Foto: De Archivo Histórico del Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile - Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile, CC BY 2.0 cl, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=16225838

Los dos Nerudas (1904-1973)

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De pocos escritores se puede decir que, sin su obra, la literatura en su idioma no sería la misma. Como Cervantes o María Zambrano, como José Martí, Borges u Octavio Paz, Pablo Neruda es uno de ellos. Su centenario ofrece ocasión para reflexionar sobre su múltiple legado. La reflexión es obligatoria a estas alturas porque muchas veces su obra y figura han sido, y son, objetos de una reverencia condicionada o bien por el sectarismo político o por un nacionalismo ñoño. Ni una ni otra circunstancia se sostiene ya, al menos tras la caída del Muro de Berlín y la desaparición del campo socialista. No poco ha influido en esa reverencia la situación interna de Chile después de la dictadura militar —los sucesivos gobiernos de concertación— cuya prioridad ha sido la reconciliación nacional. Respeto, desde luego, ese proyecto, pero por suerte me considero, por razones tanto geográficas como de método, al margen del mismo, sobre todo en lo que pueda condicionar la lectura de textos tan cargados de significación cultural como en efecto lo es la obra de Neruda.

Después de todo, Neruda se hizo célebre en el mundo entero durante la llamada Guerra Fría. Obras suyas como el Canto general, Las uvas y el viento y el ciclo de las Odas elementales contribuyeron a fijar una imagen canónica del poeta “comprometido”, palabra que hoy nos podrá oler a rancio, pero que en su época (los años cuarenta y cincuenta) resultaba imprescindible para definir una actitud tanto literaria como moral. Para entonces Occidente acababa de salir de la barbarie de la Segunda Guerra, y se temía que se avecinara una barbarie aún mayor, la de la hecatombe nuclear entre los dos poderes. Muchos escritores, aunque no todos, se vieron obligados a escoger y definir posiciones políticas; Neruda lo hizo a partir de su filiación con el Partido Comunista, a cuyas filas ingresó oficialmente en 1945. Nunca abandonó esa filiación, y sus Memorias, que escribió hacia el final de su vida y se publicaron póstumamente, la reivindican repetidamente.

Queda claro, sin embargo, que limitar la obra de Neruda al episodio de la Guerra Fría resulta a todas luces insuficiente, por no decir injusto. Su obra total abarca cincuenta años y el período de la Guerra Fría comprende menos de la mitad de ese total. Antes y después hubo muchas otras obras, y de hecho hubo otros Pablos Nerudas: el poeta erótico de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, el visionario de Residencia en la tierra, el cantor épico de España en el corazón, el humorista irónico de Estravagario, el lírico filósofo de Geografía infructuosa; doy unos pocos ejemplos. La obra de Neruda es mucho más vasta de lo que sus enemigos, y a veces, de lo que sus propios admiradores, nos han querido vender. No sólo vasta sino variada. Decía Paul Valéry que son tres las características que hacen a un clásico: cantidad, calidad y variedad. En Neruda encontramos las tres; y aun cuando no encontremos las tres en porciones iguales, no por ello podríamos negarle su galardón de clásico.

Todo lo cual significa que la imagen canónica del poeta comprometido suele tomar una parte por el todo. Nuestra época, y por ello me remonto al siglo pasado, ha sido esclava de dos amos: el mercado y la ideología. Por eso muchas veces prefiere, sobre todo en discusiones sobre cultura, para así facilitar su consumo, el facilismo del estereotipo y del cliché al verdadero conocimiento. La recepción de Neruda no escapó, por desgracia a estos facilismos; a veces, hay que admitirlo, alentados por el propio Neruda, aunque no por la evidencia que nos ofrece la rica complejidad de su obra.

Quiero decir que la obra de Neruda, incluyendo gran parte de su recepción crítica, está atravesada por una serie de equívocos que dificultan su lectura y comprensión. Acaso el más poderoso entre ellos sea la idea de que fue siempre un poeta “comprometido”, en el sentido de que toda su obra tuvo un contenido o temática política y sectaria. Lo cierto es que, si bien la persona Pablo Neruda sí tuvo grandes pasiones políticas que marcaron la segunda mitad de su vida (por lo menos a partir de la guerra de España), sólo una parte, una parte significativa, de su obra poética estuvo dominada por esas pasiones.

Digo que Neruda participó en la creación de esa lectura fácil, y a mi juicio equívoca, por dos razones. La primera fue su imagen pública, y especialmente su sectarismo. Su obra política, partidaria del comunismo, contribuyó a borrar las fronteras entre sus creencias personales y la enunciación de sus poemas. El poeta que arrobaba a las masas en sus célebres recitales públicos —uno de ellos, memorable, en el Nueva York de 1966— era también, en cambio, la voz introspectiva, meditabunda y melancólica de sus poemas. No poco contribuyeron a sellar esa imagen las circunstancias de su muerte, en medio del sangriento golpe de Estado contra el gobierno de Salvador Allende, aquel otro 11 de septiembre, cuyo desenlace contribuyó a precipitar el cáncer que hacía tiempo le roía.

