Faena mortal en Tlaxcala

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Las escenas de Nuestro tiempo, la original e inquietante película escrita, dirigida y actuada por Carlos Reygadas, parecen inspiradas en los lienzos de Ernesto Icaza (1866-1935), pintor esencial de la tradición campirana en México. Todo ocurre en una vieja hacienda en Tlaxcala, cerca del volcán La Malinche y no lejos de las otras dos presencias imponentes: el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl. Diestros jinetes, gráciles caballos y toros bravos concurren en las faenas del día. Los caporales y vaqueros festejan las proezas de la vida diaria: coleados, persecuciones, toreo a caballo y a pie. El patrón protagoniza muchas de ellas. Es un personaje activo aunque levemente sombrío que habita en la casa grande con su bella esposa (Natalia López, esposa en la vida real de Reygadas) y sus tres hijos (dos de ellos también hijos de Reygadas). La casa abunda en motivos charros: monturas, arreos, sarapes, sombreros charros, piezas rústicas. Aquellas apacibles escenas de Icaza transcurren lentamente, como la película toda, que no parece editada sino que se despliega frente a nosotros, azarosa y quebrada, en tiempo real.

Un pequeño incidente enturbia la calma. El patrón ha convocado a algunos amigos a la hacienda. Unos niños practican, en el paisaje lunar del lago, juegos vagamente peligrosos. Los jóvenes platican bajo la sombra, de todo y nada, y uno de ellos –el hijo del patrón– descubre el amor y los celos en la furtiva entrega de una chica que le gusta en los brazos de un amigo. Es la premonición del drama que se revela de pronto, y se desenvuelve poco a poco, cuando el patrón confirma el amor entre su esposa y el caballerango extranjero. Entre él y su mujer hay un pacto previo de amor libre que no se delinea claramente, pero que él no puede sostener.

El paisaje no es ajeno a ese proceso: es su telón de fondo, su marco duro e imperturbable. Cuando Alfonso Reyes escribió sobre el paisaje mexicano, “no desprovisto de cierta aristocrática esterilidad”, se refería precisamente a esos valles secos, abrasadores, de sol vertical, a esos terregales surcados de caminos polvorientos donde solo crecen los magueyes, las nopaleras y uno que otro pirú. El verdor queda lejos, en alguna colina, o más allá, en las faldas de La Malinche. Y no solo el paisaje enmarca la tortura. También la faena de la hacienda, donde los toros braman por sus hembras, compiten por ellas ferozmente, a veces para quedarse con dos o más, otras para perderlas y perder la vida.

El descubrimiento de la infidelidad no es brutal, como en las películas de Bergman, pero el subsiguiente vaivén de culpas y recriminaciones recuerda a Escenas de un matrimonio. Hay un eco también del tono masoquista, obsesivo y casi perverso de Ojos bien cerrados, de Kubrick. Más que un descubrimiento es el suministro visual de una cicuta que el patrón bebe pausadamente, precipitándose en actos de creciente bajeza y laceración. La pareja abre sus cartas, se escribe cartas, trata de vivir en ese limbo inhabitable.

Mientras tanto, los cuadros de Icaza cobran una nueva vida, ya no decorativa sino simbólica: los toros, los caballos, no solo pastan y conviven, son protagonistas de una batalla encarnizada. En el reino de los toros, prevalece el más fuerte y el vencido se precipita a una barranca infernal. En el de los hombres, nadie prevalece. Solo la desolación.

Extraña, única, excesiva, poética, Nuestro tiempo queda en la memoria del espectador como un sueño recurrente y brutal. ~

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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