La descolonización literaria

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Rafael Olea Franco

La lengua literaria mexicana: de la Independencia a la Revolución (1816-1920)

Ciudad de México, El Colegio de México, 2019, 258 pp.

El académico mexicano Rafael Olea Franco ha sido un lector acucioso y fiel de Jorge Luis Borges durante muchos años. Y como Borges, que la utilizó como primera palabra en dos de sus títulos más conocidos, Historia universal de la infamia (1935) e Historia de la eternidad (1936), piensa la literatura en diálogo con la historia. Prueba de ello son sus estudios sobre Mariano Azuela y Martín Luis Guzmán, la representación estética de la Decena Trágica o las imágenes de Emiliano Zapata en la literatura mexicana.

El libro más reciente de Olea Franco es una indagación sobre la que llama “lengua literaria mexicana” en cinco novelas canónicas: El Periquillo Sarniento (1816) de José Joaquín Fernández de Lizardi, Astucia (1866) de Luis Gonzaga Inclán, Los bandidos de Río Frío (1891) de Manuel Payno, Santa (1903) de Federico Gamboa y Los de abajo (1920) de Mariano Azuela. El estudio avanza por medio de un análisis de la prosa de aquellos escritores, atendiendo a la forma en que los giros idiomáticos del español hablado en México y el contexto histórico del país se plasman en el texto.

El punto de partida conceptual de Olea Franco es una definición flexible de “lengua literaria mexicana”, que resume el diálogo entre literatura e historia que caracteriza a su proyecto académico. Esa “lengua” tiene que ver con los “mexicanismos” y modalidades del habla mexicana dentro del idioma castellano, pero también con las marcas que dejan en ella el contacto con otras como el maya y el náhuatl y el proceso histórico de autonomización nacional propio de todas las excolonias de España en América.

En este sentido, el ensayo no podría tener mejor arranque que la relectura de la novela de Fernández de Lizardi. Escrita durante la guerra de Independencia de México, El Periquillo Sarniento ponía en escena la pugna por la lengua que acompañó al proceso de descolonización. Destaca Olea Franco algo muy generalizado entre escritores y panfletistas de aquellos años, en México, que era la mezcla de una aspiración al castellano correcto y el uso del habla popular como señal de autonomía frente a España. En Lizardi, Olea Franco encuentra las ambivalencias de las élites letradas criollas frente a lo que Lorenzo de Zavala llamaba la “baja democracia” del México independiente.

En Astucia y Los bandidos de Río Frío, el autor confirma la certidumbre de un español escrito en México y expresado a través de la novela realista moderna, que supera el hispanismo del periodo romántico. Algunas de sus observaciones sobre la presencia del habla popular en ambas ficciones o sobre la búsqueda de una autenticidad estilística siguen de cerca los juicios de Federico Gamboa y Mariano Azuela, quienes leyeron a Lizardi, Inclán y Payno como forjadores de la tradición narrativa mexicana. A esta lectura contrapone los escrúpulos de algunos críticos del siglo XIX, como Francisco Pimentel o Joaquín García Icazbalceta, que identifica como “normativistas”, ya que rechazaban la presencia del “lenguaje vulgar hablado” en aquellas novelas.

En el caso específico de Los bandidos de Río Frío, Olea Franco hace algunas distinciones pertinentes entre las novelas de “folletín” y las novelas “por entregas”. A juicio del autor, Los bandidos, lo mismo que el Periquillo y Los de abajo, fueron del segundo tipo, ya que no dependían de su publicación en una sección especial de un periódico. Esa diferencia no solo es decisiva para explicar los cambios del texto, entre las primeras y últimas ediciones, sino para explorar los vaivenes de la recepción. Mucha de la adversidad de los críticos mexicanos del porfiriato hacia la novela de Payno tuvo que ver con los descuidos de la edición por entregas de Juan de la Fuente Parres en Barcelona.

Los sucesores de Payno en la novela mexicana del siglo XX, Gamboa y Azuela, también se dividieron en su lectura de Los bandidos de Río Frío. El primero la consideró “mexicana por sus cuatro costados” y no temía afirmar que “dejaba harto atrás al Periquillo, en todo y por todo, y a Astucia”. Azuela, en cambio, pensaba que Los bandidos “como novela valía bien poco”, y que “su valor se reducía a lo meramente documental”. Dentro de “lo documental” figuraba, por supuesto, el trabajo de Payno con el léxico de los mexicanos, pero también su capacidad para reconstruir el universo de la criminalidad y la impunidad en el México de Santa Anna.

El estudio de Olea Franco culmina con Santa y Los de abajo, dos novelas escritas desde un sentido de pertenencia a una tradición narrativa mexicana, no tan perceptible en los autores del siglo XIX. En la primera observa el crítico una regresión conservadora “tanto en su forma como en su lengua”, que se plasma especialmente en todo el glosario de eufemismos patriarcales sobre la prostitución. La vuelta al normativismo en Gamboa, que le reprochara Manuel Pedro González, según Olea Franco, estuvo atemperada por “usos castizos más bien esporádicos”. Sin embargo, concuerda con los críticos de Gamboa en que en Santa “no había interés por representar a los personajes mediante una específica entonación mexicana”.

Los de abajo, una novela que Olea Franco conoce muy bien, es el cierre de este recorrido por la lengua literaria en algunas de las grandes ficciones mexicanas entre fines del siglo XIX y principios del XX. Aquí, como en los capítulos anteriores, se combina la historia de la recepción de la novela con el análisis del lenguaje del autor. Mientras Mauricio Magdaleno y José Mancisidor veían a Azuela como el padre de la narrativa revolucionaria en México, críticos como Victoriano Salado Álvarez le reprochaban sus “rasguños literarios”, sus “concordancias gallegas”, sus “inútiles repeticiones”, sus “faltas garrafales de estilo” y “hasta su ortografía elemental”. Detrás de aquellas trifulcas por el legado de Azuela estaba en juego la definición de la “mexicanidad” en la novela de la Revolución.

La inclusión de Santa de Gamboa, en el libro de Olea Franco, es buena muestra de que el crítico no busca alguna persuasión nativista o una restitución del viejo canon nacionalista revolucionario de la narrativa mexicana. Su objetivo pareciera ser más modesto: reconstruir una tradición literaria, asumida como tal a principios del siglo XX, que se produjo a través de una interacción, todavía muy mal conocida, con el devenir político del Estado nacional entre la Independencia y la Revolución. Un elemento distintivo de esa tradición fue el acceso del habla popular de los mexicanos a la alta literatura. ~

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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