La segunda razón es tal vez menos evidente pero no menos poderosa. Neruda siempre cultivó la imagen de un poeta espontáneo e inmediato, reacio a las ideas y al mundo intelectual, en esto tan distinto a contemporáneos suyos como Borges o Paz. De ahí que sus pronunciamientos políticos, aun los más ortodoxos, aparecieran como tribunas personales, a veces asumidas tanto o más por razones emotivas que por convicción ideológica. No es exagerado decir que Neruda fue comunista por razones sentimentales, aun cuando tampoco podemos excusarle su ceguera ante los crímenes del comunismo totalitario —de la Unión Soviética y la llamada Europea del Este hasta la dictadura que aún premia en Cuba. La historia, sobre todo la historia de los últimos veinte años, ha demostrado que se equivocó en su apreciación de lo que significó el llamado “socialismo real” para los pueblos que lo padecían. No se equivocó Neruda, en cambio, ni en su oposición a la barbarie fascista, desde la de Franco hasta la de Pinochet, ni mucho menos en su defensa de los humildes, los pobres y los indefensos ante la irresponsabilidad de corruptos estadistas, sobre todo los latinoamericanos. Pero es una lástima y hasta una tragedia que, por razones sectarias, no hubiese extendido esa misma defensa a los oprimidos que leían y admiraban su poesía dentro de las dictaduras totalitarias que él, sin embargo, justificaba. De ahí la paradoja que el poeta Czeslaw Milosz señalara, en su admirable El pensamiento cautivo, en fecha tan temprana como 1953 y en una apreciación que no por contundente resulta menos admirable: “Cuando Neruda describe la miseria de su pueblo, yo le creo. Le creo y respeto su gran corazón. Al escribir, Neruda piensa acerca de su pueblo y no en sí mismo, y así él obtiene el poder de la palabra. Pero cuando él pinta la feliz, radiante vida del pueblo de la Unión Soviética, dejo de creerle. Me inclino a creerle mientras habla acerca de lo que conoce; dejo de creerle cuando empieza a hablar acerca de lo que yo conozco.”

Con esta apreciación del Premio Nobel polaco llego al meollo de mi reflexión, condicionada por la altura de este siglo XXI, sobre el doble legado de Pablo Neruda. Por un lado, un escritor de nobles intenciones, poeta de accesible palabra y más fácil versificación, autor de una inmensa poesía, seductora en sus formas y contenidos, dueño de una vida dedicada, visiblemente al menos, a la defensa de los desposeídos y la exaltación del amor, y al final de su vida víctima, y símbolo, del cruento golpe militar al legítimo gobierno de su país. Por otro lado, el cantor de la misma dirigencia soviética que puso a funcionar el gulag, causante a su vez de la opresión y eventual desaparición de millones de personas, y el primer poeta latinoamericano que exaltó la más larga dictadura que ha padecido este continente. Pero tal vez no nos debería sorprender este doble legado si recordamos, al decir de Benjamin Péret, que nuestra época ha sido precisamente la del “deshonor de los poetas”; si hemos oído a Ezra Pound exaltar a Mussolini, Heidegger a Hitler, y Borges a Pinochet, también hemos visto a Camilo José Cela trabajar para la censura de Franco, a Alfonso Sastre para la ETA, García Márquez para Fidel Castro, y escuchado a Lukacs y a Neruda abyectas odas a Stalin.

Ese doble y contradictorio legado no es, por tanto, exclusivo de Neruda, sino nada menos que el tema de nuestro tiempo. Y no ganamos nada con ocultarlo o negarlo. Es más, nuestra época, dedicada a la recuperación de la memoria obturada o abolida, lo requiere más que nunca. Ética y poética, moral y estética, lejos de estar hermanadas, se han encontrado, muchas veces, en tensión en la obra de los mejores escritores e intelectuales de nuestra época. No escapó Neruda a esta circunstancia, a esta tentación que no por acentuada en su caso fue menos dañina, y no me refiero únicamente a su reputación personal.

