Ilustración: Hugo Alejandro González

La Constitución y nosotros

La Constitución fue fruto de un complicado equilibrio. Entre sus virtudes está su flexibilidad interpretativa; entre sus problemas, su naturaleza totémica tanto para quienes la mitifican como para quienes la impugnan.
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El 19 de marzo de 2012 el Oratorio de San Felipe Neri, en Cádiz, se vistió de gala. El rey Juan Carlos I presidió aquel día la concurrida ceremonia que conmemoraba el bicentenario de “La Pepa”, la primera constitución de y por los españoles. Promulgada en aquel Oratorio en ausencia del rey Fernando VII, cautivo de los franceses, fue la primera vez que se estableció que la soberanía recaía en la nación española, la división de poderes del Estado (y la limitación del poder real), una suerte de sufragio indirecto y la abolición del Antiguo Régimen. Pese a su escasa vigencia en nuestro país, aquel texto sirvió de modelo para casi todas las naciones del continente iberoamericano y popularizó la palabra liberal.

Sin embargo, el aniversario tuvo escaso eco fuera de la propia ciudad. En 2012 acababa de llegar al gobierno Mariano Rajoy en un clima de depresión general. El número de parados llegaba a los seis millones, la prima de riesgo estaba disparada (el país estaba al borde del rescate) y los dolorosos ajustes ya habían comenzado. Aquellos fastos, que en otro contexto podrían haberse convertido en una verdadera promoción de la historia constitucional española, pasaron de manera discreta. Hasta se dio la paradoja de que el puente llamado “de la Constitución de 1812”, una grandiosa estructura de la Bahía de Cádiz, no fue inaugurado a tiempo. La alcaldesa de Cádiz entonces, Teófila Martínez, del Partido Popular, tuvo que soportar que cortase la cinta en agosto de 2015 el nuevo alcalde, José María González “Kichi”, candidato de una plataforma afín a Podemos.

El contexto económico en el cual se conmemoran los cuarenta años de vigencia de la Constitución de 1978 es bien diferente; el miedo de un colapso total no está a flor de piel. El contexto político no podría ser más distante al de la España de 2012. En apenas dos años emergerían Podemos y Ciudadanos, se produciría una abdicación real, una repetición electoral, dos referéndums ilegales y una proclamación de independencia en Cataluña, la aplicación del artículo 155 para la suspensión de la autonomía de una comunidad y una inédita moción de censura exitosa que llevaría al gobierno al PSOE, segunda fuerza en escaños. No es solo que España hoy sea diferente a la que alumbró la Constitución de 1978, es que ha cambiado de manera vertiginosa en apenas un lustro.

Es frecuente que, al hablar de la política de hoy, se remita al periodo de la Transición como fuente de enseñanzas. Ensalzar el consenso o a figuras como Adolfo Suárez son lugares frecuentes, para muchos valiosos, que operan en el campo de los afectos sentimentales y generacionales. Sin embargo, sin negar valor al esfuerzo, difícilmente podemos buscar semejanzas entre situaciones políticas tan distantes. Antes bien, la relectura que hacemos hoy de la Constitución y el periodo que la alumbró, su evolución y ejes de reforma puede enseñarnos lo que somos hoy. Nos permite dialogar e interactuar con nuestro pasado y ver nuevos ángulos en función de las preocupaciones que tenemos en el presente. Será bueno tenerlo en cuenta ante los fastos de la que ha sido la Constitución más longeva de la historia española.

Desprenderse del pecado original

La Constitución de 1978 fue fruto de la correlación de fuerzas a la muerte del dictador Francisco Franco. El proceso de liberalización y apertura de las élites franquistas coincidió con un proceso de movilizaciones y acuerdo por parte de la oposición democrática que culminó en la reforma política y, a la postre, las elecciones (aún no proclamadas constituyentes) de 1977. Sin entrar en los extensísimos trabajos históricos sobre aquel proceso, el hecho es que, en un contexto de crisis económica, terrorismo y ruido de sables, esta constitución pudo alumbrarse gracias a un delicado equilibrio que iba a suponer un corte histórico con regímenes precedentes.

Desde una perspectiva política, el sistema nació como un multipartidismo –es curioso que se le impute vocación bipartidista en origen cuando hasta la caída de la UCD en 1982 no nacería el “bipartidismo imperfecto”– en el que los principales actores reconocieron la legitimidad del pacto. Por primera vez, a diferencia de otras experiencias, los principales jugadores aceptaban las reglas, con el papel clave de un pce que emulaba el compromiso histórico de Enrico Berlinguer. Suponía un acuerdo (a veces implícito) no solo entre actores con proyectos sociales diferentes, sino también incluyendo al nacionalismo catalán moderado –y de soslayo y entre bambalinas el PNV–. Y el reconocimiento, por lo tanto, de un punto común en origen.

