Los compositores se subieron al tren

El libro Música en 1853 reconstruye el excepcional momento en que un puñado de compositores renovaron el Romanticismo, entre otras razones, gracias a la eficaz conexión entre ciudades europeas. Una parte de su posteridad está en deuda con las vías ferroviarias.
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Sin pretensiones exegéticas, esta deliciosa historia de la música clásica centrada en el año de 1853 ratifica la popularidad que el examen anual ha cobrado en numerosos registros, desde A sultry month. Scenes of London literary life in 1846 (1965), de Alethea Hayter hasta Moscow 1956. The silenced spring (2017), de Kathleen E. Smith. El profesor Hugh Macdonald, además, nos recuerda que en aquel mediodía del siglo XIX modernidad significaba tanto la rápida extensión de la red ferroviaria por toda Europa como la eficacia del servicio postal, que en algunas ciudades permitía recibir correspondencia, al menos, por la mañana y por la tarde. Lo primero permitió que Franz Liszt (1811-1886), viajando en tren sin pausa ni fatiga, hiciese una frenética carrera no solo como virtuoso y compositor sino como propagandista romántico y empresario cultural sin el cual Richard Wagner (1813-1883), más tarde su yerno, no habría sido el gigante que fue.

Leyendo a Macdonald, aquella Lisztomanía (1975), de Ken Russell, película donde el genio húngaro aparecía como la primera estrella de rock, queda sustituida por la imagen de un Liszt más cercano a los trascendentes filósofos decimonónicos, que cambiaron el mundo y volvieron sospechosas y hasta inútiles, antiguas y consagradas verdades. Todo ello habría sido imposible sin el correo raudo y eficaz, lo cual torna exagerada nuestra ufanía de vivir en tiempo real. Acaso lo ganado en velocidad lo perdimos en profundidad, si se toma en cuenta el espesor de lo que se trasmitía en ese entonces por carta: partituras, manuscritos críticos y didácticos, confesiones de toda índole y revistas especializadas, para no salirnos del terreno de la música.

Si en Música en 1853 Liszt es el organizador de la cultura, la revelación es Johannes Brahms (1833-1897), quien abandona la casa de sus padres el martes 19 de abril de 1853 para regresar meses después coronado, primero como intérprete de las últimas sonatas para piano de Beethoven, y luego como compositor por los Schumann: Robert (1810-1856) y Clara (1819-1896). Robert, más que cualquiera de sus colegas, además de romántico introspectivo que se arrojó al río Rin, fue un intelectual docto en Jean-Paul Richter, confidente de Bettina von Arnim y un crítico musical cuyo espaldarazo a Brahms en la Neue Zeitschrift für Musik fue decisivo en aquel año, donde los Schumann continuaron con sus extenuantes giras provincianas, en las cuales nunca les faltó, empero, buena cama.

Nos enteramos, además, de que Schumann como director de orquesta –la mayoría de los compositores lo eran por necesidad o por gusto– era un desastre o que Brahms, como Glenn Gould, tenía la mala costumbre de tararear y bufar la melodía en el teclado. Clara, en cambio, cuya música ya está grabada, encarna la duda sobre la condición vicaria de la artista romántica, asociada a un varón genial, incapacitados como estamos –como en el caso de Felix y Fanny Mendelssohn, ambos ya fallecidos para 1853– de saber en qué medida madame Schumann fue coautora de la obra de su marido. Acaso el saldo de la posterior infatuación de Brahms por ella motivó su ingratitud. “Schumann –dijo– solo me enseñó a jugar ajedrez.” Le creo.

Wagner en 1853, camino de la consagración pero sin haber llegado a ella, es molesto desde el principio. No solo porque su panfleto antisemita –El judaísmo en la música– había sido publicado, bajo seudónimo tres años antes, sino porque no tiene ángel sino arcángel (lo decía Jomí García Ascot) y sus enormes alas, metamorfosis mediante, lo convierten en burro en cristalería. Debe decirse que su antisemitismo, aunque molestaba, era tolerado en aquellos años incluso por sus amigos y colegas judíos, dada la extensión y la naturalidad con la cual circulaba el prejuicio racista. Meyerbeer, alemán de origen judío y por sus óperas favorito del público parisino –misoneísta, como el de Londres–, era uno de los aludidos en el libelo wagneriano y sin embargo reporta con júbilo, según Macdonald, las reuniones de Wagner con el barón y banquero James Rothschild, porque de allí algo saldría para la música nueva. Y en cuanto a ese mitófago que fue Wagner, Macdonald también consigna uno de los no encuentros más socorridos de la historia, el de Wagner y Verdi, que no se verificó en París, por cosa de días, en la primavera de 1853.