¿Soy demasiado duro con Neruda? No lo creo. Si algo hemos aprendido de los desastres de este último siglo y medio es que para realizar una justa evaluación de la cultura, y no repetir sus síntomas más dañinos, resulta preciso recuperar la memoria, es decir, admitir a la conciencia los duros traumas de la realidad. La justa lectura de cualquier obra pasa primero por la honesta, si bien dolorosa, apreciación de su contexto histórico, sin excluir los errores demasiado humanos de sus autores. Igualmente honesto resulta reconocer, sin embargo, que en los diez años que median entre 1954 y 1964 —entre la muerte de Stalin y los sesenta años cumplidos del poeta— fue el propio Neruda el que expresó múltiples dudas sobre su antigua militancia y ortodoxia. Esas dudas se manifestaron, primero, en privado a sus amigos. Y después, públicamente, a partir del tono irónico y humorístico, diríamos hasta deliberadamente frívolo, de su poesía, ironía cuyo blanco fue, en muchos casos, la solemnidad ideológica asociada con el estalinismo que marcó su obra anterior —tal sería, por ejemplo, la peculiaridad estilística y gran virtud de un libro como Estravagario. Pero enseguida habría que añadir que dichas dudas nunca fueron acompañadas, por desgracia, ni por posiciones públicas que igualmente ejerciesen una crítica de las causas históricas de esa solemnidad, para señalar su rasgo más superficial, ni por una reflexión crítica que desmontara los presupuestos ideológicos que producían esas dudas. Neruda nunca dejó de ser un estalinista obediente. Aun la “Sonata crítica” que incluye Memorial de Isla Negra (1964), su diatriba contra Stalin, se titula apenas “El episodio”, dando a entender por ese título, tal como sigue sosteniendo cierta escolástica totalitaria, que el estalinismo fue únicamente la aberración o desvío momentáneo de un proyecto más vasto e inconcluso, y no un camino torcido desde su inicio. O bien, para invocar otro ejemplo, el que, a pesar de comprobarse que el ataque del que fue víctima en 1966 por los intelectuales cubanos fue dirigido, en efecto, por el propio Estado cubano, y no era por tanto una simple querella literaria, Neruda nunca rompiese con el castrismo y siguiese defendiendo esa dictadura a pesar de las múltiples evidencias acumuladas en su contra. Para citar a Jorge Edwards, quien derivara las mismas conclusiones a partir de su contacto personal con el poeta: “Uno podía preguntarse, sin embargo, qué extraña entelequia, qué esencia era ésa, la Revolución, que devoraba a sus hijos y que permanecía inmune, intocada por sus abusos y sus excesos… Era posible, por medio de ese subterfugio, presenciar el error, el deterioro, el fracaso del llamado ‘socialismo real’ y mantener incólume la fe en la teoría, como solía decirse, con espontánea precisión, en algunos sectores del mundo hispánico.”1

Hay, por fortuna, mucho de rescatable en la obra, y sobre todo en la poesía, de Pablo Neruda. Hace más de veinte años propuse la tesis de que lo más perdurable de esa obra, lo que le otorga unidad interna y entabla una conexión universal, es su modalidad profética.2 Neruda fue un romántico tardío y concibió al poeta como un vocero, no sólo de sus emociones sino de todo aquello que exige voz pero carece de ella, desde los objetos más nimios hasta la Historia con mayúscula. La poesía se convierte, así, en enunciación profética (del Griego profanae, “hablar ante”), en el sentido de un discurso que descubre el lenguaje en potencia de las cosas y convierte su silencio en acto. A lo largo de la obra de Neruda, la vocación profética cambia a medida que el poeta fue cambiando, y según la estética de la época —desde las visiones, y muchas veces las audiciones, surrealistas de Residencia en la tierra (buena parte de cuyos poemas escribió en el Lejano Oriente), a la investidura profética de un poema como Alturas de Macchu Picchu, sin duda su obra maestra; de la adopción de una retórica bíblica en muchos de los poemas del Canto general hasta los libros apocalípticos del final de su vida: Fin de mundo, 2000 y La espada encendida. Es en esa obra profética, que no predice nada pero sí revela mucho sobre las capacidades del lenguaje poético en manos de un maestro del verso, donde encontramos su más auténtica, su más original, contribución.

Si en la poesía de Neruda sus lectores encontramos, por encima de los errores que podamos señalar en su actuación pública, un lenguaje auténtico, ha de ser porque hay en ella eso que Octavio Paz, por su parte, una vez llamó “la otra voz”. “Entre la revolución y la religión,” escribió Paz, sin duda pensando en parte en Neruda, que una vez fuera su íntimo amigo y mentor, “la poesía es la otra voz. Su voz es otra porque es la voz de las pasiones y las visiones; es de otro mundo y es de este mundo, es antigua y es de hoy mismo, antigüedad sin fechas… Todos los poetas en esos momentos largos o cortos, repetidos o aislados, en que son realmente poetas, oyen la voz otra. Es suya y es ajena, es de nadie y es de todos.”3 En Neruda, la experiencia de esa otra voz resultó patente no ya en la lectura silente de sus textos, sino en la propia voz material, la experiencia oral de su verso, que hoy por suerte preservamos en las oportunas grabaciones que se han hecho de sus lecturas. Escuchar a Neruda leer sus versos equivale a dejarse seducir, como he dicho, por el ritmo primordial, diríase primitivo, del lenguaje poético. Y es por tanto una experiencia que nos vuelve a poner en contacto con los aspectos más profundos de la experiencia humana, con el paso del tiempo, con el fluir de la sangre, y con el relámpago de la comunicación.

En una de las primeras escenas de Ardiente paciencia, la bella narración sobre Neruda de Antonio Skármeta que dio base para la película Il Postino, Mario el cartero le reclama: “¡Pucha, cómo me gustaría ser poeta!” A lo cual el personaje Neruda (el actor chileno Roberto Parada) le responde: “No, hombre, si en Chile todos somos poetas. Sería más original que sigas siendo cartero.” Leer a Neruda es, de cierta manera, la experiencia de Mario el cartero: con ella aspiramos a ser poetas, a contagiarnos con la experiencia de la poesía. –

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(Santiago de Cuba, 1950) es escritor, profesor de estudios hispánicos en la Universidad de Kentucky.


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