La esclavitud indígena

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Andrés Reséndez

La otra esclavitud. Historia oculta del esclavismo indígena

Traducción de Maia F. Miret y Stella Mastrangelo

Ciudad de México, Grano de Sal/Instituto de Investigaciones Históricas, 2019, 424 pp.

En el libro sexto de la Recopilación de leyes de los reinos de las Indias (1680) de Antonio de León Pinelo y Juan de Solórzano y Pereira se establecía que los “naturales” de las tierras americanas no podían ser sujetos de cautiverio, esclavitud o servidumbre. Aquella legislación era resultado de dos siglos de disputas teológicas sobre el llamado “derecho de gentes”, que desde mediados del siglo XVI, con el famoso debate de Valladolid y las Leyes Nuevas, se había decantado por las tesis de Bartolomé de las Casas y Domingo de Soto, inspirados ambos en Francisco de Vitoria. Una decantación primero teológica y luego jurídica, pero que por el camino propició diversas formas de sujeción de las comunidades indígenas.

El valiente libro de Andrés Reséndez, magníficamente editado por Grano de Sal, cuenta que aquellos dos siglos no fueron únicamente de disquisiciones escolásticas sobre la humanidad de los indios sino de aplicación de un sistema de servidumbre y exterminio, encomiendas y “servicios personales”, bastante parecido a la institución de la esclavitud atlántica. Hasta fines del siglo XIX e, incluso, inicios del XX, dice Reséndez, hubo esclavitud indígena, con su propia trata y su propio mercado de compra y venta. Después de todo, John Kenneth Turner no exageraba en México bárbaro (1909), aunque a veces confundía esclavitud y peonaje.

Reséndez no duda en definir como esclavitud el sistema de explotación de las comunidades indígenas instaurado por la Corona española en el Caribe, antes de las Leyes Nuevas. Cristóbal Colón llegó a las Antillas decidido a crear una “nueva Guinea” y alcanzó a enviar cientos de indios a la península, donde fueron vendidos como esclavos. La catástrofe demográfica caribeña de la primera mitad del siglo XVI, cuando en pocos años la población de La Española cayó de doscientos mil habitantes a menos de diez mil, fue –según el historiador– más obra de los rigores del trabajo esclavo que de la conquista militar o la malaria, la viruela, el sarampión o la influenza.

Después de que la legislación de la monarquía católica proscribiera la esclavitud indígena, esta continuó practicándose. El conquistador Luis de Carvajal y de la Cueva, de origen judío-portugués, que había traficado con negros esclavos en la Costa de Cabo Verde, llevó sus métodos al norte de México. Carvajal creó primero una red esclavista en el río Pánuco, que desembocaba en el puerto de Tampico, desde donde embarcaba indios cautivos al Caribe, para recuperar la mano de obra exterminada. Luego Carvajal fue nombrado gobernador del reino de Nuevo León, donde hostilizó a los chichimecas y otras tribus guerreras. Miles de chichimecas fueron capturados por Carvajal y enviados como esclavos a diversas ciudades del centro de México. En el proceso que les abrió el tribunal del Santo Oficio a Carvajal y su familia, acusados de herejes y marranos, apareció vasta información sobre sus actividades esclavistas.

Durante los siglos XVII y XVIII la esclavitud indígena en el norte de México continuó, como ilustra el caso de las minas argentíferas de Parral, Chihuahua, donde llegaron a existir más de cinco mil trabajadores forzados. Según Reséndez, aquellas formas de explotación del trabajo se extendieron a buena parte de Nuevo México, donde desde las expediciones de Juan de Oñate y Gaspar Castaño de Sosa se expandió la nefasta institución, provocando múltiples rebeliones y formas de resistencia. La gran revuelta de los indios pueblo de 1680, que expulsó a los colonizadores españoles de aquel reino, fue, a decir de Reséndez, “la mayor insurrección contra la otra esclavitud” en el antiguo territorio de la Nueva España.

Todos los esfuerzos abolicionistas en relación con la esclavitud indígena, desde los reinados de Carlos II y Felipe V hasta los del movimiento insurgente mexicano de principios del siglo XIX y el gobierno de Vicente Guerrero en 1829, fueron confirmaciones de la subsistencia del régimen esclavista. Todo el libro de Reséndez produce un efecto desestabilizador de lugares comunes sobre la historia de las comunidades indígenas después de la conquista. Pero dicho efecto revisionista se acentúa en los últimos capítulos de La otra esclavitud, donde se narra la reproducción del trabajo esclavo durante la expansión territorial de Estados Unidos hacia el sur y el oeste, en el siglo XIX. Los artífices de aquella otra esclavitud no solo eran agentes anglosajones de indios como James Calhoun o los hermanos Charles y William Bent sino tribus nómadas como los comanches, que hegemonizaron el tráfico de cautivos a lo largo de la frontera, antes y después de la guerra de 1847.

En la opinión pública estadounidense de la segunda mitad del siglo XIX eran muy comunes los testimonios de prisioneros anglosajones de los comanches. Pero Reséndez sostiene que la mayoría de las víctimas de aquella esclavitud eran indígenas y mexicanos. El rango territorial de la trata indígena era enorme y, aunque el mercado era menos visible y sistematizado que el de la esclavitud africana, poseía sus peculiaridades en términos de compra y venta de personas. Según una memoria de Calhoun, citada por Reséndez, las mujeres indias podían valer hasta 60% y 50% más que los hombres. Esa desproporción tenía que ver con la condición de las mujeres como víctimas de explotación doméstica y sexual.

Andrés Reséndez no aspira a equiparar demográficamente la esclavitud indígena con la africana en el Imperio español. Sus cálculos apuntan a unos cinco millones de esclavos indios, como máximo, entre la llegada de Colón y el siglo XIX. Una cifra que no llega a la mitad de los más de doce millones de africanos trasladados a la fuerza a este lado del Atlántico. Sin embargo, el historiador protesta lúcidamente contra el velo que la historiografía –especialmente, la historiografía antiesclavista– ha tendido sobre aquella experiencia monstruosa. La idea de que los indios no fueron víctimas de la esclavitud sigue endeudada con los mitos complacientes del modelo hispano-católico de colonización y evangelización de América. ~

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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