Esto trajo la política de partidos y ponía fin al clientelismo, el personalismo y la atomización de regímenes pasados. Las elecciones iban a ser, por primera vez desde los años treinta, competidas y libres. Eso permitió cumplir los principios básicos de cualquier sistema liberal-democrático; dio capacidad para llevar adelante programas políticos alternativos (mandato) y la posibilidad de desalojar a los partidos del poder (rendición de cuentas). Progresivamente, el sistema político permitió acomodo a diferentes alternativas mientras que la descentralización política, un principio dispositivo, hizo germinar diecisiete comunidades autónomas. El juego de la competencia partidista tuvo lugar en circunstancias homologables al resto de sistemas democráticos del entorno.

Pese a esto, es frecuente un cierto discurso sobre cómo tal compromiso supuso una suerte de “pecado original”. La idea de que los defectos contemporáneos de nuestra democracia provienen del periodo de la Transición, el que alumbra la presente Constitución –esa especie de jaula de hierro que encierra un pasado alternativo–. Entiendo perfectamente la lógica de esa dialéctica desde el presentismo y como instrumento contra el consenso dominante de la “Transición modélica”, pero es un callejón sin salida. Es más, resulta dudoso que los males de nuestro sistema sean (tan) deudores de aquel acuerdo, un fruto que es más contingente e improvisado de lo que se plantea desde el revisionismo presente.

Mucho más interesante sería revisar a fondo las políticas que se hicieron (o no) durante las décadas de los ochenta o los noventa, cuando las bases del desarrollo de España se fueron construyendo de manera gradual y las reformas del sistema institucional, incluyendo la propia Constitución, quedaron postergadas. En otras palabras, cuando la potencia de la Constitución se va convirtiendo en políticas. Es la historia de aquellas décadas la que explica mucho de lo bueno y malo que tiene hoy nuestra democracia.

En cualquier caso, desde la perspectiva de la modernización social y económica del país, es complicado negar lo positivo del balance. La renta per cápita se duplicó desde 1975 mientras pasamos de 37 a 46,5 millones de habitantes –incluyendo nuestra transformación en receptores de emigración y en paralelo a la entrada masiva de la mujer en el mercado de trabajo–. Nuestra economía hoy está abierta al mundo en un 60% y se ha terciarizado (del 40 al 75% de peso de este sector). Hemos convergido con Europa (del 76,1% respecto a la media al 92% actual). Por supuesto, esto no opaca las importantes fallas de nuestro modelo, especialmente en la precariedad del empleo y el paro estructural, pero la severidad de la crisis no supuso un retroceso sustancial con el acumulado de crecimiento de las décadas pasadas.

Mientras, la expansión del sector público fue notable, pasando del 25% al 44% del pib. La universalización de la educación y la sanidad, un salto enorme en términos de inclusión, se dio de manera decidida durante los años ochenta. También se estableció un sistema de pensiones contributivo y mayores inversiones en infraestructuras. Para financiar estas nuevas políticas sociales, el Estado creó el irpf y el iva. En paralelo, España consiguió el sueño histórico de incorporarse a Europa en 1986 y se engarzó en el euro en el año 1999. La idea de consolidar el país a partir del rendimiento económico y social quedó garantizada. Sin duda, con no pocos ajustes pendientes en fiscalidad, equidad en las transferencias o el sistema educativo, pero es innegable que hoy España es un país más moderno, próspero, equitativo y abierto de mentalidad que en 1975.

Probablemente las páginas más oscuras de este periodo fueron la pervivencia del terrorismo (también el de Estado) y los problemas de corrupción. Aunque lo primero afortunadamente ya es un recuerdo cuya herida aún se debe restañar, lo segundo sigue esperando más determinación –por más que el sistema haya permitido depurar las responsabilidades judiciales a todos los niveles–. Sin embargo, estas y otras tantas críticas que se imputan a nuestra democracia no son problemas tan distintos de los de otros países y han podido y pueden, perfectamente, confrontarse cuando la pelota ya está en el terreno –desde nuestro modelo de crecimiento y Estado de Bienestar hasta la reforma, por descontado, del campo de juego que diseñó la Constitución.

