Los conquistadores invisibles

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Creo que no puedo escribir de memoria más de cuatro nombres de “conquistadores” de América. Cortés, Pizarro y Beltrán de Guzmán. Y Jerónimo de Aguilar, el que fue esclavo de los mayas y luego se hizo traductor. Esos son los que me sé. Probablemente pueda mencionar otros más, pero tendría primero que corroborarlos en Wikipedia (en realidad sí tuve que buscar a Aguilar, quien no es estrictamente un conquistador). Sin duda es preocupante para quien quiere hacerse llamar historiadora de América Latina, pero al menos creo que tengo otra parte de la historia de la Conquista mucho más clara.

Hace más de tres décadas, cuando empezó una reevaluación del impacto de las enfermedades del Viejo Mundo, hubo intensos debates sobre las cifras demográficas y la identificación retroactiva de agentes patógenos y epidemias. A pesar de ciertas discordias y falta de consenso en los números de la población original del continente, emergió una narrativa que confirmaba el papel avasallante que tuvo la biota euroasiática en el tremendo colapso demográfico y la transformación ambiental de los paisajes americanos. De acuerdo con autores como Jared Diamond y Alfred Crosby, los animales, plantas y agentes patógenos que componen dicha biota están íntimamente relacionados entre ellos, ya que los procesos de domesticación y urbanización crearon ambientes ideales para la propagación de epidemias. Así pues, los patógenos, plantas y animales se insertaron en la gran historia de la civilización: del campo a las ciudades Estado, de las epidemias en centros urbanos a los brotes esporádicos y la inmunidad adquirida, y de ahí a los viajes de exploración y la conquista de nuevos territorios.

Fueron entonces los virus, plantas, bacterias y animales los que hicieron el 95% del trabajo duro para subyugar nuestro continente, mientras que el 5% del talento lo pusieron los hombres del Viejo Mundo al conseguir traductoras. La caricaturización resalta una de las maniobras retóricas más importantes de esta narrativa: conferir agencia a factores no humanos, como el virus de la viruela o los mosquitos, para darle una lección de humildad a la humanidad sobre su papel en la historia.

Habría que cuestionar qué parte de la humanidad necesita una lección de humildad y qué otra necesita verse más representada en la historia. Por bien intencionados que sean los esfuerzos de estas historias ambientales, de nada sirven si solo resaltan la inevitabilidad de procesos tan complejos como la colonización y perpetúan la ficción de la superioridad cultural de Occidente a través del mundo natural. Peor aún si usan términos como “inmuno-naíf”, “epidemias de la tierra virgen” (virgin soil epidemics), exterminio de población y paisajes prístinos.

((En un estudio de 2002, Rodolfo Acuña Soto y un grupo de investigadores estadounidenses argumentaron que una de las peores epidemias en el valle central de México (referida como cocoliztli en fuentes contemporáneas y ocurrida entre 1545 y 1576) fue causada por un virus endémico transmitido por roedores. Estas epidemias coincidieron con una de las peores sequías que experimentó la región, lo que aumentó aun más la tasa de mortalidad.
))

 Este vocabulario no contribuye a abrir nuevas posibilidades narrativas para los actores que ya conocemos (conquistadores y poblaciones indígenas) y menos para hacerlos más complejos e introducir nuevos grupos o identidades.

El principal problema de recurrir a este estilo de narrativas ambientales no tiene que ver con la exactitud de las cifras de los muertos o con el diagnóstico de enfermedades –aunque es verdad que hacer ambas cosas supone algunas dificultades epistemológicas considerables–, sino con las preguntas que pueden tener cabida dentro de un marco tan rígido determinado por la geografía y la ecología. Por ejemplo, ¿cómo podría caber la historia de Juan Garrido en este marco?

Garrido, nativo del oeste de África, fue enviado a Lisboa en los inicios del comercio trasatlántico de esclavos a finales del siglo XV. Posteriormente viajó a Sevilla y se involucró en diversas incursiones al continente americano, como en Cuba, Puerto Rico, Florida y México.

((Garrido ha recibido más atención en la historia anglófona por ser considerado el primer africano en haber llegado a lo que hoy es una parte de Estados Unidos, Florida. Él, junto con otros hombres africanos, han sido denominados Black Conquistadors.
))

 Después de participar en la Conquista de Tenochtitlán con Cortés y en expediciones mineras, se estableció en Coyoacán donde sembró trigo en su parcela. En su probanza de méritos, asegura que él fue el primero en “hacer experiencia” de esta proeza agrícola en las tierras de la Nueva España y que “experimentó todo a su costa”. Algunos estudiosos de la revolución científica dirán que esto no es evidencia de una cultura empírica, pero estoy segura de que décadas después estos experimentos agrícolas en tierras lejanas le causarían una mezcla de admiración y animosidad al mismísimo Francis Bacon.

La historia de Garrido demuestra que la biota euroasiática no pertenece exclusivamente a ciertas sociedades, y que más bien tiene múltiples significados y consecuencias. El trigo se piensa como la base de la alimentación europea, pero para Garrido unas semillas de este pasto representaron una oportunidad de movilidad social para obtener beneficios de la Corona española.

De igual forma, los sobrevivientes de las poblaciones amerindias buscaron formas de lidiar con las enfermedades del Viejo Mundo. Sin duda, las diferentes tradiciones médicas del continente jugaron un papel importante en proveer cuidados paliativos pero usualmente se piensan como formas de conocimiento ancestral e inmutable cuyo propósito principal es la sanación espiritual. Es importante considerar que estos sistemas médicos no solo sobrevivieron, sino que se transformaron y en algunos casos adquirieron un lugar primordial en el sistema imperial.

Tal vez el mejor ejemplo sea la quina (la corteza de la chinchona, un árbol andino); sus propiedades antifebriles para curar la malaria fueron identificadas y explotadas tanto por comunidades andinas como por los jesuitas y las autoridades reales. No es una coincidencia que el comercio de la quina aumentara con el crecimiento del tráfico de esclavos y la propagación de plantaciones masivas de caña de azúcar en Brasil y el Caribe. La malaria es una enfermedad endémica del oeste de África que llegó a América desde el siglo XVI pero se volvió prevalente en el XVII debido a la transformación ambiental de zonas costeras para el cultivo de caña. Fue en este contexto que especialistas médicos de los Andes identificaron, antes que nadie, un remedio para una enfermedad del Viejo Mundo.

Juan Garrido, la quina y la malaria son solo algunos ejemplos para repensar las narrativas ambientales de la Conquista. Definitivamente no soy la primera (ni la última, espero) en criticar explicaciones tan populares como las de Diamond y Crosby. Estas, considero, siguen siendo atractivas porque prometen una explicación lógica basada en hechos indisputables. Yo, por mi parte, agregaría los agentes invisibles –virus, plantas, bacterias y animales– a la lista de conquistadores que me sé de memoria, con una consideración: estos relatos, al igual que los de varios hombres del Viejo Mundo, solo parecen hablar de sus méritos o de la destrucción que causaron. Sin embargo, es en los intersticios de estas grandes narrativas donde se esconden las historias que entrelazan a los agentes invisibles y a los humanos. No hay que perder de vista la agencia de los últimos, hayan sido europeos, americanos o africanos, pues para ellos, esas divisiones continentales no eran las más relevantes. ~

 

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Estudió biología en la UNAM e historia de la ciencia en la Universidad de Texas en Austin


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