y los set pieces locales, que incluyen la arquitectura herreña y una escena cumbre, la del campeonato de lucha canaria, que se va anunciando y construyendo y, llegado el momento de los combates cuerpo a cuerpo, se desperdicia un tanto, quizá por la noble voluntad de huir del exotismo. El campanario donde se refugia el principal criminal Fadi Najjar (el citado Enrique Alcides) sí que ofrece un notable momentum de intriga dramática, con homenaje a Hitchcock incluido.

Respecto a La Gomera, el rumano Porumboiu se muestra parco, aunque sí se centra, de modo ocurrente, en resaltar lo que marca a esta isla, su idioma silbado, el llamado silbo gomero, haciendo de La Gomera el que quizá sea el primer thriller aural de la historia del cine. Situada entre la isla y una impersonal Bucarest, pero con un fastuoso clímax en Singapur, la trama es enrevesada, como lo suelen ser tantos clásicos del cine negro estadounidense, lo que nunca fue óbice para su disfrute; el enredo formaba parte de la indagación. Lo que Porumboiu va ocultando y poco a poco revelando no tiene demasiado interés, aunque se agradecen, en el hotel operístico, sus citas a músicas de Offenbach y Bellini, así como al cine de John Ford (Centauros del desierto) y de nuevo Hitchcock (Psicosis). Una sorpresa en forma de regalo es la interpretación de un personaje de malo vidrioso pero de quietos modales que lleva a cabo, con mesurado misterio, otro isleño, el cineasta mallorquín Agustí Villaronga.

Lejos de toda isla, un tercer thriller venido de Francia ofrece un contrapunto granjero y un clima de nieves casi perpetuas. Me refiero a Solo las bestias (Seules les bêtes, 2019) de Dominik Moll, donde la desaparición de una mujer en una gélida Francia profunda tiene un eco desconcertante en los abigarrados suburbios de Abiyán, la capital de Costa de Marfil. El relato aquí sin ser enrevesado es poliédrico; cinco personajes intervienen y narran, y en lo que cuentan se repiten con variantes las versiones, mientras ellos son mirados indolentemente por sus animales, importantísimos en esta película, hasta el punto de que yo inauguraría con ella el thriller animalista, otro subgénero que sin duda tiene futuro, más que pasado, aunque no me olvido de la volatilidad de Los pájaros ni de la obra maestra canina de Samuel Fuller Perro blanco. A título personal lamento que una actriz por la que tengo debilidad, la también realizadora Valeria Bruni Tedeschi, aquí haga mayormente de cadáver, aun con algunas intervenciones pre mortem dentro de los relatos soñados o flashbacks de los otros personajes. Con lo que venimos a decir, a modo de resumen o adagio, que, frente al reduccionismo de otros géneros (el cine bélico de trincheras, la comedia de teléfonos blancos, por ejemplo), el thriller encaja bien en tierras solitarias y mares con galerna, en tiempos prehistóricos y pueblos de tu entorno, sin perder las esencias de su enorme tirón universal: lo siniestro en forma de parábola, la indagación de un delito, la eterna novela de lo irresoluble. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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