La visión de la reforma

En 2006 José Luis Rodríguez Zapatero encargó al Consejo de Estado un informe sobre la posible reforma de la Constitución. Este documento es ilustrativo porque da una idea de cuáles eran las prioridades que se planteaban entonces: el fin de la prevalencia del varón sobre la mujer en la sucesión de la Corona, un artículo sobre la integración de España en la UE, la reforma del Senado y la inclusión del nombre de las comunidades autónomas. Si uno revisa estas cuestiones, pasados el 15-M, la emergencia de Podemos y Ciudadanos y la crisis constitucional catalana, hasta se puede valorar el menú de reformas con cierta candidez. Así y todo, no deja de dar una medida de cómo la urgencia política por la revisión de la Carta Magna era más bien escasa.

La Constitución de 1978, con 169 artículos, es una de las más extensas de Europa, lo que no impide que se trate de una constitución de calculada flexibilidad. El mismo articulado que recoge la indisoluble unidad de España ratifica el derecho a la autonomía de nacionalidades (por evitar decir naciones) y regiones. El mismo texto que consagra el derecho a la propiedad privada establece que se puede subordinar a cualquier forma de riqueza, cualquiera que sea su titularidad, al interés general. Justamente, una de las claves de su éxito a la hora de ganar legitimidad en ejercicio es que permite que los actores puedan perseguir sus programas políticos dentro del marco constitucional.

La española es, a diferencia de Francia o Alemania, una constitución no militante –es decir, acepta su reforma en todos los aspectos– aunque con dos secciones diferenciales. De un lado, el núcleo protegido, con una reforma de requisitos agravados, el cual engloba el título preliminar (con nuestro carácter de monarquía parlamentaria o la oficialidad de lenguas y símbolos), los derechos y libertades fundamentales y la Corona. Del otro, el resto del articulado de la Carta Magna, lo que va desde las relaciones de gobierno y Cortes hasta el modelo de descentralización. La reforma agravada implica dos tercios de Congreso y Senado, además de convocar elecciones, nueva ratificación por ambas cámaras y referéndum. La reforma sencilla requiere tres quintos de cada cámara o, en su defecto, dos tercios de Congreso y mayoría absoluta del Senado, con un referéndum opcional si lo piden 35 diputados.

La falta de voluntad y lo gravoso de los requisitos explican las escasas veces que se ha reformado la Constitución española. Apenas dos veces frente a las dieciséis de Francia, dieciocho de Irlanda o 32 de Alemania. Incluso considerando la juventud relativa de nuestra democracia, Grecia ya ha reformado su constitución el doble de veces que nosotros y Portugal hasta en ocho ocasiones. En cualquier caso, España tampoco destaca por el calado de sus cambios. La primera reforma en 1992 tocó al artículo 13.2 para hacerlo compatible con el Tratado de Maastricht, que permitiría presentarse y votar en las elecciones locales a cualquier ciudadano europeo. La segunda, la incorporación del artículo 135, fue mucho más disputada. Aprobado de manera exprés por concurso del PSOE y PP el verano de 2011, el cambio se hizo como señal de confianza a los mercados internacionales estableciendo de manera expresa límites al déficit estructural (algo que luego se regularía por Ley Orgánica).

La crisis económica sacudió violentamente el tablero. Como indicaba la encuesta del CIS de noviembre de 2012, un 72% de los españoles señalaba que la Transición era un motivo de orgullo nacional, pero solo el 30% estaba satisfecho con cómo funcionaba la democracia. Los ciudadanos confiaban en el mito fundacional de la democracia, pero escasamente en su desempeño. Así, solo el 38% de los españoles se mostraba muy o bastante satisfecho con la Constitución, una crítica especialmente intensa entre el elector joven. Esto facilitó que la reforma de la Constitución se fuera configurando como el tótem para canalizar la insatisfacción con el sistema político, creciente hasta que emergieron los nuevos partidos.

La llegada de Podemos y el salto estatal de Ciudadanos supuso una impugnación mucho mayor del “consenso de 1978”, aunque las propuestas de reforma constitucional no hicieron sino polarizarse –sin, curiosamente, ganar concreción–. Podemos abrazó el referéndum para Cataluña –lo que supone una reforma del núcleo constitucional, permitiendo la autodeterminación–, aunque aplazó, al menos al principio, el cambio de la jefatura del Estado. Ciudadanos tenía algunas propuestas como los cambios en la justicia (para hacerla más autónoma) o los aforamientos, pero dejaba implícito el cierre definitivo del modelo autonómico. El PSOE se limitó a hablar de manera genérica de “blindar” derechos en la parte agravada o de la reforma territorial de acuerdo a la “Declaración de Granada”, una suerte de solución federal que hoy duerme el sueño de los justos. El PP, a partir del cambio político de 2015, dejó de cerrarse en banda a la reforma siempre que hubiera el suficiente consenso, que es tanto como mantener la posición anterior.

