Japón pudo haber evitado este horror

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La evidencia contra las centrales nucleares en un país sísmico estaba ahí. Fue ignorada.

¿Por qué el único país que sufrió la muerte masiva y la radiación de las bombas atómicas tiene que pasar por el peor horror nuclear en tiempos de paz?

En Japón, mi tierra natal, hemos pasado de Hiroshima a Fukushima. Hemos visto las nubes en forma de hongo y los páramos de 1945 en película blanco y negro. Y ahora hemos visto, una y otra, vez a todo color, los cuatro reactores fracturados de Fukushima, una amenaza persistente para la vida humana.

Más de siete semanas después del 11 de marzo, las cifras de muertos alcanzan los 14,616, con 11,111 personas que permanecen desaparecidas. Las réplicas aún se dejan sentir. Y ahora incluso el aire es una amenaza conforme la radiación continúa fugándose de las centrales nucleares dañadas.

El impacto que tuvo en mí el 11 de marzo lo compartieron los 78,200 residentes que vivían veinte kilómetros alrededor de la Central de Energía Nuclear Daiichi de Fukushima. También lo compartieron 130 millones de japoneses en todo el país y cientos de millones de personas en todo el planeta.

En nuestras pantallas de televisión hemos visto también a sobrevivientes: niños perplejos, esposas sollozantes, viejas que devoran magras raciones y duermen en el suelo de gimnasios –mujeres que tenían diez años en 1945. Hemos visto a granjeros del área de Fukushima a quienes les ha sido prohibido vender sus lechugas y espinacas, por miedo a la radiación.

Los pescadores no pueden salir a pescar, ya que se han encontrado altos niveles de yodo radioactivo en peces atrapados en Ibaragi, a mitad de camino entre el reactor y Tokio. Ellos han tenido ese trabajo durante generaciones.Ahora, podrían no tenerlo nunca más.

¿Por qué?

La respuesta es simple: porque los ingenieros y ejecutivos de la Tokyo Electric Power Co. (Tepco) –que opera el complejo de Fukushima–, junto con los burócratas y los funcionarios del gobierno japonés, ignoraron la historia.

Japón es un país sísmico.

Desde tiempos antiguos, hemos padecido grandes terremotos y fuertes tsunamis. Hoy, a lo largo de los cientos de miles de kilómetros de costas japonesas, aún existen señales de piedra llamadas “piedras de tsunami”. Algunas datan de hace seis siglos, antes de que Colón divisara siquiera América.

La historia nos dice que la amenaza de terremotos y olas devastadoras no se acabó en la era moderna.

En 1896, el terremoto de Meiji Sanriku, de 7.6 grados de magnitud, golpeó la costa noreste de Japón y desató un tsunami muy grande (algunos registros ubican el punto más alto a unos asombrosos 38 metros). El epicentro de aquel temblor fue casi el mismo que el del actual. Las víctimas sumaron cerca de 27,000 personas.

Pero incluso después del desastre, la mayor parte de los sobrevivientes reconstruyó sus casas en la misma costa. Algunos inclusive se mudaron más cerca del mar, donde tantos de ellos se ganaban la vida.

En 1923, el terremoto de Kanto azotó Tokio y el área de Kanto. Fue de magnitud 7.9. Feroces vientos esparcieron un terrible incendio a través de la ciudad, destruyendo miles de casas. Cuando todo terminó, habían muerto al menos 100,000 personas.

Ese año, la costa noreste de Japón permaneció relativamente indemne. Al parecer, los residentes creyeron que los terremotos eran cosa del pasado, pero diez años después llegó otro temblor. El segundo terremoto de Sanriku ocurrió en 1933. La costa noreste resultó muy afectada.

Una vez más, murieron muchos. Y una vez más, miles de casas de la costa quedaron destruidas.

Sin embargo, había algo bueno en esos años: no existían centrales de energía nuclear en Japón. Ni en ningún otro lugar del planeta. Esas extraordinarias tecnologías llegarían solo después de que Estados Unidos lanzara las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.

Conforme se intensificó la Guerra Fría, los estadounidenses desarrollaron (y más adelante probaron) armas atómicas más poderosas. Tal programa fue motivado por los acontecimientos: la noticia de que en 1949 los soviéticos habían probado sus propias armas nucleares, terminando así con el monopolio estadounidense; el triunfo del Ejército Rojo de Mao en China ese mismo año; el estallido de la Guerra de Corea en 1950.

