Freud redecora su casa

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Freud es uno de los iconos turísticos de Viena, como Kafka lo es de Praga y Pessoa de Lisboa. Su amplio piso de la calle Berggasse número 19, donde vivió y pasó consulta como psicoanalista antes de verse obligado a exiliarse en Londres en 1938, es hoy un museo de los más frecuentados de la ciudad: ha llegado a tener 110.000 visitantes al año en los años previos a la pandemia. En parte debido a ese éxito, su equipo gestor decidió que había llegado la hora de replantear su discurso y su espacio. El 29 de agosto de 2020 la casa-museo reabrió con la cara lavada y un nuevo logotipo que imita la tipografía de las tarjetas de visita que usaba el propio Freud.

Acudir al número 19 de Berggasse es una experiencia intensa para aquellos que respetan el legado freudiano, pero también para los que consideran necesario conocer y comprender la historia intelectual y política de Europa. Parece claro que el atractivo que en el siglo XXI puedan tener sus vitrinas rebosantes de estatuillas clásicas y el escritorio sobre el que trabajaba –y fumaba– el doctor vienés se debe al altísimo capital simbólico aparejado a su figura. La directora de la casa-museo, Monika Pessler, cuenta que este mismo año vio en el portón de entrada a un hombre que repetía con entusiasmo a quienes probablemente eran su pareja y sus dos hijos: “Mirad, mirad, estamos ante el domicilio más importante del mundo.”

Y es que una de las razones para visitar la casa de Freud y su familia en Viena es, sin duda, la emoción de atravesar ese portal que no ha cambiado apenas tras casi un siglo y subir las escaleras del edificio, emulando así a Ida Bauer, más conocida por “Dora”, o a Ernst Lanzer, alias “el hombre de las ratas”, y a todas aquellas personas convertidas hoy en célebres casos clínicos que acudían a la consulta del psiquiatra intentando librarse de su malestar a través de largas conversaciones.

La principal misión de la reforma del museo era convertir su visita en una experiencia todavía más profunda. “En un lugar donde no hay cientos de objetos que mirar, la posibilidad de imitar un recorrido del pasado es algo esencial”, sostiene su directora, y como ejemplo de objeto ausente menciona el archifamoso diván, que no se encuentra allí para decepción de los visitantes, sino en la casa-museo londinense del psiquiatra, donde se llevó gran parte de sus enseres personales.

Antes de la renovación, junto a la antigua sala de consulta de Freud había una pequeña puerta clausurada que, de abrirse, conduciría a un corto pasillo con un pequeño baño a la derecha. Monika Pessler ya era consciente en aquel momento de la importancia que tenía: “Era la puerta por donde salían los pacientes para no tener que cruzarse con los que venían después. En el futuro queremos que los visitantes salgan por aquí.” Ahora ya lo hacen, y en ese minúsculo baño donde descargan sus vejigas sigue presente el espíritu de Freud y de su hija Anna, pues era ella quien, allí mismo y antes de que su padre recibiese a los pacientes, le ayudaba a colocarse la prótesis de mandíbula que usaba tras su operación maxilar debida al cáncer de paladar que padecía.

Gracias a la fotografía de archivo y a una buena decisión de Freud, hoy sabemos cómo eran originalmente estos espacios. Días antes de marcharse apresuradamente de Viena, Freud le pidió a su amigo el fotógrafo Edmund Engelman que tomase imágenes de todas las habitaciones de su piso, pues intuía que no volvería a verlo. Engelman cumplió con lo pactado y, tras pasar por diversas manos a lo largo del planeta, hoy podemos ver estas imágenes dentro del libro Sigmund Freud. Berggasse 19, Vienna, publicado por la editorial Branstätter. En las fotografías de Engelman aparece también el despacho de Freud junto a la ventana que nos permite asomarnos al gran patio trasero del edificio. Un espejito con marco de forja cuelga del picaporte de la ventana. En él se miraba Freud para ver si estaba presentable de cara a sus pacientes. Su hija Anna decidió donarlo al museo en 1971 para que lo volvieran a colgar de la ventana donde siempre estuvo, y allí sigue, solo protegido por una alarma. Se me ocurren pocas experiencias más interactivas que esa: reflejarse donde Freud se observaba a diario en un alarde de voyerismo en diferido que roza lo místico.

Probablemente quienes suban las escaleras de la casa de Freud ya hayan visto películas como Un método peligroso de David Cronenberg, donde se relatan las relaciones de diversa índole –nunca fáciles– entre Freud y sus colegas Carl Jung y Sabine Spielrein, o el documental de David Teboul Un juif sans Dieu, estrenado en el canal arte y proyectado en la edición de 2020 del Festival de cine judío de Barcelona. El documental se basa en fragmentos de cartas escritas por Freud que describen aspectos esenciales de la vida del psiquiatra como episodios de su infancia, su deportación desde Austria y su nueva vida en Londres. La voz de Isabelle Huppert a cargo de la narración de Anna Freud, o la de Catherine Deneuve como Marie Bonaparte, contribuyen a la intensidad hipnótica del documental.

Así como hacemos el esfuerzo de imaginar que las voces de estas actrices pertenecen a dos de las mujeres más importantes de la vida de Freud, al visitar la casa vienesa del más célebre de los psiquiatras es necesario echar mano de la fantasía. Si bien el célebre espejo está donde siempre estuvo y el maletín de cuero con sus iniciales también se encuentra allí, las paredes son ahora un palimpsesto de papeles pintados y capas de pintura, por eso en algunos rincones de lo que fue el despacho de Anna Freud se ha rascado con insistencia hasta rescatar el color original de la época. Para paliar las ausencias, y conscientes de que el legado freudiano es principalmente intangible, en esta nueva etapa, el equipo del museo también dedica atención a las artes visuales y a debatir sobre la vigencia del pensamiento del padre del psicoanálisis.

Y al concluir la visita y salir de la casa se despliega ante nosotros Viena, que, como si se tratase de una localización cinematográfica, nos permite seguir los pasos de Herr Doktor por cafés como el Landtmann o el Korb, a los que con tanta frecuencia acudía. ~

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