El precoz Joseph Joachim (1831-1907), otro de los protagonistas de Música en 1853, violinista y director de orquesta, fue un judío húngaro, él sí enfadado con El judaísmo en la música. Ello no impidió su estrecha colaboración con Wagner, habiendo sido –ya que viene a cuento– uno de los quejosos de la pésima batuta de Schumann. El uso de ese adventículo recién estrenado por Mendelssohn y por Louis Spohr (1784-1859) causaba polémica porque dividía al director-intérprete, como Liszt, del director-siervo, papel entonces asumido por sus antagonistas pues solo hasta el siglo siguiente el director de orquesta recuperará el estrellato perdido, con todas sus egocéntricas libertades y sus discutibles responsabilidades. Poco de la música compuesta por Joachim, conservador opuesto a la larga al eje Liszt-Wagner, puede escucharse actualmente.

Quien compusiera Lohengrin, en 1850, es un Wagner fastidioso por la fatal obsecuencia con la cual pasaba la charola entre los grandes duques reinantes en los diminutos territorios de lo que había sido el Sacro Imperio Romano Germánico (que según Taine no fue ninguna de las cuatro cosas) y todavía no era la Prusia expandida que devendrá en el Primer Reich alemán. Gracias a esas invitaciones, frecuentemente inducidas por Liszt, el revolucionario Wagner se convirtió en un adicto al lujo. Visconti muestra en Ludwig (1973) cómo Luis II de Baviera hubo de echar de su palacio, por oneroso, al distinguido visitante.

Hubo un tiempo –precisamente el reseñado en Música en 1853– en que la tercera B del trío de la inmortalidad, tras Bach y Beethoven, parecía tenerla Hector Berlioz (1803-1869) y uno de los caminos recorridos por Macdonald muestra cómo el francés perdió su lugar, el cual pasó a ocuparlo Brahms sin ninguna duda, como lo ratificó Hans von Bülow, en su día hombre fuerte de Wagner como director. Berlioz resultó el patito feo de la música romántica y su fama actual no se compara con la de Wagner, Brahms, Schumann, Liszt o Chopin, quien muerto en 1849 era muy poco conocido todavía entre el resto de los compositores.

Aunque la tratadística asegura que, en materia de orquestación, Berlioz es el puente entre Beethoven y Wagner, de él se escucha apenas la Sinfonía fantástica, La condenación de Fausto y poco más, habiendo sido un francés cosmopolita atento a la tradición y a la novedad, víctima de la consagración de los silbidos tras sus estrenos, artista pleno en sagacidad comercial, prosista de buena pluma como memorialista y persona paciente ante el mal o nulo francés de sus célebres colegas alemanes. En fin, dicen los que saben que Berlioz es de mala suerte en las salas de concierto.

Me felicito de haber vivido en una época donde leer sobre músicos permite escucharlos simultáneamente gracias a un clic. Con Música en 1853, hube de deleitarme sobre todo con los personajes menores mentados por Macdonald, como Spohr, cuyos dobles cuartetos de cuerdas son perfectos aunque Reger haya dicho que el también célebre violinista fue lo que quedó de Brahms tras una lobotomía. Pasé un rato con Pauline Viardot-García (1821-1910), hermana de María Malibrán y la mezzosoprano amada por el gigantón Turguéniev: juntos compusieron una opereta, L’ogre, algunos de cuyos sicalípticos fragmentos pude escuchar. Me alegró volver a Heinrich Marschner (1795-1861), robusto autor de siete tríos para piano y de El vampiro, su ópera de 1828, decisiva para el joven Wagner, y ver aparecer por allí a Théodore Gouvy (1819-1898), dividida su alma de compositor entre sus dos patrias, Alemania y Francia. Y hasta me enteré de que Janin, el crítico literario enemigo de Sainte-Beuve, también osó ser un crítico de música.

En 1853, por si algo faltara, Liszt y Wagner escucharon con verdadero estremecimiento de admiración los cuartetos op. 127 y op. 131 de Beethoven. Acaso esas sesiones en París y a cargo del Cuarteto Maurin-Chevillard fueron más importantes para la historia de la música que muchos de los conciertos populares dados por los protagonistas de Música en 1853 a lo largo del continente.

Uno de los misterios repuestos sobre la mesa por Macdonald es cómo entonces la música contemporánea era tan popular y por qué tras las vanguardias del siglo XX dejó de serlo, con la excepción de la Unión Soviética donde, a mayor represión contra el formalismo por los comisarios, los conciertos de Prokófiev y Shostakóvich tenían más y más escuchas. Causa extrañeza leer que los programas, que meticulosamente rescata Macdonald, ejecutados en Karlsbad o Baden-Baden, estuvieran diseñados no para el melómano sino para el villamelón: eran popurrís y highlights, oberturas de ópera y movimientos de sinfonías recortados a la brava según criterios aceptados y promovidos por los propios compositores, pendientes de la taquilla. Cualquiera de esas misceláneas escandalizaría a la culta audiencia hoy día en Milán, Nueva York o Salzburgo. Leyendo Música en 1853, de Hugh Macdonald, más allá de la trivia que a algunos solemnes tanto les disgusta, se atisba lo que se jugó aquel año y que no ocurre en ninguna otra de las artes: la música del futuro tendría que librar, por el resto de la eternidad y frente al gran público, una insólita batalla contra la música del pasado. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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