El 28 de abril de 1952 se puso fin a la ocupación formal de Japón, pero cerca de 200,000 efectivos estadounidenses permanecieron en el país. El 1º de noviembre, Estados Unidos probó una bomba de hidrógeno en el atolón Enewetak de las Islas Marshall, unos 5,000 kilómetros al oeste de Hawái.

Al año siguiente, el presidente de Estados Unidos, Dwight Eisenhower, acordó el cese al fuego en Corea. El 8 de diciembre de 1953, Eisenhower anunció el programa de “Átomos por la Paz”, que impulsó la idea de que Estados Unidos utilizara la energía nuclear como fuente de combustible y compartiera dicha tecnología con los países occidentales. Es decir, una forma de que toda la gente pudiera usar esta nueva tecnología para la vida, en lugar de para la muerte.

Estados Unidos probó la siguiente gran bomba de hidrógeno en el atolón Bikini de las Islas Marshall el 1º de marzo de 1954. La bomba resultó tan poderosa que un barco atunero japonés, el Dragón de la Suerte, quedó atrapado en la lluvia radioactiva, a unos 160 kilómetros del lugar de la prueba. Los miembros de la tripulación sufrieron enfermedad por radiación. Uno de ellos murió.

La resistencia al programa “Átomos por la Paz” creció entre los japoneses. Pero el Servicio de Información de Estados Unidos en Tokio, que había trabajado duro para cambiar la aversión japonesa hacia la energía nuclear, comenzó a encontrar seguidores.

John Jay Hopkins, presidente de General Dynamics (que construyó el primer submarino atómico) llegó a Japón e hizo fuertes declaraciones sobre la adopción de este tipo de energía. Sobre su seguridad. Sobre la necesidad absoluta para Japón, que no tenía carbón ni petróleo. Un Japón independiente requería energía. La energía nuclear no era el problema, sino la solución.

Nadie mencionó públicamente el otro beneficio que obtenían los empresarios de la energía nuclear: el valor simbólico de una aprobación por parte del país de Hiroshima y Nagasaki.

El esfuerzo funcionó.

En 1966, veintiún años después de que fueran lanzadas las primeras bombas sobre Japón, se abrió la primera central japonesa de energía nuclear en Tokaimura, a 120 kilómetros de Tokio. Cinco años más tarde, el reactor Daiichi No. 1 comenzó a operar en Fukushima. En un plazo de ocho años, se construyeron cinco nuevos reactores en el mismo sitio y pronto comenzaron a funcionar.

Ahora se sabe muy bien que los reactores de Fukushima estaban produciendo electricidad solo para Tokio, a 200 kilómetros de distancia, y no para la región donde operaban. Pero en la década de 1950, cuando los vendedores de Tepco llegaron a Fukushima en busca de un sitio para su proyecto nuclear, la gente les dio la bienvenida. Aquellos habitantes –en su mayoría granjeros y pescadores– no compartían el rápido crecimiento de la economía japonesa. Sabían del peligro de los terremotos y los tsunamis, pero Tepco les garantizó que sus centrales eran seguras.

Fue un mito que casi todo el mundo creyó hasta el 11 de marzo de 2011. Tras el desastre, y a lo largo de semanas, el secretario en jefe del gabinete de gobierno insistió, con un lenguaje vago, en que el tsunami estaba más allá de lo que cualquiera pudiera imaginar. Pero estaba equivocado. La evidencia estaba ahí y fue ignorada.

Desde el 11 de marzo se han registrado 400 réplicas de magnitud 5.0 o mayores en el noreste de Japón. Los expertos dicen que podrían ser peores y que podrían continuar durante diez o veinte años.

Aún hay cincuenta centrales nucleares operando en este país sísmico. Podríamos tener otro gran temblor más allá de lo que cualquiera pudiera imaginar.

Claramente, el gobierno –y el mundo– deben tomar acciones ya. Las centrales nucleares en un país sísmico son un absurdo. El gobierno debería comenzar por cerrar las centrales más viejas de inmediato. Al mismo tiempo, mientras cierra sistemáticamente todas las centrales, debería comenzar una transición rápida de la energía nuclear a la solar y la eólica.

Ni una sola persona más en mi lastimado Japón debería morir por una ilusión. Ni un solo ciudadano más de este planeta.

No ignoremos la historia, de la que el 11 de marzo es ahora una pieza también. ~

 

Traducción de Marianela Santoveña.

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