La crisis constitucional de Cataluña marcó un antes y un después, haciendo saltar por los aires el consenso constitucional básico en materia territorial. Tras la aprobación de las leyes de desconexión del 6 y 7 de septiembre, que proclamaban al Parlament como sujeto soberano, se produjo por primera vez desde 1978 el enfrentamiento del Estado contra el Estado. Un referéndum y una proclamación de independencia después, se aplicó el artículo 155 con apoyo del PP, PSOE y CS, la cláusula de coerción federal, que se ejecutó casi de manera quirúrgica para convocar elecciones y se retiró investido un nuevo gobierno independentista. Los socialistas, a cambio de apoyar el artículo, pidieron la apertura de una subcomisión de reforma del modelo territorial de la Constitución que, a día de hoy, sigue fatigosamente con sus trabajos.

He aquí la paradoja: convertida la reforma constitucional en un fetiche, siempre aplazada a efectos prácticos, la urgencia de su revisión convive con unas mayorías políticas más fragmentadas y polarizadas que en cualquier momento anterior desde que arrancó el sistema en 1978. Desde actores que persiguen la independencia o una soberanía compartida a los que quieren cerrar el modelo autonómico. Desde quien ya abiertamente impugna la jefatura de Estado o constitucionalizar derechos hasta quien solo persigue ajustes cosméticos. Unas mayorías políticas que no se enfrentan a la tarea de arrancar un sistema democrático, como en 1978, sino que ven en la reforma constitucional una forma de avanzar en su programa político, cosa legítima, pero que complica cualquier acuerdo.

La ausencia del cierre en el ciclo

La Constitución española tiene muchos aspectos susceptibles de reforma. Revisar el proceso de investidura podría impedir situaciones de interinidad como las de 2016. Dar más atribuciones al Congreso de los Diputados sería congruente con un modelo político multipartidista. Sin duda, podrían suprimirse las vías de acceso a las autonomías –cosa ya caducada– o elementos codificados, como la circunscripción provincial, perfectamente regulable en leyes orgánicas. Podría y debería revisarse el papel de la Corona o el papel del Senado, una de estas iniciativas perpetuas que jamás se concreta –aunque haya sido muy tratado por académicos, especialmente con propuestas que miran a Alemania–. Sin duda, la clarificación del modelo competencial de las comunidades autónomas y el Estado ayudaría a reducir los contenciosos ante el Tribunal Constitucional.

Pero el nudo gordiano no es la falta de posibilidades técnicas para mejorar el texto constitucional. Incluso en el tema territorial, con frecuencia percibido como un juego de suma cero, podrían alcanzarse equilibrios más o menos satisfactorios –por ejemplo, con la clarificación o el blindaje de determinadas competencias autonómicas–. El problema es más bien el desacople entre las expectativas de lo que el texto supone como mito fundacional de la España democrática y lo que es realmente. Dado que se ha transformado en el tótem de aquellos que quieren mantener su obra –que la asocian al legado de la Transición– y los que quieren impugnar el statu quo, ha devenido en un campo de batalla simbólico. Esto ha sacado de la ecuación la idea de que el texto puede ser algo mutable y que tiene en su flexibilidad interpretativa su principal virtud para que todos los jugadores se sientan reconocidos –aunque el abuso del contencioso constitucional tiene mucha culpa en su fosilización.

El gran enemigo de la reforma es la hipérbole. Cuando en ausencia de perspectiva se considera que todo está mal (o bien) solo cabe la impugnación, no aterrizar en el terreno de lo concreto donde se pueden trenzar los acuerdos. El cuarenta aniversario de la Constitución de 1978 llega en un año particularmente político. Con una moción de censura caliente, un gobierno nuevo (de frágil base parlamentaria) del PSOE, con una competición electoral en ciernes que será decisiva para consolidar el nuevo ciclo multipartidista inaugurado en 2015 poco se puede esperar en la práctica. No cabe duda de que, a diferencia de la atonía de 2012, cuando se acerquen los fastos veremos una vuelta a los debates sobre la caducidad o no del “régimen del 78”, pero no nos engañemos. Esta remisión en el fondo no habla de aquel tiempo y su legado, o de pensar en reformas concretas (siempre aplazadas), sino de nosotros mismos y nuestra discrepancia sobre qué proyecto de país queremos en un momento de cambio político sin mayorías incontestables o un cierre de ciclo evidente. ~

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(Arnedo, 1985) es profesor de ciencia política en la Universidad Carlos III de Madrid y editor Politikon


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